La pandemia ha mostrado la debilidad de esa izquierda grogui que copa las estructuras de representación y la esfera pública en esta provincia europea periférica. Han aflorado tanto su arraigada fe en el Estado —embridado por una gran burguesía que nunca soltará el dogal— como su profundo conservadurismo en tiempos de mudanzas históricas. La coyuntura actual, con el mayor recorte de derechos civiles y laborales de los últimos cuarenta años, ha sido insuficiente para que se sacudiera la modorra. Ha sido incapaz de defender una propuesta alternativa a la defensa derrotista del modelo socioliberal realmente existente, y a las acometidas de las ubicuas guerras culturales derechistas.
En paralelo, y de acuerdo con las leyes del materialismo histórico, el neoliberalismo anuncia a bombo y platillo que se dispone a dar un salto cualitativo en su extractivismo depredador, con el punto de mira puesto en nuestras montañas, valles y llanuras. Se avecina una renovada metropolización del devastado entorno rural, con molinos de viento y plantaciones solares gigantescas en la Euskal Herria vaciada, renovación de las concesiones hidroeléctricas al oligopolio energético, macrogranjas, represas y canales descomunales, trenes de alta velocidad, y tarifas de la luz por las nubes. Bienvenidas al capitalismo verde, el Green New Sacking ya está aquí, un asalto sin precedentes a nuestros comunes.
En este contexto, los centros sociales y gaztetxes se antojan cruciales. Porque además de ser lugares de experimentación colectiva y prácticas contraculturales, nadie niega con más lucidez el poder omnímodo del Estado neoliberal y la legitimidad de su ley y orden. Subvierten los códigos patriarcales, esquivan la alienación, producen cultura libre, activan circuitos de economía cooperativa, e impulsan dispositivos de intervención social. En ellos se respira la genuina generosidad de los insumisos al suicidio cotidiano de la resignación. Son la casilla de salida de los sujetos impuros que no tienen miedo a aventurarse en lo desconocido. Espacios necesarios, no como un fin en sí mismo, sino como punto de partida de cualquier política transformadora: la piedra de toque de la revuelta.
A su derecha está la izquierda zombi, responsable y acomodaticia, contemporizadora y burócrata, indiferente ante los desalojos, que ya torció el gesto con las revueltas de los inmigrantes de las banlieues, los bloqueos de las rotondas de los chalecos amarillos, o las ocupaciones de las plazas de las indignadas. El coronavirus solo ha reflejado su estado de muerte cerebral política. Mientras, los gaztetxes y centros sociales —de Kukutza a la Rotxapea—, tienen pendiente renovar el modelo y no pocos problemas, pero no han perdido ni un ápice de aroma a libertad. Hay que apoyarlos activamente, tienen que sentir nuestra solidaridad.
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