No paro de escuchar, entre el vulgo, que hay que enterrar el pasado. Nunca mejor dicho, ya que continúan multitud de asesinados por el franquismo bajo las cunetas y sin una reparación histórica decente. No puede entenderse la historia de este inefable país, ni su presente, sin condenar tajantemente el golpe fascista del 36, entendiendo la guerra que desencadenó como fundamentalmente entre clases, y la posterior dictadura criminal de cuatro décadas. Tras la muerte del dictador, en la cama, se nos ha estado insistiendo en un cuento edulcorado sobre la posterior transición a esto que denominan democracia. Urge, por supuesto, la deconstrucción de ese relato según el cual unos prohombres, de izquierdas y de derechas, decidieron otorgar la «libertad» al pueblo español sin que este hiciera mucho por merecerla. En primer lugar, uno de los factores que se suelen pasar por alto es la profunda depresión económica provocada por la inutilidad de los últimos gobiernos del franquismo, en un contexto de crisis internacional por el alza de los precios del petróleo, en un clima de lucha obrera ante la perspectiva de un posible cambio político. No puede entenderse el proceso sin ese factor de combatividad de los trabajadores, por lo que el franquismo necesitaba anularlo para salvar todo lo posible sus privilegios, producirse cierto maquillaje político y que hubiera una continuidad económica.
Uno de los indudables protagonistas de la versión rosa de la Transición es el coronado Juan Carlos I, hoy evidenciado como un vulgar sinvergüenza, que en 1969 había jurado lealtad al dictador y a los principios del movimiento. Puede decirse que uno de los golpes de suerte para el Borbón, que pasaría como uno de los artífices de la reforma «democrática», sería el asesinato del continuista Carrero Blanco; se dice que otro factor sería la muerte del propio Franco, que se produjo pocos días antes de una más que posible permanencia institucional del franquismo puro y duro según las propias leyes del régimen. No obstante, también hay abundante literatura que demuestra que la necesidad del cambio estaba presente hasta entre los más reaccionarios dentro del franquismo. Muerto el dictador, se formó un nuevo gobierno con un puzle monstruoso formado por reformistas conservadores, algunos cercanos al rey y franquistas de avanzada edad y dureza. El propio Fraga, que forma parte de aquel ejecutivo, tenía un proyecto de reforma que dejaba intactas las vías participativas del franquismo: familia, sindicato y municipio. Como es sabido, la propia legalidad franquista, a pesar de la ilusión rupturista de algunas fuerzas de izquierda, sirvió para aprobar una ley de reforma política en la que se impuso la visión de Adolfo Suárez. Este, tuvo que sacarse de la manga un partido, Unión de Centro Democrático, para convocar unas elecciones a su medida y ganarlas para convertirse en presidente del Gobierno.
Se dice que, en esas elecciones, el inicuo Felipe González, futuro presidente de diversos ejecutivos, permitió que el Partido Comunista continuara en la ilegalidad. La ley electoral que salió adelante, que favorecía a las regiones menos pobladas y más conservadoras del Reino, fue mantenida posteriormente por el PSOE, protagonista de varios gobiernos supuestamente progresitas que llevaron a cabo las políticas más duras de reconversión industrial, al que convenía mantener el bipartidismo. El siguiente paso, tras los primeros comicios, sería la legalización del PCE, que el maquiavélico Carrillo permitió gracias a bajarse los pantalones aceptando la bandera rojigualda, la monarquía y la unidad de este inefable país llamado España. Hay quien sostiene que los Estados Unidos estaban detrás de toda esta reforma, para anular cualquier prurito verdadaremente transformador y homologar España con el resto de democracias occidentales, y es cierto que Kissinger era muy amigo de Suárez. A este, le convenía meter a los comunistas en el juego democrático, para contener a gran parte del movimiento obrero, teniendo en cuenta la delicada situación económica y la conflictividad social. Hay que insistir en que todos los acuerdos de la Transición, mejor llamada transacción, fueron entre dirigentes de los diversos partidos y tuvieron el colofón en los llamados Pactos de la Moncloa, que suponía la contención salarial y la anulación de lo más combativo entre la clase trabajadora. Si, finalmente, los sindicatos que se convertirían en oficiales dentro del Estado, la UGT y CC.OO., aceptaron entrar en los acuerdos, la CNT y los anarquistas nunca pasaron por el aro; para anular el incipiente auge libertario fue necesario tirar de infitraciones y criminalizaciones diversas a las que se unieron las propias disputas internas. El resto, como se dice, es historia y seguiremos esforzándonos en recordarla.
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