«De este fin del mundo, yo no tendría el menor escrúpulo en asegurar hoy que ya no lo deseamos. [… ] Semejante fin del mundo, suscitado por un paso en falso del hombre, más inexcusable por más decisivo que los anteriores, queda para nosotros despojado de todo valor, resulta deplorablemente caricaturesco»1
André Breton
«Si el punto de vista apocalíptico desde el que se contempla hoy día la cuestión climática prevalece es únicamente porque desde los años sesenta se sabe que de ese modo dicha cuestión queda neutralizada, y que el público reacciona mayoritariamente a ella con dosis creciente de cinismo e indiferencia»2
Manifiesto conspiracionista
Emilio Santiago Muíño acaba de publicar Contra el mito del colapso ecológico. Por qué el colapsismo es una interpretación equivocada del porvenir y cómo formular un horizonte de transición transformador. El libro está generando gran polémica y ya han aparecido varias críticas muy atinadas que han rebatido sus argumentos y falacias con más solvencia de lo que pueda hacerlo yo, como han hecho por ejemplo Jordi Marín3, Aurora Despierta4 o Jorge Riechmann5 pero creo que hace falta incidir en otros asuntos esenciales que quizá no hayan sido denunciados lo suficiente.
Antes de abordarlos habría que aclarar que este libro ha de entenderse en el contexto de una serie de debates que vienen de muy atrás, entre el decrecentismo y los partidarios del Green New Deal. Este debate, a su vez, ha de entenderse en un contexto de pugna entre la izquierda ecologista del capital, que ha evitado desde siempre incluir en sus mítines y programas electorales cualquier referencia a un posible derrumbe sistémico del capitalismo o la necesidad de irnos adaptando ya a un futuro no industrial -pues eso quita votos-, y otros sectores de la izquierda no parlamentaria, determinados movimientos ecologistas que conservan cierta radicalidad y autores dispersos que desde posiciones bien fundamentadas han optado por dar a conocer a la población en general la magnitud de la catástrofe en la que nos hallamos. Pero además de eso no podemos obviar que ahí hay una disputa por erigirse como los próximos responsables del capitalismo verde. Adrián Almazán dio en la diana cuando afirmó recientemente que «la oleada “anticolapsista” […] supone una ejercicio práctico de estrategia populista en el interior del movimiento ecologista. El principal objetivo de esta es conseguir la hegemonía de las voces, prácticas y estrategias del Green New Deal»6.
Esto es clave. Emilio Santiago se ha convertido en una de las voces más visibles del Green New Deal en el Reino de España, y ha puesto en su punto de mira el decrecentismo pues éste entorpece su programa electoral, su apuesta por las llamadas energías renovables y, en general, su aspiración a convertirse en uno de los principales gestores del desastre en marcha. Tengamos presente que, si hay ciertos sectores del decrecentismo que depositan esperanzas similares en llevar a cabo estrategias duales que impliquen la participación activa en las maquinarias del Estado, es lógico pensar que autores como Emilio Santiago o Héctor Tejero vean en estas corrientes internas del decrecimiento a potenciales competidores que puedan desplazarles de la silla. Es más, ojalá me equivoque pero intuyo que este debate no tardará en trasladarse al propio decrecentismo, cuando determinados decrecentistas que han optado por abrazar el posibilismo político y las estrategias electorales pasen a acatar las reglas de juego impuestas por el capital. El tiempo lo dirá. Si lo reducimos todo a eso la estrategia de Emilio Santiago queda muy bien definida en el tablero de juego. Pero el papel que está desempeñando tiene más calado.
La falacia del hombre paja del «colapsismo»
Pero antes abordar ese asunto habría que advertir que si hay algo que emponzoña este debate es sin duda la terminología empleada. Por un lado no ayuda mucho que cada cual use una definición propia de términos como «colapso», «colapsismo» o «decrecentismo». Y por otro lado, es habitual que en este tipo de debates cuando alguien lanza críticas a un movimiento político o social no aporte nombres de autores en concreto. Y esa es una de las trampas a las que recurre Emilio Santiago en multitud de artículos y entrevistas; al referirse a esa entelequia llamada «colapsismo» lo hace sin referirse a autores de forma individual, aunque en algunas ocasiones sí lo haga. A pesar de todo, bien sabemos que se está refiriendo a un movimiento que actualmente está ganando cierta presencia en los medios de comunicación de la burguesía, aunque sea para ser criticado o defenestrado, el decrecimiento. Pero tengamos en cuenta que éste es un movimiento demasiado amplio y heterogéneo, difícilmente reducible a dos o tres posturas concretas. En sus filas encontramos desde autoras como Yayo Herrero que actualmente coordina uno de los grupos de trabajo de Sumar, hasta aquellos que defienden estrategias bien distintas que dan protagonismo a los movimientos sociales y que apuestan por construir autonomía, dándole al Estado un papel de mero catalizador, como proponen Adrián Almazán o Luis González Reyes en su reciente libro Decrecimiento: del qué al cómo. Propuestas para el Estado español. En medio encontramos todo un abanico de científicos, divulgadores y autores tan dispares como Antonio Turiel, Pedro Prieto, Jorge Riechmann, Manuel Casal Lodeiro, Juan Bordera, Carlos Taibo, Alicia Valero o Antonio Aretxabala. Pero da igual. Emilio Santiago realiza su gran truco de ilusionismo barato cuyo primer paso consiste entonces en coger a todos estos autores y etiquetarlos como «colapsistas».
La lucha por la imposición social de la verdad
El siguiente paso de su truco consiste en convencernos nada más y nada menos de la inconveniencia de imponer socialmente la verdad acerca de lo que sucede en el planeta. Se está refiriendo, por supuesto, al discurso decrecentista, un discurso muy poco presente en los grandes medios de comunicación pero que es fundamental para entender el presente. No estoy diciendo que exista una verdad absoluta, única e inamovible, sino que el diagnóstico que hace el decrecimiento en los niveles ecológico, climático y energético, se aproxima bastante a la verdad y, por dura sea, ésta debe darse a conocer de forma masiva. Lo que sucede es que vivimos tiempos en los que el lenguaje-chicle propio de la postmodernidad se ha infiltrado en todos los rincones de la sociedad, incluso en los movimientos feministas o anticapitalistas. No es casual que en vez de «solidaridad de clase» hablemos de «sororidad» o que en vez de «alienación» hablemos de «ecoansiedad». De ahí que ya no se hable de buscar la verdad sino de «disputarse el relato», pues al parecer la realidad se ha convertido en un cuento. Lo que debemos disputarnos no es el «relato» sino la imposición social de la verdad. Si incido en el asunto de la verdad es porque tal vez ésta sea el único agarradero que nos queda a los de abajo para afrontar los conflictos actuales y venideros, se produzcan estos en escenarios de colapso o no. Tampoco quiero que nos hagamos trampas al solitario. Sabemos que las posibilidades de un cambio radical son escasas. Sabemos que no podemos salir del capitalismo chasqueando los dedos. Lo sabemos de sobra. Vaya si lo sabemos. Pero la historia nos ha demostrado que a veces pequeños acontecimientos pueden desembocar en cambios a gran escala. Y tal vez la verdad, al ayudarnos a imaginar más fielmente los escenarios actuales y venideros, hagan prender la mecha del explosivo. Sólo por eso ya sería necesario imponer la verdad de lo que está pasando. Y aun aceptando que sea imposible acabar con el capitalismo de la noche a la mañana o que incluso la revolución no sea ya posible, no debemos renunciar a la verdad, es decir, no debemos cejar en el empeño de saber lo que está pasando en el planeta, a todos los niveles que sea posible; climático, social, ecológico y político. Es más, en un escenario catastrófico o ecofascista a los de abajo sólo nos quedaría la verdad y no olvidemos que es la verdad la que puede preparar y articular la verdadera autoorganización obrera, el apoyo mutuo, la autodefensa y la lucha autónoma. Pero también sabemos que hace falta una fuerza social capaz de imponer esa verdad, y esa fuerza no podemos forjarla únicamente los de abajo, al calor de los conflictos actuales, pues necesitaremos la ayuda de determinados especialistas, estudiosos e investigadores que trabajen en diversas áreas de la ciencia, e incluso que trabajen de determinados laboratorios, observatorios e institutos científicos estatales como el CSIC. Y aquí hay que reconocer que el decrecimiento ha aportado mucho. Sirvan de ejemplo los libros, artículos, conferencias o blogs de autores tutelares como Pedro Prieto, Jorge Riechmann o Antonio Turiel. Claro que hay más vías para imponer la verdad; unos la están tratando de imponer a través de humildes conversaciones con personas cercanas, otros a través de humildes medios de comunicación como blogs o cuentas de twitter, otros en charlas presenciales en asociaciones de vecinos o centros sociales okupados, otros echando tomate sobre obras de arte, otros cortando carreteras al tráfico y otros pasando a mayores, como hizo Ted Kazynski.
Sin embargo para Emilio Santiago la verdad es contraproducente. En el capítulo 6 de Contra el mito del colapso ecológico reconoce de alguna forma el desastre en marcha pero a su vez propone que no se diga la verdad7 pues ésta paralizaría a la gente. Lo dice claramente también en multitud de entrevistas en medios de comunicación de masas: «El ecologismo ha apostado siempre por el poder de la verdad, de la enunciación de la verdad como algo que va a tener efecto político y yo creo que esto es un error»8. En realidad lo que está tratando de decir es que la verdad paralizaría a la gente a la hora de votar, claro. La verdad, ciertamente, entorpece las estrategias de los partidos políticos que aspiran a formar parte del actual Gobierno para la Administración de la Colonia del Reino de España pero a quienes no confiamos en esta falsa democracia eso no debería importarnos. Ahora bien, que imponer esta verdad socialmente nos lleve inexorablemente a la paralización y al fatalismo está por ver. Puede que provoque el efecto contrario. Pero según Emilio Santiago no podemos tratar de analizar y dar a conocer a la población, siquiera de forma fundamentada, el mundo en el que vivimos, ni a qué nos lleva este alocado y suicida sistema productivo, ni el deterioro creciente de la biosfera. No podemos constatar lo que están constando –aunque con la boca pequeña- organizaciones internacionales como la Agencia Internacional de la Enería, cada vez más ministros de energía o las propias petroleras y gasistas en sus informes. Es una forma de mirar para otro lado ante el despeñadero en el que nos hallamos. Ese rechazo a imponer la verdad no sólo nos lleva a la resignación y la servidumbre sino que además nos lleva al infantilismo y al perpetuo tutelaje de la población por parte de las clases dominantes.
La conversión en mito de los análisis y las actividades divulgativas del decrecimiento
Otra de las cartas marcadas de las que echa mano Emilio Santiago en su gran truco de ilusionismo no es otra que la del concepto de mito. Sabemos por Roland Barthes que el pensamiento funciona en parte por mitificación. No podemos escapar del mito, por muy irracional que la realidad mítica nos parezca o por mucho que la modernidad nos haya educado para racionalizar al extremo el pensamiento. En este conflicto contra los poderes estatales y el capital debemos adentrarnos, queramos o no, en el terreno mítico pues si los de abajo no tomamos conciencia de los mitos que operan en nuestra subjetividad, las maquinarias de entretenimiento y de comunicación del capital aprovecharán ese punto débil para implementar ahí de mil maneras distintas sus propios mitos. En cierta forma ya lo están haciendo al seguir llevándonos por la senda del mito de progreso pero hemos de tener presente que hay otro mito que en la actualidad ha empezado a extenderse de forma preocupante: el mito de fin del mundo, que bien podría corresponderse con un colapso eco-social, o con un final de proporciones cósmicas. En uno de mis últimos artículos titulado «Contra los mitos sostenedores del capitalismo fosilista»9 analizo en profundidad este mito en relación con el mito del progreso y me llego a plantear incluso si realmente tal visión apocalíptica de los acontecimientos funciona hoy en día como mito. De hecho lo llego a calificar más bien de protomito. En cualquier caso no voy a entrar aquí en analizar esa cuestión pero sí señalar el hecho innegable de que se está extendiendo sobre todo en Occidente la idea irracional de un supuesto final de nuestra civilización, es decir, la sensación que todo se va a ir a pique. Al respecto, también es fundamental ser conscientes de que esa debacle final, abrupta e inminente del mundo aparece en nuestros imaginarios desvinculada de las verdaderas relaciones capitalistas que están destruyendo tanto los ecosistemas como la subjetividad humana, lo que dificulta aun más la tarea de ponerle cara al verdadero enemigo y así poder combatirlo.
¿Por qué traigo este mito aquí? Pues resulta que Emilio Santiago recoge hábilmente este protomito para, aprovechando la confusión existente en torno al término «colapso», ridiculizarlo y achacárselo al decrecentismo. Y para reforzar el carácter infantil y alarmista de ese mito opta por referirse a él como «mito del colapso», aprovechando que este término es ampliamente utilizado por muchos decrecentistas. En una entrevista reciente realizada a Emilio Santiago y publicada en El País a la vez que su libro, cuando Clemente Álvarez le pregunta las razones que le llevan a pensar que los discursos de los colapsólogos están equivocados, suelta: «El colapso es un mito, no se trata de ciencia, sino de ideología»10. Y en todo el libro sigue esa misma estrategia de reducir los discursos de los decrecentistas a la categoría de mito barato. En concreto toma el discurso decrecentista –en realidad el de cualquier científico o divulgador que esté aportando malas previsiones ecológicas o esbozando escenarios venideros catastróficos- y lo distorsiona hasta el punto de asemejarlo a ese difuso protomito del fin del mundo. Es la vieja falacia del hombre de paja. Recordemos que el gran truco de magia puesto en escena por Emilio Santiago seguía varios pasos. Si el primero consistía en meter a todos los autores decrecentistas en el mismo saco, agitarlo y convertirlos en una papilla heterogénea llamada «colapsismo», el segundo paso no es otro que el de convertir esa nueva sustancia en un mito, para desvirtuarla aún más.
Lo que deberíamos poner en un primer plano ahora es que son justamente las industrias del entretenimiento, de la comunicación y del entretenimiento de la burguesía los verdaderos responsables de esa percepción apocalíptica, sin duda desmovilizadora, y no los divulgadores y científicos contra los que Emilio Santiago ha estado arremetiendo. Sorprende, por tanto, que acuse de fomentar el surgimiento y fortalecimiento de ese mito del fin del mundo a aquellos que precisamente, desde el ámbito académico, divulgativo, digital y mediático, han intentado por todos los medios explicar de forma objetiva y fundamentada la situación actual, la escasez energética y la tragedia climática. Pero sin duda el peor de los golpes bajos que Emilio Santiago asesta contra todos ellos es convertir sus discursos, artículos y mensajes de advertencia en una mera parodia, en un mito infantil cuyo único cometido sería al parecer el de asustar a la gente. Dicho de otro modo, lo que hace Emilio Santiago es agarrar todo ese largo trabajo de análisis y divulgación en cuanto al diagnóstico de la situación actual y la elaboración de previsiones para los escenarios venideros, y convertirlo en una burda caricatura, en un remedo de mito similar a los mitos que fomentan Hollywood o Netflix. La estrategia, si la analizamos en su contexto concreto, es más perversa de lo que parece. Pero echar la culpa del mito del fin del mundo a los decrecentistas es como echar la culpa a Marx de la existencia del fetichismo de la mercancía por el simple hecho de denunciar las complejas leyes que subyacen en la producción de mercancías.
Al decrecimiento podría criticársele por muchos motivos pero no por ser los responsables de la aparición o de la expansión de ese mito. En ese sentido me gustaría hacer aquí un inciso para distinguir estas críticas oportunistas de Emilio Santiago al decrecentismo de esas otras que provienen del ámbito libertario o antidesarrollista. Estas críticas, a diferencia de las lanzadas por Emilio, son críticas constructivas, están bien argumentadas y apuntan en varias direcciones. La mayoría inciden en el hecho de que las estrategias del decrecentismo no pasan por asumir la lucha de clases, ni tienen como objetivo la abolición del Estado, ni optan por una oposición frontal a la lógica del capital sino que más bien consisten –resumiendo mucho- en forzar al Estado a que ponga en marcha determinadas legislaciones o que financie determinados proyectos relacionados con economías de proximidad, es decir, crear autonomía económica pero sin romper con las relaciones capitalistas ni con la lógica del valor, amparadas éstas por el Estado. Ante eso habría que recordar que existen autores y colectivos que, asumiendo igualmente el declive energético, la tragedia climática y la descomposición del capitalismo fosilista, optan por una estrategia clara de lucha contra el Estado, el capitalismo y el desarrollismo, y lo hacen además sin renunciar al pensamiento utópico. Pensamos en autores como Corsino Vela, con su obra Capitalismo terminal. Anotaciones a la sociedad implosiva, Miguel Amorós en conferencias y artículos como «¡Cuidado con el ecologismo de Estado!»11 o «Antidesarrollismo vs decrecimiento»12, José Ardillo con su libro Las ilusiones renovables, José Iglesias Fernández con La miseria del decrecimiento. De cómo salvar el planeta con el capitalismo dentro, Alfredo Apilánez con su reciente Los “vicios” del ecologismo. El abismo entre el diagnóstico y las soluciones o los análisis del Grupo surrealista de Madrid, en concreto los de Jesús García Rodríguez, Jöel Gayraud o José Manuel Rojo, incluidos en el último número de la revista Salamandra. Intervención surrealista, que dedicó toda una sección al asunto titulada «Crisis de civilización, colapso y utopía». Muchos de estos autores, al igual que Emilio Santiago, rehúsan a utilizar el término «colapso» en sus artículos y libros pero lo hacen por motivos bien distintos a los que éste aduce. Si Emilio Santiago tiende a restringir este término al concepto de Estado fallido, para aquellos este concepto remitiría más bien a un momento, a un cambio súbito y brusco, que a un proceso, y lo que estamos viviendo actualmente forma parte de un lento proceso de declive del capitalismo fosilista. Tiene su lógica. Claro que el hecho de no llamarlo colapso no le quita gravedad ni trascendencia al fenómeno. Si saco a relucir esta cuestión es para lamentar que muchos de los análisis, críticas y debates que se están abriendo paso desde el ámbito radical o libertario en torno al decrecentismo se vean eclipsados por ese otro debate entre decrecentistas y greennewdealistas, debate que cuenta con mucho más apoyo mediático y que no tiene mucho recorrido. También para dejar claro que mis críticas hacia el libro de Emilio Santiago provienen de ese otro terreno ideológico. Por tanto en ningún momento trato de representar al decrecentismo, ni ponerme de su lado aunque en parte lo defienda; creo que el decrecentismo acierta en el diagnóstico pero falla en las estrategias a adoptar. Y he de reconocer que quizá suceda lo mismo pero invertido en el ámbito libertario ya que muchos autores que acampan en esos círculos aciertan en las estrategias a adoptar por parte de los de abajo pero muchas veces se desentienden de cuestiones más técnicas relacionadas con la energía, y dan la espalda a la emergencia energética. Añadiré al respecto, y muy de pasada, que las iras de Emilio Santiago no sólo van dirigidas contra el decrecentismo –que parece ser su principal enemigo- pues éste dedica todo un capítulo de Contra el mito del colapso ecológico, el titulado «Los orígenes anarquistas del colapsismo», a arremeter contra el anarquismo y sus supuestas vinculaciones con ese engañoso mito del colapso ecológico. Y no deja de sorprenderme que desde el anarquismo nadie se haya pronunciado al respecto, o por lo menos a mí no me consta a día de hoy.
Ante una nueva caza de brujas anti-decrecentista
Pero volvamos al gran truco de ilusionismo que Emilio Santiago pone en escena para desprestigiar a los decrecentistas, que es el principal objeto de análisis de este artículo. Hemos llegado ya al último de los pasos de ese truco. Si el Green New Deal debe ser la única esperanza que le quede a la humanidad para evitar la destrucción, las injusticias y el ecofascismo, en esa sacrosanta transición ecológica, habría entonces que allanar el terreno y que acometer un metódico trabajo de destrucción de todo imaginario que no vaya encaminado en la dirección indicada por el Green New Deal. Entonces el saco de los colapsistas, con todos los imaginarios, mitos, esperanzas, deseos o cualquier conato de utopía que pudiera quedar ahí, debe ser vilipendiado, anudado y arrojado al vertedero de la historia. En su libro Emilio Santiago llega a acusar a todos estos autores de «confusión ideológica» y «negligencia política», señalando que sus imaginarios sólo pueden contribuir a la «autocastración del ecologismo transformador». En otras palabras, el papel de Emilio Santiago va más allá de erigirse como uno de los principales gestores del desastre ecológico: se arroga el papel de liquidar y desacreditar cualquier imaginario utópico situado al margen del ecologismo de Estado. Es por eso que de unos meses para acá se ha iniciado una campaña de desprestigio y difamación contra autores como Antonio Turiel, Manuel Casal Lodeiro o Jorge Riechmann.
Sin embargo, como bien saben los magos, cuando realizan un truco de magia no deben mirar hacia sus manos. Eso delataría a sus espectadores de que está haciendo algo que no quiere que éstos vean. Lo que hace Emilio es tratar de no mirar sus manos, que se aferran sin que nos demos cuenta al viejo desarrollismo. Pero he aquí que a veces se las mira y nos percatamos de truco. Pondré un solo ejemplo. En una de sus entrevistas nos dice lleno de ardiente tecnoptimismo, claramente y sin medias tintas: «las renovables tienen un impacto global netamente positivo y es que nos están dando la respuesta a la amenaza climática […] Hay que poner solución a estos problemas, pero en ningún caso detener el desarrollo de aquella tecnología que nos puede ofrecer un horizonte de descarbonización viable. Hay que intentar por todos los medios compatibilizar estas cosas, y siempre tener en cuenta que disponemos de unas pocas décadas para evitar una subida de temperatura que va a ser catastrófica»13. A pocos se les escapa que Emilio Santiago esté recurriendo de forma sibilina al mito del progreso, pues bien sabemos que su discurso sobre el «crecimiento verde», su defensa a ultranza del Green New Deal, se sostiene en unas energías llamadas renovables que son subsidiarias del petróleo, dependen de la industria pesada y de la alta tecnología. En su libro Contra el mito del colapso ecológico se mira muchas más veces las manos, pero otros autores como Jorge Riechmann, Adrián Almazán o Federico Aguilera Klink, más capacitados que yo, ya han desvelado públicamente uno por uno sus trucos de magia mejor guardados.
Termino lamentándome de que Emilio Santiago haya dedicado tanto talento y tanta energía en escribir un libro que se centra principalmente en el mito del colapso ecológico cuando hay otros mitos que, en esta lenta descomposición del capitalismo y de llamado Estado del bienestar, se van abriendo camino a pasos agigantados. Y no me refiero al mito de progreso, que tal vez esté ya periclitando, sino al mito de la Gran Sustitución, mito que asegura que los inmigrantes son los responsables de estar destruyendo nuestras sociedades europeas, cuando es el propio capitalismo y sus dinámicas los que llevan décadas haciéndolo. Mientras escribo este texto me entero de que la infame colecta a favor del policía francés que el pasado 27 de junio mató al joven Nahel en un suburbio parisino ha llegado ya al millón de euros. Que tantas personas de clase media y baja se pongan del lado de los maderos es algo muy preocupante. Y más teniendo en cuenta que una población explotada, excluida, presa del miedo y la incertidumbre es más propensa a abrazar mitos reaccionarios como el de la Gran Sustitución.
Para crear autogestión, para fortalecernos en las luchas actuales, el nuevo proletariado y los nuevos excluidos debemos ser capaces de erigir nuestros propios mitos, mitos esperanzadores y movilizadores. Ante esa nueva reestructuración verde del mito del progreso del Green New Deal y ante el mito de la Gran Sustitución de la extrema derecha debemos oponer otros mitos como por ejemplo el mito de la Gran Asamblea, mito propuesto por Jorge Riechmann según el cual todos los seres y entornos de un mismo ecosistema participarían en las decisiones que afecten a su propio funcionamiento, o el mito de la Gran Tarde, que tanto alentó durante el siglo XIX a socialistas utópicos y románticos revolucionarios. Si no podemos acabar con el Estado y el capital de la noche a la mañana eso no ha de impedir que al menos emerjan en nuestros corazones esos y otros mitos esperanzadores, grandes tardes que iluminen e impulsen las luchas actuales y las luchas que vienen. Esos son precisamente los imaginarios y las utopías que el Green New Deal y sus apologetas quieren arrebatarnos. Más allá de erigirse como los únicos gestores del desastre ecológico, que también, lo que pretenden es eso: desmovilizar a la población proletarizada y excluida para que deleguen pasivamente en el Estado y sus expertos. A eso contribuyen los torpes trucos de ilusionismo de Emilio Santiago.
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