Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

viernes, abril 1

I, desgraciadamente, el dolor crece


En el último número de Cul de Sac, El campo y la ciudad, ¿dos mundos enfrentados?, publicamos una carta de nuestro amigo y colaborador Javier Rodríguez Hidalgo, residente en Francia. El texto (cuyo título: I, desgraciadamente, el dolor crece, hace alusión a un poema de César Vallejo), es una invitación a reflexionar sobre la hipocresía occidental en relación a los atentados de París del pasado mes de noviembre, así como al lugar de la sensibilidad en los tiempos de instantaneidad informativa y técnica.
Tras los últimos acontecimientos en Bélgica, consideramos más necesario que nunca recapacitar sobre esta cuestión. A continuación ofrecemos íntegro el texto, que también puedes descargar aquí..

I, desgraciadamente, el dolor crece


Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos hace falta es el coraje para darnos cuenta de lo que sabemos y sacar conclusiones
Sven Lindqvist (Exterminad a todos los salvajes)


He empezado a escribir estas líneas tres días después de los atentados del 13 de noviembre en París. Lo hago en parte para explicar algo de lo que está ocurriendo en Francia desde entonces a posibles lectores que no conozcan bien el contexto preciso de los acontecimientos, pero también para hacer un ejercicio de catarsis que prefiero explicar al final de mi escrito. Evitaré en lo posible las cuestiones más técnicas sobre lo sucedido, pues toda información que pueda anotar en estas líneas se quedará obsoleta mucho antes de que vean la luz.

Lo que se sabe de los atentados es que han dejado al menos 130 muertos y que sus autores materiales han sido en su mayoría franceses o belgas. Poco importa que la sala Bataclan fuera de verdad seleccionada como objetivo por ser considerada un templo del vicio occidental (no menor que Dubai), una empresa «sionista» o simplemente una acumulación de personas desarmadas. Lo innegable es que más de un centenar de individuos indefensos fueron ametrallados y rematados en una acción que exige tanta preparación como sangre fría. La interpretación más plausible, y que sin duda no variará mucho en las semanas venideras, es que se trata de una acción contra Francia por su implicación en los bombardeos contra el Estado Islámico en territorio sirio, pero también por haberse convertido en emblema de un pulso entre el Estado laico y un islam particularmente militante. Como esto último no es tan bien conocido fuera de Francia, conviene explicar lo esencial de este enfrentamiento. 

La República francesa lleva más de dos siglos de combate con los cultos religiosos que le disputan el monopolio de la gestión social. Por mucho que nos choque a quienes nos hemos formado en la nacionalcatólica España, el Estado francés ha obligado a los credos cristianos a ocupar un espacio muy reducido en la vida pública. Este conflicto, que empezó ya durante la Francia revolucionaria, se resolvería en la III República que surgió después de la derrota frente a Prusia y del aplastamiento a sangre y fuego de la Comuna de París, es decir, en el periodo que va de 1871 hasta la debacle de la Segunda Guerra Mundial. Pese a su resistencia, la Iglesia católica salió derrotada y tuvo que contentarse con un peso público muy reducido si se compara con el que posee en España, Italia o Irlanda. Pese a ello, todavía en 1967 la jerarquía eclesiástica era capaz de pataleos como la censura de la versión cinematográfica de La religiosa de Diderot (autor que había sido encarcelado en 1749 por sostener posiciones materialistas —es decir, impías— en su Carta a los ciegos).

Con todo, la Francia de los años ochenta y noventa parecía cómodamente instalada en un laicismo generalizado, como parece probar la extensión del derecho al aborto o la escasa visibilidad de símbolos religiosos. Sin embargo la expansión mundial de un islam renovado en las últimas décadas iba a cambiar las cosas rápidamente. La manifestación más conocida de la nueva disputa entre la República y una religión, en este caso la musulmana, sería la famosa «ley del velo», que suscitaría una crispación desconocida en otros países vecinos que también cuentan con comunidades islámicas importantes. El autoritarismo con que se impuso esta medida atizó un sentimiento de identidad amenazada por el Estado en las comunidades a que se dirigía la medida, sobre todo en los guetos que subsisten en Francia desde los tiempos de la guerra de Argelia. La aplicación de la ley, que supuestamente se opone a la exhibición de todo tipo de símbolo religioso, se ha ensañado mucho más con el velo musulmán que, por ejemplo, con los crucifijos cristianos, que bastantes alumnos pueden llevar al cuello sin problemas.

Por esta y otras razones se ha reforzado una cierta identidad de quienes viven en ese producto tan francés que son las banlieues (suburbios) construidas en los años sesenta y setenta, las más conocidos de los cuales se encuentran en el departamento de Seine-Saint-Denis, en la periferia de París (donde explotaron algunos suicidas junto al Estadio de Francia, pero también donde se desencadenó la revuelta de 2005). Esta identidad se compone en gran medida de un sentimiento más que justificado de marginación social y étnica, pero también de una forma novedosa de religiosidad que ahora mismo causa furor entre la chavalería de las banlieues. Algunos de sus atributos comunes son el rechazo de lo que se considera representativo de Francia (y muy especialmente de una policía bastante más brutal con los pobladores de los guetos que con otros ciudadanos) y la reivindicación de un origen que no es francés, y que suele ser norteafricano. En efecto, para cualquiera que no sea Pablo Iglesias[1] puede resultar aterrador que se siga adjudicando informalmente la nacionalidad de una persona en razón del lugar en que nacieron sus padres o incluso sus abuelos; sin embargo es un hecho que en Francia a veces se habla de «inmigrantes de segunda (o incluso tercera) generación», o de franceses «de origen» argelino o marroquí, como pasó cuando se produjeron los disturbios del otoño de 2005. La pervivencia de estos guetos, horrores urbanísticos concebidos como moradas transitorias y finalmente convertidos en viviendas permanentes para una parte importante de la población francesa contemporánea, permite entender parcialmente la capacidad de captación del nuevo islam guerrero. Incluso una ciudad pequeña como Blois, de 10.000 habitantes, tiene su pequeño distrito deprimido en que arden coches de vez en cuando.

Pero esto es sólo una parte de la explicación. Contrariamente a lo que creía Marx, el delirio religioso sabe bucear muy bien en las aguas más frías y salir a la superficie mucho tiempo después con una forma restaurada. Quizá lo más visible al principio fueron los diferentes cultos y sectas marginales, pero ahora es innegable que los peores aspectos de las religiones tradicionales, incluidos los ritos más supersticiosos, han vuelto con fuerza.

La inquietud que inevitablemente tenía que suceder al avance de esta forma de integrismo religioso fue aprovechada en los años noventa por la hez de cierta intelligentsia parisina —los residuos de los «nuevos filósofos» setenteros (ya se sabe: ni nuevos ni filósofos), con Bernard-Henry Lévi y André Glucksmann a la cabeza— que se pusieron a teorizar (por decir algo) sobre un supuesto islamofascismo, haciendo todo lo posible por no comprender el nuevo fenómeno. 

El antiislamismo militante de este periodismo con ínfulas filosóficas llevaría a estos escribidores a, entre otras hazañas, justificar contra viento y marea el régimen de los generales golpistas en Argelia, principales culpables del baño de sangre que sufrió el país hace sólo dos décadas.

En el lado opuesto del espectro ideológico, cuando un comando integrista masacró a los redactores de Charlie Hebdo por haberse burlado del profeta, no faltaron las interpretaciones izquierdosas de rigor que, desde una posición laica, distinguían perfectamente entre un islam de los pobres y un cristianismo de los ricos. Este análisis no soporta dos bofetadas. Del mismo modo que hoy día sigue habiendo en Francia católicos de clase baja[2], no todos los musulmanes viven en guetos, sino que ocupan puestos de responsabilidad en todas las instituciones, incluyendo el ejército o la gendarmería. Es más, algunas de las mezquitas que sirven de caja de resonancia a los islamistas más radicales cuentan con ayudas económicas generosas de las monarquías del petróleo, ya sea Arabia Saudí o el resto de satrapías que subvencionan a las diversas bandas de fútbol, como nos lo recuerdan las camisetas que vemos a diario por la calle. Pero lo más grave es que aunque fuera cierto que el islam es la religión de los pobres, sería disparatado dispensarla por eso de toda crítica. Podríamos imaginarnos al pobre Diderot teniendo que morderse la lengua para callarse sus mejores sarcasmos a fin de no ultrajar la sensibilidad de esos franceses coetáneos suyos que comulgaban a diario o que adoraban estampitas de la virgen con la mejor fe del mundo. Charlie Hebdo no fue víctima de su desprecio hacia el islam, sino de un grupo de fanáticos[3]. (Me deja perplejo, por lo demás, ver a tanto posmoderno indignarse por las críticas del islam vertidas en Charlie Hebdo cuando se conoce el régimen a que somete esta religión a muchas mujeres empaquetadas en velo integral, no siempre por voluntad propia).

Volviendo a los atentados del 13 de noviembre, es fuerza ponerlos en su contexto para medir su gravedad. Para empezar, si bien es verdad que constituyen el acto más sangriento de violencia política en territorio francés desde 1945, no hay que olvidar que hasta hace unos días ese récord lo ostentaba el propio Estado francés: la policía comandada por el excolaboracionista Maurice Papon mató la noche del 16 de octubre de 1961 a aproximadamente un centenar de manifestantes argelinos que desafiaron en París el toque de queda impuesto a los norteafricanos en los momentos finales de la guerra de Argelia. Es sintomático de la disolución de este crimen en la memoria francesa el hecho de que se recuerde mejor la «masacre de Charonne» (nueve muertos en una manifestación prohibida el 6 de febrero de 1962 para denunciar la matanza de octubre) que los hechos que desencadenaron esta protesta[4].

Si digo esto no es para reducir la importancia de los hechos, evidentemente. Es triste tener que recordarlo, pero resulta obligado en estos tiempos en que se compite por ostentar el monopolio del sufrimiento. Se nos dice que todos somos París, pero nadie fue Ankara cuando tan sólo un mes antes dos bombas mataron a más de cien personas que participaban en una manifestación que exigía «trabajo, paz y democracia» y en denuncia de la política bélica del Estado turco (aliado del Estado Islámico en su lucha contra la guerrilla kurda). Y, en el lado contrario, los regímenes gobernados por la famosa sharia (Qatar, Arabia Saudí, Emiratos Árabes) no suscitan demasiada reprobación si al mismo tiempo nos atiborran de petróleo; es más, a veces son destinos turísticos apetecibles que organizan mundiales de fútbol o saraos nocturnos en las capitales globales de moda, por no hablar del agasajo que merecen sus petrolíferas majestades por parte de la Casa Real española cuando se prodigan en Marbella. (Mientras escribo estas líneas, un poeta palestino, Ashraf Fayad, acaba de ser condenado a muerte en Arabia Saudí por «renegar de toda religión», incluida la que inspira el código penal saudí; y en el Kurdistán turco un abogado ha sido asesinado probablemente a instancias de los servicios secretos de Erdogan, otro nuevo demócrata aliado de los europeos de bien).

El impacto social de los atentados parisinos es inseparable de esta época nuestra en que casi nada se interpreta políticamente sino que debe ser asimilado de la forma más emocional posible. Esta «emotivización» (a falta de una palabra mejor) de la política es inevitable para la prensa en la era del consumo on-line, que a falta de información concreta prefiere entretener a sus consumidores con historias «de interés humano». Pero el acento que se pone en lo sentimental nos incapacita para comprender realmente lo sucedido. Por ejemplo, los espectadores de las bárbaras imágenes difundidas por los medios españoles de la masacre de los trenes de Madrid en 2004 no estaban mejor informados que quienes sólo conocían la cifra de víctimas mortales; de hecho, estaban sin duda mucho peor situados para resistir a la manipulación emocional del régimen aznarista. Por lo demás, la familiaridad que evoca París en estos tiempos de guerra y turismo globales ha contribuido a la identificación de muchos telespectadores con las desgraciadas víctimas del atentado. Que lo que casi todo el mundo conoce o crea conocer se parezca más a Midnight in Paris que a La Défaite importa poco; el vínculo afectivo planetario («Ah, París») ya está creado. 

Además, la mayoría de las víctimas son de esa clase media a que pertenecemos o nos gustaría pertenecer: blancos, consumidores de cultura… El periódico Libération del 16 de noviembre hablaba de una «generación Bataclan» (por el nombre de la sala de conciertos asaltada) para describir el perfil común de la mayor parte de las víctimas: «los terroristas han apuntado al modo de vida hedonista y urbano de una generación ya marcada por Charlie. […] la población a que apuntaban los terroristas del Estado Islámico era claramente ese biotopo de jóvenes urbanos cool» que se divierten «en una zona a la vez burguesa, progresista y cosmopolita, por cierto en proceso de hipsterización avanzada». Lo que ha sacudido nuestras conciencias es que todos podíamos ser ellos, pues somos muchos los que llevamos vidas parecidas; y casi todo el mundo aspira a acceder a ese mismo «modelo».

Por desgracia, la muerte violenta ha sido casi siempre una posibilidad muy real y nada descabellada en muchos tiempos y lugares; en algunos momentos concretos, esta posibilidad ha sido aterradoramente banal. En Chechenia, por ejemplo, la invasión rusa produjo en pleno «patio trasero de Europa» y durante unos pocos años decenas de miles de muertos (en un país de poco más de un millón de habitantes), y no obstante nadie nos ha pedido nunca que fuéramos Grozni. No se trata de moralizar como alguno de los profetas del desastre que proliferan en las cloacas de internet. Las consecuencias de los atentados se dejan sentir ya: las manifestaciones que estaban previstas para denunciar la farsa descomunal de la «cumbre por el clima» COP21 los días 29 de noviembre y 12 de diciembre han sido vetadas sin contrapartidas, lo que ya ha producido más de 341 arrestos en las calles de París (a día 30 de noviembre). Las medidas que se discuten estos días en la Asamblea Nacional apelan explícitamente a un «recorte de las libertades» en aras de la seguridad (aunque en la España de las manos blancas podemos imaginar que las mismas medidas se llamarían de «multiplicación de las libertades y expansión de la felicidad» o algo así), lo que ya ha supuesto detenciones y registros que iban mucho más allá de la lucha contra el Estado Islámico. Hollande asegura además que «Francia está en guerra». Pero, aun sin declararla, Francia ya estaba en guerra antes. No en una guerra tradicional, con sus frentes y sus combates cotidianos, sino en el tipo de conflictos que conoce nuestra época: «misiones de paz», «bombardeos quirúrgicos» (Siria) u «operaciones policiales» (República Centroafricana). Pero estos nunca han dejado de parecernos irreales o insignificantes, si el asedio mediático no nos los recordaba a diario. Sólo existían para quienes los padecían de primera mano y para los militares destinados a esos lugares exóticos.
Obviamente, el Frente Nacional está cosechando desde hace tiempo la derechización de la sociedad francesa. Ya no es sólo el partido de esa clase media aterrorizada que se entierra en sus viviendas unifamiliares ante el pánico a los bárbaros de las banlieues. Desde hace tiempo el FN acoge el voto amargado de zonas enteras de la ex«Francia roja» o de regiones en que la presencia de inmigrantes es muy reducida.

Con todo, lo más llamativo me parece el eco de los atentados en el resto del planeta. No recuerdo que se viviera nada parecido cuando explotaron las bombas del metro de Londres en junio de 2005. Con ser muy grave, tanta brutalidad no explica la angustia que ha desencadenado. Previamente era necesario que nuestra generación, esa «generación Bataclan» que empieza a ocupar puestos de poder y responsabilidad elevados, no supiera muy bien qué hacer con las antiguas libertades que se habían conquistado en el pasado a un precio a veces altísimo (o que ni siquiera se disfrutan aún, como ocurre en España, donde la tortura o el cierre de medios de comunicación no han dejado de existir desde 1936). Nada hay más elocuente acerca de nuestra fragilidad que el modo tan visceral con que se ha acogido la noticia de la matanza. Ante cada nuevo estampido en la vida supuestamente plácida de nuestras sociedades se insiste en que estamos en una época de «fin de las ilusiones» pero no dejarán de aparecer otras, menos consistentes aunque con mayor pixelado, para remplazar a las anteriores.

Y sin embargo es necesario sentir dolor por los muertos. Lo que me ha sorprendido en esta ocasión es lo poco que me ha acongojado lo sucedido. Se ha cometido un crimen muy grave y lo normal, lo humano, sería conmoverse. La insensibilización que nos aqueja a algunos puede ser tan embrutecedora como el sometimiento a los toques de corneta con que se nos llama a solidarizarnos con según qué víctimas. Es indudable que este endurecimiento, tan pernicioso como cualquier otra pérdida de sensibilidad, es una consecuencia de décadas de propaganda bélica española que nos imponía incluso los términos precisos con que debíamos describir nuestra desazón ante ciertos actos de violencia. Durante los años de aquella retórica mostrenca que nos hablaba de unidad de los demócratas frente al terror, de un nuevo salto en la barbarie, de escalada terrorista, de no ceder al chantaje de los violentos o de la lucha contra el totalitarismo, se nos ha llamado a veces incluso a movilizarnos por «víctimas» que distaban mucho de serlo; y a menudo en compañía de torturadores y de basura franquista, que se han permitido impartir cátedra sobre derechos humanos y democracia. Para mí, no haber hecho mío el dolor por lo que ha pasado en París no es un síntoma de lucidez sino de embotamiento causado por la inoculación de este veneno.

Y ahora, ¿qué hacer después, en unas condiciones tan duras? El escritor Erri de Luca, que merece las simpatías de quienes se han opuesto a los proyectos del Tren de Alta Velocidad en cualquier parte del mundo por su defensa de la legitimidad de estas luchas, ha dicho lo siguiente en una entrevista en Libération: «Hace falta una movilización general de la vida civil, del pueblo francés. Cada individuo tiene que hacerse cargo de la cuestión de la seguridad sin delegarla en el Estado. Delegarla en el Estado significa reducir las libertades propias. Por el contrario, todo el mundo debe responsabilizarse de lo que pasa a su lado, de su vecino. Hay que lanzar la alarma al nivel cero de la sociedad, en un movimiento popular y de fraternidad. Acepar sólo la respuesta que viene de arriba, con una multiplicación de gendarmes en la calle, no es eficaz». Pero esto no es más que un deseo piadoso. Si De Luca no está llamando a la delación (y esperemos que no sea el caso, porque el resto de la entrevista hace pensar lo contrario[5]), no sé qué podría hacer nadie que descubra unos planes para realizar un atentado como los de París. Por desgracia, en conflictos que se dirimen a este nivel el margen de acción para los individuos desposeídos —eso que algunos llaman ciudadanos— es exiguo, y esto es un eufemismo. Por de pronto, lo único que parece posible es desertar de todos y cada uno de los llamamientos que se nos harán a sostener políticas criminales. La resistencia será casi solitaria y, puesto que el terreno invadido esta vez es la conciencia individual, lo que habrá que defender ante todo es el derecho a disentir, e incluso a sentir, al margen de las consignas que oigamos vociferar a nuestro alrededor. Pues lo que se espera de nosotros ya no es un acatamiento mudo sino una militancia apasionada por la dominación.

Lo más honrado en esta situación desesperante es admitir la propia impotencia; algo que de todas formas estamos más que acostumbrados a hacer a diario bajo el peso de la infinidad de pequeñas y grandes humillaciones que nos oprimen. Esto puede parecer tremendamente cínico, pero nada lo será más que la época que vivimos: cinismo es que una víctima de la tortura se cruce en la calle con uno de los esbirros que le mandaron al hospital durante la detención y que, por increparle, se le condene a más de 2.000 euros de multa en concepto de «injurias y calumnias», y que ningún demócrata haya tenido nada que decir al respecto[6]; cínicas son las fosas comunes que albergan a cien mil de personas asesinadas por los franquistas y que la izquierda española viene despreciando desde hace tres décadas y media[7]; cínico es que las «líneas rojas» de lo que es aceptable en materia de indignación ante la violencia vengan delimitadas por seres siniestros de la calaña de Martín Villa, Barrionuevo o Mayor Oreja, y que han secundado cómplices como Baltasar Garzón o Grande-Marlaska, para que hoy los candidatos «populistas» a la presidencia del Gobierno lancen vivas a la Guardia Civil y al resto de bandas armadas legales[8].

Si catarsis —esa palabra de moda— significa algo, es la obligación de comprender incluso lo que no podemos soportar. Habiendo sido literalmente espectadores de una tragedia bien real, nuestro deber es purgar la angustia que produce la impotencia. Un cierto distanciamiento puede ser la única forma de no caer en el aborregamiento, siempre que al mismo tiempo seamos capaces de sentir un dolor nuestro, irremplazable y sobre todo inviolable. Este dolor sólo tendrá sentido si nos hace más conscientes, en cuyo caso será un signo de verdadera sensibilidad. Si es para complacernos de nuestra altura moral (o de nuestro «suelo ético», como dicen ahora en el País Vasco los que más lo pisotean) no supondrá más que el enésimo síntoma de nuestra sumisión.


Javier Rodríguez Hidalgo
(Poitiers, Francia)

[1] Para quien un descendiente de andaluces nacido en Cataluña no es un catalán, sino un descendiente de andaluces.
[2] Que es una de las razones por las cuales el matrimonio homosexual contó con la oposición de las masivas manifestaciones de rechazo que conocemos, siguiendo el modelo de las convocatorias españolas que agitaron a las masas contra el zapaterismo.
[3] Quizá, para no soliviantar a las almas bellas, habría que establecer una cuota de crítica en cada publicación según criterios rigurosos de población, clase, sexo -perdón, género- y raza. Así, el TMEO podría dedicar en cada número un 12% de sus chistes a meterse con los musulmanes; 30% con los ateos; 40% con los católicos; y sólo un 3% de sus tiras cómicas podrían ensañarse con «la Eta».
[4] Véase el libro de Kristin Ross Mayo del 68 y sus vidas posteriores, Acuarela Libros.
[5] «Si sólo se aplica un aumento de la seguridad militar, vamos a caer en brazos de la extrema derecha. Hace falta una organización popular por barrios. Una red que se organice para hacer una resistencia de base, de los barrios, está al alcance de un presidente de izquierdas» (Libération, 15 de noviembre de 2015).
[6] Sucedió en Pamplona.
[7] Sucede en toda el Reino.
[8] Sucedió en Málaga (el 14 de marzo de 2015).

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