Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, marzo 29

De proletaria/o a individuo

Efren Rodriguez Gonzalez, de 68 años, cubre a su nieta Maria Isabel Ferrer Rodriguez, de 8 años, rodeados de activistas de la PAH, en la calle frente a la casa de donde acaban de ser desahuciados. (26/09/2013, foto de Andrés Kudacki)


Las relaciones sociales de clase y explotación no son simples. Las concepciones obreristas, que están basadas en la idea de una clase objetivamente revolucionaría definida en cuanto a su relación con los medios de producción, ignoran la multitud de aquellas/os en todo el mundo cuyas vidas les son robadas por el actual orden social, pero que no pueden encontrar sitio dentro de sus aparatos productivos. Por tanto, estas concepciones acaban presentando una comprensión limitada y simplista de la explotación y la transformación revolucionaria. Para poder llevar a cabo una lucha revolucionaria contra la explotación, necesitamos desarrollar una comprensión de las clases tal como existen actualmente en el mundo, sin buscar ninguna garantía.

De una forma básica, la sociedad de clases es aquella en la que están quienes dominan y quienes son dominadas/os, quienes explotan y quienes son explotadas/os. Este orden social solo puede surgir cuando la gente pierde su capacidad para determinar las condiciones de su propia existencia. Por tanto, la característica esencial que comparten las/os explotadas/os es su desposesión, su pérdida de la capacidad para tomar y llevar a cabo las decisiones básicas sobre cómo vivir.

La clase dominante se define en términos de su propio proyecto de acumulación de Poder y riqueza. Aunque, por supuesto, hay conflictos significativos dentro de la clase dominante en cuanto a intereses específicos y competencia real por el control de los recursos y el territorio, este proyecto de tan largo alcance que tiene como objetivo el control del Poder y la riqueza social, y por tanto de las vidas y relaciones de todo ser vivo, proporciona a esta clase un proyecto positivo unificado. La clase explotada no tiene un proyecto positivo semejante que la defina. En su lugar se define en cuando a lo que se le hace, lo que se le quita. Habiendo sido despojada de los modos de vida que había conocido y creado con sus semejantes, la única comunidad que le queda a la gente que compone esta clase heterogénea es la provista por el Capital y el Estado; la comunidad del trabajo y el intercambio de mercancías, decorada con cualquier construcción ideológica nacionalista, religiosa, étnica, racial o sub-cultural, a través de la cual el orden dominante crea identidades en las que canalizar la individualidad y la revuelta. El concepto de una identidad proletaria positiva, de un solo proyecto proletario unificado y positivo, no tiene base en la realidad, dado que lo que define a alguien como proletaria/o es precisamente que su vida le ha sido robada, que ha sido transformada/o en un instrumento en los proyectos de las/os dominantes.

La concepción obrerista del proyecto proletario tiene sus orígenes en las teorías revolucionarias de Europa y los Estados Unidos (particularmente ciertas teorías marxistas y sindicalistas). A finales del siglo XIX, tanto Europa occidental como el este de los Estados Unidos, estaban en camino de ser completamente industrializados, y la ideología dominante del progreso igualaba el desarrollo tecnológico con la liberación social. Esta ideología se manifestó en la teoría revolucionaria como la idea de que la clase obrera industrial era objetivamente revolucionaria porque estaba en posición de apoderarse de los medios de producción desarrollados bajo el capitalismo (los cuales, como productos del progreso, se asumía que eran inherentemente liberadores) y ponerlos al servicio de la comunidad humana. Al ignorar a la mayor parte del mundo (junto con una porción significativa de las/os explotadas/os en las áreas industrializadas), las/os teóricos revolucionarias/os eran de esta forma capaces de inventar un proyecto positivo para el proletariado, una misión histórica objetiva. Que esta se fundamentara en la ideología burguesa del progreso, se ignoraba. En mi opinión, las/os ludditas tenían una perspectiva mucho más clara, reconociendo en el industrialismo otro de los instrumentos de los amos para desposeerles. Con buenas razones, atacaron las máquinas de la producción masiva.

El proceso de desposesión hace mucho que se ha consumado en Occidente (aunque, por supuesto, es un proceso que está ocurriendo en todo momento incluso aquí), pero en gran parte del Sur del mundo está aún en sus primeras fases. Sin embargo, desde que el proceso comenzó en Occidente han habido algunos cambios significativos en el funcionamiento del aparato productivo. Las posiciones cualificadas en la fábrica han desaparecido en gran parte, y lo que se necesita en un/a trabajador/a es flexibilidad, la capacidad de adaptarse -en otras palabras, la capacidad de ser una pieza intercambiable en la máquina del Capital. Además, las fábricas tienden a requerir muchas/os menos trabajadoras/os para mantener el proceso productivo, tanto a causa de los desarrollos en la tecnología y las técnicas de gestión, que han permitido un proceso productivo más descentralizado, como porque cada vez más el tipo de trabajo necesario en las fábricas es en gran medida sólo supervisar y mantener las máquinas.

A un nivel práctico esto significa que todas/os somos, como individuos, prescindibles para el proceso de producción, porque todas/os somos reemplazables – ese hermoso igualitarismo capitalista en el que todas/os somos iguales a cero. En el primer mundo, esto ha tenido el efecto de empujar a un creciente número de explotadas/os a posiciones cada vez más precarias: trabajo temporal, trabajos en el sector servicios, desempleo crónico, el mercado negro y otras formas de ilegalidad, indigencia y prisión. El trabajo fijo con su garantía de una vida un tanto estable – incluso si esa vida no es propia- está dejando paso a una carencia de garantías donde las ilusiones proporcionadas por un consumismo moderadamente cómodo ya no pueden seguir ocultando que la vida bajo el capitalismo siempre se vive al borde de la catástrofe.

En el Tercer Mundo, gente que ha sido capaz de crear su propia existencia, aun cuando ésta haya sido en ocasiones difícil, se está encontrando con que su tierra y otros medios para hacerlo le están siendo arrebatados al invadir (literalmente) las máquinas del Capital sus casas y minar cualquier posibilidad de continuar viviendo de su propia actividad. Arrancadas/os de sus vidas y tierras, se ven forzadas/os a trasladarse a las ciudades donde hay poco empleo para ellas/os. Surgen barrios marginales [3] alrededor de las ciudades, a menudo con una población mayor que la de la propia ciudad. Sin ninguna posibilidad de trabajo fijo, las/os habitantes de estos barrios de chabolas están obligadas/os a formar una economía de mercado negro para sobrevivir, pero esto también sirve todavía a los intereses del Capital. Otras/os, en su desesperación, eligen la inmigración, arriesgándose al encarcelamiento en campos de refugiados y centros para extranjeras/os indocumentadas/os, con la esperanza de mejorar su condición.

Así, junto con la desposesión, la precariedad y la prescindibilidad son cada vez más los rasgos que comparten quienes componen la clase explotada mundial. Si, por un lado, esto significa que esta civilización de la mercancía está creando en su interior una clase de bárbaros que realmente no tienen nada que perder en derribarla (y no de los modos imaginados por las/os viejas/os ideólogas/os obreristas), por otro lado estos rasgos no proporcionan en sí mismos ninguna base para un proyecto positivo de la transformación de la vida. La rabia provocado por las miserables condiciones de vida que esta sociedad impone puede fácilmente ser canalizada en proyectos que sirven al orden dominante o al menos al interés específico de alguno u otro de las/os dominantes. Los ejemplos de situaciones en las pasadas décadas recientes en los que la rabia de las/os explotadas/os ha sido aprovechada para alimentar proyectos nacionalistas, racistas o religiosos que sirven solo para reforzar la dominación son demasiados para contarlos. La posibilidad del fin del actual orden social es tan grande como nunca antes, pero la fe en su inevitabilidad no puede seguir pretendiendo tener una base objetiva.

Pero para entender realmente el proyecto revolucionario y empezar el proyecto de resolver cómo llevarlo a cabo (y desarrollar un análisis de cómo la clase dominante consigue desviar la rabia de aquellas/os a las/os que explota hacia sus propios proyectos), es necesario darse cuenta que la explotación no tiene lugar solamente en términos de producción de riqueza, sino también en términos de la reproducción de relaciones sociales. Independientemente de la posición de cualquier proletario particular en el aparato productivo, es de interés para la clase dominante que todas/os tengan un rol, una identidad social que sirva en la reproducción de las relaciones sociales. La raza, el género, la etnicidad, la religión, la preferencia sexual, la subcultura- todas estas cosas pueden, efectivamente, reflejar diferencias muy reales y significativas, pero todas son construcciones sociales para canalizar estas diferencias en roles útiles para el mantenimiento del actual orden social. En las áreas más avanzadas de la actual sociedad donde el mercado define la mayoría de las relaciones, las identidades en gran medida llegan a estar definidas en términos de las mercancías que las simbolizan, y la intercambiabilidad está a la orden del día en la reproducción social, al igual que lo está en la producción económica. Y es precisamente porque la identidad es una construcción social y cada vez más una mercancía vendible por lo que las/os revolucionarias/os deben ocuparse seriamente de ella, analizada cuidadosamente en su complejidad con el objetivo preciso de superar estas categorías hasta el punto de que nuestras diferencias (incluyendo aquellas que esta sociedad definiría en términos de raza, género, etnicidad, etc.) sean el reflejo de cada uno de nosotras/os como individuos singulares.

Ya que no hay un proyecto positivo común que se encuentre en nuestra condición como proletarias/os -como explotadas/os y desposeídas/os – nuestro proyecto debe ser la lucha para destruir nuestra condición proletaria, para poner fin a nuestra desposesión. La esencia de lo que hemos perdido no es el control sobre los medios de producción o de la riqueza material; son nuestras vidas mismas, nuestra capacidad para crear nuestra existencia en términos de nuestras propias necesidades y deseos. Por tanto, nuestra lucha encuentra su terreno en todas partes, en todo momento. Nuestro objetivo es destruir todo lo que aleja a nuestras vidas de nosotras/os: el Capital, el Estado, el aparato tecnológico industrial y post-industrial, el Trabajo, el Sacrificio, la Ideología, toda organización que trate de usurpar nuestra lucha, en resumen, todos los sistemas de control.

En el mismo proceso de llevar a cabo esta lucha, en el único modo en que podemos llevarla a cabo – fuera de y contra toda formalidad e institucionalización – empezamos a desarrollar nuevas formas de relacionarnos basadas en la auto-organización, una horizontalidad basada en las diferencias únicas que nos definen a cada una/o de nosotras/os como individuos cuya libertad se expande con la libertad de el/la otras/o. Es aquí, en la revuelta contra nuestra condición proletaria, donde encontramos ese proyecto positivo compartido que es diferente para cada una/o de nosotras/os: la lucha colectiva por la realización individual.


Wolfi Landstreicher
 Extracto de su libro La Red de Dominación, editado por La Hermandad Ed.

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