Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, junio 18

El trabajo no puede ser redefinido


Después de siglos de adiestramiento, el hombre moderno ya no se puede imaginar, sin más, una vida más allá del trabajo. En tanto que principio imperial, el trabajo domina no sólo la esfera de la economía en sentido estricto, sino que también impregna toda la existencia social hasta los poros de la cotidianidad y la vida privada. El «tiempo libre», ya en su sentido literal un concepto carcelario, hace mucho que sirve para la «puesta a punto» de mercancías a fin de velar por el recambio necesario.

Pero incluso más allá del deber interiorizado del consumo de mercancías como fin absoluto, las sombras del trabajo se alzan también fuera de la oficina y la fábrica sobre el individuo moderno. Tan pronto como se levanta del sillón ante la televisión y se vuelve activo, todo hacer se transforma inmediatamente en un hacer análogo al trabajo. Los que hacen footing sustituyen el reloj de control por el cronómetro, en los relucientes gimnasios la calandria experimenta su renacimiento postmoderno, y los veraneantes se chupan un montón de kilómetros en sus coches como si tuviesen que alcanzar el kilometraje anual de un conductor de camiones de largas distancias. Incluso echar un polvo se ajusta a las normativas DIN de la sexología y a criterios de competencia de las fanfarronadas de las tertulias televisivas.

Si el rey Midas vivió como una maldición que todo lo que tocaba se convirtiese en oro, su compañero de fatigas moderno acaba de sobrepasar ya esa etapa. El hombre del trabajo ya no se da cuenta ni de que al asimilar todo al patrón trabajo, todo hacer pierde su calidad sensual particular y se vuelve indiferente. Al contrario: sólo por medio de esta asimilación a la indiferencia del mundo de las mercancías le puede proporcionar sentido, justificación y significado social a una actividad. Con un sentimiento como el de la pena, por ejemplo, el sujeto del trabajo no es capaz de hacer nada; la transformación de la pena en «trabajo de la pena» hace, no obstante, de ese cuerpo emocional extraño una dimensión conocida sobre la que uno puede intercambiar impresiones con sus semejantes. Hasta el sueño se convierte en el «trabajo onírico», la discusión con alguien amado, en «trabajo de pareja», y el trato con niños, en «trabajo educativo». Siempre que el hombre moderno quiere insistir en la seriedad de su quehacer ya tiene presta la palabra «trabajo» en los labios.

El imperialismo del trabajo, en consecuencia, también se deja sentir en el uso común del lenguaje. No sólo estamos acostumbrados a usar inflacionariamente la palabra «trabajo», sino también a dos ámbitos de significado muy diferentes. Hace tiempo que «trabajo» ya no se refiere solamente (como correspondería) a la forma de actividad capitalista del molino-fin absoluto, sino que este concepto se ha convertido en sinónimo de todo esfuerzo dirigido a un fin y ha borrado así sus huellas.

Esta imprecisión conceptual prepara el terreno para una crítica de la sociedad del trabajo tan poco clara como habitual, que opera exactamente al revés, o sea, a partir de una interpretación positiva del imperialismo del trabajo. A la sociedad del trabajo se le reprocha, justamente, que aún no domine la vida lo suficiente con su forma de actividad porque, al parecer, hace un uso «demasiado estrecho» del concepto de trabajo, al excomulgar moralistamente del mismo el «trabajo propio» o la «autoayuda no remunerada» (trabajo doméstico, ayuda comunitaria, etc.), y considerar trabajo «verdadero» sólo el trabajo retribuido según criterios de mercado. Una valoración nueva y una ampliación del concepto de trabajo debería acabar con esta fijación unilateral y con las jerarquizaciones que se siguen de ésta.

Este planteamiento, por lo tanto, no se propone la emancipación de las imposiciones dominantes, sino exclusivamente una reparación semántica. La enorme crisis de la sociedad del trabajo se ha de superar, consiguiendo que la conciencia social eleve «verdaderamente» a la aristocracia del trabajo, junto con la esfera de producción capitalista, a las formas de actividad hasta ahora inferiores. Pero la inferioridad de tales actividades no es meramente el resultado de un determinado punto de vista ideológico, sino que es consustancial a la estructura fundamental del sistema de producción de mercancías y no se supera con simpáticas redefiniciones morales.

En una sociedad dominada por la producción de mercancías como fin absoluto, sólo se puede considerar riqueza verdadera lo que se puede representar en forma monetarizada. El concepto de trabajo así determinado se refleja imperialmente en todas las demás esferas, pero sólo negativamente, al hacerlas distinguibles en tanto que dependientes de él. Las esferas ajenas a la producción de mercancías se quedan, por lo tanto, necesariamente en la sombra de la esfera capitalista de producción, porque no entran en la lógica abstracta de ahorro de tiempo propia de la economía de empresa; a pesar de que y justamente porque son tan necesarias para la vida como el campo de actividades separado, definido como «femenino», de la economía privada, de la dedicación personal, etc.

Una ampliación moral del concepto de trabajo, en vez de su crítica radical, no sólo encubre el imperialismo social real de la economía de producción de mercancías, sino que además se encuadra excelentemente en las estrategias autoritarias de administración estatal de la crisis. La exigencia, elevada desde los años setenta, de «reconocer» socialmente como trabajo plenamente válido también las «tareas domésticas» y las actividades en el «sector terciario», especulaba en un principio con aportaciones estatales en forma de transferencias financieras. No obstante, el Estado en crisis le da la vuelta a la tortilla y moviliza el ímpetu moral de esta exigencia, en el sentido del temido «principio de subsidiaridad», en contra de sus esperanzas materiales.

El canto de loa del «voluntariado» y del «trabajo comunitario» no trata del permiso para hurgar en las arcas estatales, de por sí bastante vacías, sino que se usa como coartada para la retirada social del Estado, para los programas en curso de trabajo forzoso y para el mezquino intento de hacer recaer el peso de la crisis sobre las mujeres. Las instituciones sociales oficiales abandonan sus obligaciones sociales con el llamamiento, tan amistoso como gratuito, dirigido a «todos nosotros» para combatir, en el futuro, la miseria propia y ajena con la iniciativa privada propia y para no volver a hacer reclamaciones materiales. De este modo, una acrobacia de definiciones con el concepto de trabajo aún santificado, mal entendida como programa de emancipación, abre todas las puertas al intento del Estado de llevar a cabo la abolición del trabajo asalariado como supresión del salario, manteniendo el trabajo, en la tierra quemada de la economía de mercado. Así se demuestra involuntariamente que la emancipación social hoy en día no puede tener como contenido la revalorización del trabajo, sino sólo su desvalorización consciente.


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