Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, junio 15

Realpolitik, ¡maldita seas!

 


Como casi todo concepto político, al menos en eso que queremos llamar Occidente, el de la llamada realpolitik quiere verse originado en la Antigua Grecia. De esa manera, se distinguiría entre la noción de política como un ideal, que puede ser visto como la acción colectiva para buscar el bien común dentro de una comunidad, y la condenada manera real en que se hace política según unas circunstancias determinadas. Esta última, claro, sería la realpolitik en nombre de la cual se realizan auténticas salvajadas. Por supuesto, como toda polarización dicotómica, la cosa es tremendamente cuestionable y reduccionista. Por supuesto, esa suerte de idealismo en política no es siempre benévola, ni mucho menos; por ejemplo, hay quien pone como ejemplo La República, de Platón, una suerte de utopía autoritaria que para él se la quede. Contrapuesto al idealismo platónico, se ha confrontado con la visión más realista y pragmática de Aristóteles, que también es otro para echarle de comer aparte. No diremos más que ambos filósofos vetustos eran profundamente contrarios a la an-arkhia, es decir partidarios del principio fundacional que hace que se subordine todo lo que venga después sin posibilidad alguna de concebir una comunidad política sin autoridad alguna.

La maldita realpolitik halló su epítome en los comienzos de la Edad Moderna, cuando un tal Maquiavelo dejó negro sobre blanco que la política debía ser, sobre todo, una lucha feroz por el poder en la cual pueden usarse todos los métodos imaginables para preservarlo. Y así estamos, hoy bien entrado el tercer milenio, cuando se sigue negando la gran esperanza para la humanidad, la posibilidad de la an-arkhia. Y es que a los hechos me remito, búsquese honestidad en cualquier político o ser humano que haya acariciado algo de poder, y brillará por su ausencia a poco que se reflexione. Pero volvamos al concepto que nos ocupa, la maldita realpolitik, cuyo nacimiento explícito ya hay quien la sitúa en el siglo XIX. Y vamos a echar por tierra definitivamente ese antagonismo facilón entre idealismo, los que quieren cambiar el mundo, y pragmatismo, los que se adaptan a la realidad y como se dice que es. Por ejemplo, la etiqueta de utópicos colocada a socialistas como Fourier o Saint-Simon ya sabemos de dónde viene, de aquellos que querían presentar su socialismo como único y verdadero. Y, hablando de Marx, se ha dicho que su doctrina podría ser un equilibrio entre los dos polos, pero mejor no rememoramos los que algunos en el poder han hecho en su nombre para propiciar una sociedad ideal (que nunca llegó).

Vamos a poner ejemplos más actuales, y prosaicos, y nos vamos a referir al actual presidente del Gobierno, de este inefable país llamado Reino de España, al frente de una coalición tremendamente progresista. No la mayor, ojo, ya que se defenestró a Podemos, que es la izquierda auténtica y verdadera hoy relegada a la casi insignificancia. A Pedro Sánchez, ese tipo que hace llorar de emoción a Almodóvar, no le tiembla la mano en el momento de negociar con regímenes repulsivos como los de Marruecos o Arabia Saudí para usar a los seres humanos como sacrificables piezas en un tablero estratégico. Todo sea en nombre de la execrable realpolitik, es decir, expliquemos de nuevo, toda acción política realizada por conveniencia, y que está por supuesto por encima de toda moral y justicia. En nombre quizá de la misma, lo último de Sánchez es la aportación al gobierno ucraniano de mil millones de euros para defenderse de la agresión rusa. La industria armamentística, tan favorable a políticas realistas, agradecerá que se mantengan vivos los cruentos conflictos bélicos. Por cierto, más de uno, en nombre también de algo parecido a la detestable realpolitik considera que al pobrecito ejecutivo ruso no tuvo más remedio que atacar a Ucrania ante tanta provocación previa del bloque atlántico. Maldito militarismo, malditos Estados y maldita realpolitik. Por supuesto, uno va a situar siempre a la ética por encima de la política, y de ahí que sea partidario de eso tan vilipendiado llamado an-arkhia.

 

Juan Cáspar

miércoles, junio 12

Génesis


 

En el principio creó Bilderberg los Estados y el dinero

y decidió llamar capitalismo al sistema imperante.

Y Bilderberg dijo:

sean para nosotros los recursos del planeta,

arrasados los bosques de la tierra,

talados sus árboles,

contaminados sus ríos,

explotadas sus montañas en busca del material preciado.

Hagamos de sus pobladores mano de obra barata,

trabajen para nosotros con el sudor de su frente,

reciban a cambio migajas en forma de salario,

minijobs y horas laborales sin contrato.

Sean los tiranos dirigentes que amenacen a su pueblo,

violen a sus mujeres,

hagan soldados de sus niños

e impongan para siempre el miedo entre sus calles.

De la Escuela de las Américas haremos una universidad en Panamá

donde enseñar a ejecutar con orden y concierto

suculentos golpes de estado.

Cotizará la prensa en bolsa quedando la información en manos de magnates,

convertido en negocio el periodismo

la verdad dejará de ser importante.

Llamaremos “Mercado común” a la colonización empresarial

que acabará con la desaparición de los mercados,

el empobrecimiento de las tierras, de los agricultores, de los ganaderos.

Llegará el hambre a la gente,

los pueblos volverán a ser el epicentro tremendista,

la España vacía.

Lastraremos el futuro a base de hipotecas,

los bancos serán rescatados,

los ahorros volarán a Suiza,

los paraísos dejarán de ser islas desiertas para ser territorios libres de fiscalidad.

La pobreza energética marcará el fin de la clase media

y de la cultura haremos un circo de payasos.

Objetos de consumo para mentes vacías serán los libros

y las televisiones voceros de la simpleza.

Muertos Galeano, Chomsky o Casaldáliga

los referentes serán tronistas,

cuerpos esculpidos en modelable materia gris.

 

Y ya al final, sometido el ser humano a su voluntad,

Bilderberg declaró la guerra a la pobreza.

Muros de la vergüenza para proteger sus castillos

de seres humanos ilegales que transitan como escombros,

el mediterráneo convertido en una tumba,

la gran fosa común de nuestro tiempo.

 

Celebró, Bilderberg, la creación del mundo.

Comieron y bebieron manjares robados.



Paco Ramos. Los muertos de Bilderberg. Huerga & Fierro, 2022

jueves, junio 6

No mires al dedo, mira al meteorito que señala


 Aunque hace más de medio siglo que sabemos que la propia especia humana está en peligro, no ha habido avances significativos en la lucha contra el colapso ecológico y climático. Ninguno, pese a tener conocimiento del cambio climático mucho antes de que entrara en el debate público. No en vano el consenso científico sobre cambio climático antropogénico empezó a tomar forma a mediados de la década de los setenta.

¿Cómo se explica esta inacción suicida? ¿Es consecuencia del enorme poder de las empresas de combustibles fósiles? En parte, no en vano han sido, y son, una de las fuentes de financiación de la mayoría de las exitosas campañas de desinformación e intoxicación que, durante las últimas décadas, han socavado la posibilidad de que el necesario apoyo de la población fuera lo suficientemente importante para generar cambios. También han “financiado” a los políticos, para que los acuerdos y tratados sobre el clima no fueran jurídicamente vinculantes, y han “engrasado” a los medios de comunicación para que ejerzan de altavoces de esas campañas.

Aunque políticos, empresas de energías fósiles y las grandes corporaciones financieras tienen enormes responsabilidades en la crisis sistémica en la que nos encontramos, no lo explica todo. Solo son los síntomas de algo más profundo. El fondo del problema es el sistema económico que ha acabado dominando, prácticamente, todo el planeta en los últimos dos siglos: el capitalismo.

Tenemos tendencia a describir el capitalismo con términos simplistas e incorrectos, como comercio y “mercado”. Pero el comercio y los mercados llevan miles de años existiendo y son inofensivos por sí mismos. Lo que distingue al capitalismo de otros sistemas económicos de la historia es su necesidad de crecimiento continuo y unos niveles de producción industrial y consumo cada vez mayores. Siendo el crecimiento la principal directriz, no es el único rasgo: el trabajo asalariado y la propiedad privada, es decir, el control de los medios de producción, son las otras columnas del sistema. Unos medios de producción cuya función primordial no es satisfacer las necesidades humanas y obtener mejores resultados sociales si no acumular beneficios cada vez mayores.

El crecimiento es la estructura básica del capitalismo, su ley de hierro. Para hacernos una idea de que hablamos: si el PIB mundial crece al 3% -la tasa que los economistas manejan para garantizar que los capitalistas obtengan beneficios- desde el año 2000, la economía se habría duplicado en el pasado 2023 y se volvería a duplicar sobre una cantidad ya duplicada en el 2046, y así sucesivamente. Eso no sería un problema, si el PIB fuera una cifra sacada de la nada, pero no es así: el PIB va asociado al uso de energía y de todo tipo de recursos, la mayoría no renovables. A mayor producción, mayor consumo energético y de materiales, y mayor producción de residuos. Con el desarrollo tecnológico se consigue que el capital y la mano de obra sean más productivos, que produzcan más y más rápido. Pero también acelera la apropiación y destrucción de la naturaleza. Así funciona el capitalismo. Como llegó a decir el conocido, y poco sospechoso, economista norteamericano John Kenneth Galbraith: “el nivel, la composición y la extrema importancia del PIB están en el origen de una de las formas de mentira social más extendidas”.

Para ilustrar la irracionalidad del sistema, nada mejor que la fábula que leí al antropólogo Jason Hickel, y que refleja con precisión a dónde nos lleva el crecimiento continuo. En la antigua India, un rey, impresionado por los logros de uno de sus súbditos, un matemático, le mandó llamar a su palacio y le ofreció un regalo: pide lo que quieres y será tuyo, sea lo que sea. El hombre respondió: Majestad, lo único que pido es que me dé un poco de arroz. Sacando un tablero de ajedrez, continuó: situé un grano en la primera casilla, dos en la segunda, cuatro en la tercera, y sigo duplicando el número de granos en cada casilla hasta llegar al final del tablero. Me conformaré con eso. Al monarca le pareció una petición curiosa, pero accedió, satisfecho de que su súbdito no le hubiera pedido algo más costoso. Al llegar al final de la primera fila, en el tablero había menos de doscientos granos, que ni siquiera eran suficientes para una comida. Pero, a partir de ese momento, las cosas empezaron a acelerarse. En la casilla treinta y dos, cuando aún iba por la mitad del tablero, el rey tuvo que poner dos mil millones de granos, lo que llevó a su reino a la bancarrota. Si hubiera podido continuar, en la casilla sesenta y cuatro habría tenido que poner dieciocho trillones de granos, suficientes para cubrir toda la India con una capa de arroz de un metro de grosor. Ese mismo mecanismo es el que rige en el sistema económico capitalista. Desconozco en qué casilla nos encontramos, pero todos los datos indican que la economía mundial está sobrepasando de forma drástica lo que los científicos han definido como límites planetarios seguros.

Antes de seguir, y para evitar equivocaciones y tergiversaciones sobre lo que desde aquí se defiende, hay que advertir algo sobre las crisis ecológica, climática y energética; ninguna es responsabilidad, por igual, de todos los seres humanos que pueblan el planeta. Los países de ingresos bajos y, de hecho, la mayoría de países del Sur Global (donde se encuentran más de la mitad de la población mundial) se mantienen dentro de los límites planetarios que les corresponde. Es más, muchos deberían incrementar el uso de energía y de recursos para satisfacer las necesidades de su población. El colapso civilizatorio, ya en marcha, está siendo impulsado, casi exclusivamente, por el crecimiento excesivo, de las sociedades occidentales, que hace muchas décadas sobrepasaron, con creces, lo que requiere el bienestar humano.

Pero, desde que empezó el año, son varios los problemas que ya no se pueden seguir ocultando; apunto solo los dos últimos que han empezado a aparecer en los medios de comunicación convencionales: la crisis alimentaria, en forma de protesta de los agricultores, “solucionada” poniendo dinero -dinero para hoy, hambre para mañana- pero sin atacar las causas reales. La otra es el hipotético riesgo de colapso de la corriente marina conocida con las siglas AMOC (Corriente de Circulación Meridional del Atlantico), y sus catastróficas consecuencias sobre el clima global del planeta y la agricultura. Para quienes estén interesados en este tema, les recomiendo la lectura de este articulo de Antonio Turiel que enlazo.

Con la información actualmente disponible, y a pesar de la enorme incertidumbre, sabemos que vamos directos hacia el colapso ecológico, climático, energético, económico y social. El sistema organizativo dominante, el metabolismo capitalista, no solo no está preparado para frenar, o simplemente enfrentar, el colapso, sino que nos conduce a más velocidad hacia él.

Al margen de las dificultades derivadas de la propia naturaleza del colapso, tales como la incertidumbre, la complejidad, la impredecibilidad de los procesos y de los ritmos, se añaden otras relacionadas con la psicología de las personas. Desde hace años, he tenido ocasión de observar reacciones, digamos un tanto irritadas, hacia algunas posiciones vertidas, en esta misma columna, sobre los valores que sustentan nuestro modo de vida y sobre el peligro de colapso civilizatorio al que esa forma de vida nos aboca. No eran críticas exclusivamente políticas, que también, eran más bien ontológicas, las reacciones que han ocasionado, tengo que reconocer, me han sorprendido dolorosa y desagradablemente, sobre todo algunas al venir de personas que consideraba inteligentes además de muy cercanas, reacciones que van más allá del cuestionamiento de las ideas para convertirse en un cuestionamiento ad hominem.

Cuando la información es dolorosa, nos agarramos a cualquier pequeña rendija que disminuya el dolor: atacar al mensajero (como ha sido el caso), ridiculizar, calificar de exageración, acusar de que no está totalmente demostrado o pensar que no me va a tocar a mí, a mi clase social o a mi país. Como sostiene Jorge Riechmann: “Llaman pesimismo al realismo que no son capaces de asumir”.

 

GERMÁN VALCÁRCEL

https://www.bierzodiario.es 

lunes, junio 3

Cuando flamencos y jipis descubrieron que no eran lo mismo, pero eran iguales


 El historiador Antonio Orihuela explica su libro ‘100 hogueras. Flamencos, hippies y poetas en la Andalucia contracultural’ y se enfrenta a los mitos del flamenco puro y salvaje. También habla del “hippismo de clase obrera” de la Andalucía de la época nacido a la sombra de las bases norteamericanas 

 

La contracultura andaluza fue de clase obrera, fue flamenca, fue política sin saberlo ni pretenderlo, fue fugaz y fue canalla. En los años 60, en pleno franquismo, al calor de la llegada de los turistas con sus tópicos y buscando su sol y playa, a la sombra de las entonces recientes bases militares estadounidenses y con la cultura como excusa para la juerga. Una lucha por la libertad que fue fagocitada por la industria y por el mismo tipismo contra el que se revelaba, pero que hoy en día se mantiene con vida en los márgenes de un flamenco siempre híbrido y en movimiento.

Son algunas de las conclusiones de 100 hogueras. Flamencos, hippies y poetas en la Andalucía contracultural (Piedra Papel, 2023), el prolijo ensayo que el historiador Antonio Orihuela ha dedicado a aquella al encuentro, durante poco más de dos décadas, entre los jipis que trajo la apertura del régimen franquista al turismo y el aliado estadounidense y el mundo del flamenco amateur, aquellos que decía Gonzalo García Pelayo que “un día descubrieron que eran lo mismo”.

En su libro, Orihuela no se atreve tanto a contradecir al productor musical y cineasta jerezano como a matizar aquella afirmación: “No es que fueran lo mismo, pero había aspectos que los hermanaban, sobre todo a los flamencos que encarnaban las convenciones de la vieja bohemia. Como sus formas de vida, con un pie dentro y otro fuera del sistema productivo, su desconfianza de los valores de la clase media, sus formas culturales consumidas y producidas en comunidad y complicidad, a menudo fuera de foco, que desdibujaban las fronteras entre arte y vida hasta resultar intercambiables…”.

La historia que quiere contar 100 hogueras arranca cronológicamente con la llegada de las bases norteamericanas, en 1953, los Pactos de Madrid que daban legitimidad internacional al régimen de Franco por la vía de aceptar la presencia militar estadounidense en plena Guerra Fría. En esos años 50 empezarán a llegar los primeros turistas, que provocarán una progresiva apertura, al menos en la forma y de puertas hacia fuera, de la mano dictatorial. Y provoca que en Morón de la Frontera, a la sombra de una de esas bases, se encuentren dos hombres: el guitarrista Diego del Gastor y el estudioso norteamericano Don Pohren, entonces recién llegado a España.

Pohren aterriza primero en Madrid, como estudiante de Filosofía y Letras, y luego se traslada a Sevilla en 1956. Va en busca del flamenco, que había descubierto en México de la mano de Carmen Amaya, y acaba persiguiéndolo por los pueblos de la provincia. En el festival del Potaje Gitano de Utrera de 1960 conoce a Del Gastor y desde entonces no cejará hasta conseguir su sueño: el cortijo Espartero, situado en Morón, una mezcla de centro de flamencología y lugar de juerga constante, que Orihuela describe como pantagruélicas, que se convierte en foco de atención para los popes de la contracultura de su país. Un proyecto que, en parte, financió trabajando como contable civil para la base aérea y que se convirtió en epicentro de migración tanto flamenca como jipi.

“La finca Espartero era una especie de universidad de verano donde vivir la experiencia del flamenco de primera mano, y así lo publicitaba en los Estados Unidos”, explica el autor. “Pero su efecto llamada tuvo consecuencias imprevisibles: Morón fue incluido en las guías y artículos de viajes de las revistas underground europeas y norteamericanas como parada obligada en el tour low cost del mundillo jipi”. Llegaron buscando a Diego del Gastor y los suyos no para aprender música, “sino para asistir a alguno de aquellos rituales flamencos de los que habían oído hablar, en los que el guitarrista de Morón fue elevado a una especie de gurú, y constatar hasta qué punto su corte gitana coincidía con lo que describía Lorca en su Romancero Gitano o en su Poema del Cante Jondo”.

Antonio Orihuela, historiador, escritor, ensayista y poeta, nació en Moguer en 1965. Desde allí organiza el encuentro poético anual Voces del Extremo, y allí también ha desarrollado la mayor parte de su carrera. En la misma editorial Piedra Papel con la que ahora publica 100 hogueras ya apareció en 2020 El refugio más breve. Contracultura y cultura de masas en España (1962-1982). Y señala también cómo la contracultura andaluza tuvo sus diferencias con la que se produjo en otras partes de España, como la más urbana de Madrid o Barcelona. Sus protagonistas no eran hijos de la burguesía acomodada, sino obreros o trabajadores del campo, cuando no puro lumpen.

“Contracultura” es el término que acuñó Theodore Roszak en 1968, que abarcaba aquellas prácticas políticas y culturales transformadoras que se estaban dando entre los jóvenes, y que constituían una impugnación del modelo de sociedad capitalista y consumista, y sus mecanismos de opresión y violencia, entre ellos la cultura. “En Andalucía, estos modelos contraculturales se irán fraguando durante los años 60 y 70, a medida que el país se introduce en la sociedad de consumo, y la cultura urbana desplaza los valores del mundo rural preindustrial”, explica Orihuela. “Lo característico es que esa contracultura andaluza, más allá de lo que hoy reconocemos como sus artefactos, bebía de muchas prácticas de resistencia al poder y la autoridad que ya existían antes de que los jipis descubrieran la vida en común, el apoyo mutuo, la autarquía, el compartir, las relaciones horizontales, el antidogmatismo, la valoración del mundo natural, el gusto por el contacto físico, la fiesta, la calle o el cante. Todo este magma libertario, mucho más intangible, ya estaba aquí como una manera de ser, estar y vivir, y atraviesa toda la historia contemporánea de las clases subalternas andaluzas”.

Los jipis andaluces, en su inmensa mayoría, “eran gente sin recursos y sin apoyos de ningún tipo”, que se hicieron jipis “en un proceso más o menos consciente de adopción de las nuevas formas culturales que llegaban de fuera” para luego adaptarlas a su propia idiosincrasia, “dentro de los márgenes que permitía la experiencia de la vida cotidiana en la dictadura, entrando en conflicto con la normalidad instituida, cuando no rozando la mera ilegalidad”.

Orihuela los desmitifica en lo posible: “Eran jóvenes precarios, muy entusiastas, pero que hacían lo que podían con los medios a su alcance. No eran muy numerosos, pero sí fácilmente reconocibles. Entrados los años 70 no hubo pueblo que no tuviera su pequeña representación de melenudos que hacían lo que podían por reafirmar su identidad, fundamentalmente agrupándose en torno a un proyecto teatral, una banda de rock, un fanzine o un espacio comunitario”.

Son hechos históricos, o arqueología cultural, que pelean contra la mencionada romantización. Con matices, Orihuela compara a los jipis con los hispanistas que recorrieron España en el siglo XIX de resaca de las Guerra Napoleónicas y en medio de otra tiranía que la mantenía alejada de Europa, la de Fernando VII. Pero insiste en separar esa contracultura y ese flamenco subterráneo de la expresión política. “El antifranquismo militante, fundamentalmente organizado en torno al PCE, vivió de espaldas a la contracultura. Su objetivo era derrocar el franquismo y tomar el poder. Veían la contracultura como otro agente más al servicio del imperialismo yanqui”, explica.

Los jipis flamencos de aquella Andalucía, “lejos querer tomar el poder o tener un programa político sólido que confrontar con el régimen, se dedicaron a vivir entre las grietas del tardofranquismo. No tenían nada que ver con él, aunque estuviera ahí y de vez en cuando les hiciera correr por las calles o intentara coartar la libertad que ellos se habían otorgado por su cuenta y riesgo. Lo sufrían, pero no vivían bajo su influencia, ellos ya eran demócratas y libres en su fuero interno, y como tales se comportaban”.

Finalmente, el otro mito romántico que intenta desmontar es de un flamenco subterráneo que se enfrentaba al oficial. “Fueron muchos los que se lanzaron a la busca del artista que solo concebían químicamente puro, como el carismático Diego del Gastor, que encajaba perfectamente en el retrato del estereotipo del flamenco que buscaban los jipis extranjeros como los autóctonos militantes del neo-jondismo”.

Eran intelectuales que “concebían el flamenco como un arte ancestral, absolutamente visceral y espontáneo, apenas conservado en espacios marginales gracias a unos pocos artistas, primitivos y genuinos”. Ese flamenco “no es que haya quedado fuera de la historia oficial, es que conserva su potencia mítica, y eso aunque los resultados de todas esas investigaciones fueron lamentables, pues ni el flamenco perdido que recuperaron era significativo en cuanto a la cantidad de formas halladas, ni en cuanto a la calidad de las mismas, ni los artistas desconocidos eran tampoco numerosos, ni artistas siquiera, en la mayoría de los casos. Que no es que huyeran de la profesionalización y despreciaran la comercialización de su arte, sino todo lo contrario, la buscaban para poder vivir y profesionalizarse”.

De aquellos años de experimento quedó “la experiencia reflejada en el espejo del tiempo. La industria absorbió lo que consideró que se podía convertir en dinero”. Fue “un proceso lento, que arranca a comienzo de los años 60 y dura hasta hoy”. Pero, para Orihuela, “eso no significa que el flamenco haya renunciado a transitar por las prácticas contraculturales”. Si una conclusión extrae de 100 hogueras, después de enfrentarse a tantas reclamaciones de pureza, es que “paradójicamente, el flamenco seguirá asegurándose su inmortalidad gracias a su capacidad de corromperse”.

 

 

 Jose A. Cano

https://www.elsaltodiario.com