De noche, vistas desde el espacio
exterior, las aglomeraciones urbanas dibujan sobre la Tierra una
constelación de manchas incandescentes. Entre las unas y las otras , se
extiende una densa trama de pequeños puntos luminosos sobre un fondo que
permanece en la oscuridad. El medio rural es esta zona que todavía no
ha sido iluminada.
El contraste lumínico que imprimen las ciudades
sobre la faz dormida de los continentes puede entenderse como la
materialización gráfica de la metáfora que ha vertebrado la modernidad:
la luz de la razón imponiéndose sobre las tinieblas. Lo rural, siempre
en la sombra, solamente aparece en la escena de la Historia cuando
alguien dirige los focos hacia esa realidad invisibilizada. Como si de
un interrogatorio policial se tratara, se ve entonces obligado a
explicarse, procurando que sus respuestas concuerden con las premisas
establecidas por quien tiene el poder de formular las preguntas. En este
aparente diálogo, el campo y sus gentes adoptan el papel de sospechoso
habitual. La ciudad, o determinados sectores sociales que la habitan,
asumen el del celoso inspector que se escuda tras la lámpara que
deslumbra al detenido.
La ciudad es, por definición, un centro de
poder. La ciudadela, el templo o el mercado en épocas pasadas. Los
ministerios y los parlamentos, las sedes corporativas o los cuarteles
generales en la actualidad. Como en toda relación desigual, su dominio
se basa en un mecanismo de desposesión. En la capacidad de controlar
bienes y recursos ajenos. La ciudad necesita al medio rural para
conseguir materias primas –alimentos, hormigón, mano de obra– y para
depositar las excrecencias nocivas que, forzosamente, debe externalizar.
Siendo completamente dependiente es capaz de dictar el curso de los
acontecimientos dentro y fuera de sus contornos. El medio rural, por el
contrario, pudiendo llevar una existencia al margen de la ciudad, asume
con resignación su condición heterónoma.
Desde un punto de vista
económico, ecológico, político o militar, esta desigualdad entre lo
urbano y lo rural puede entenderse como la expresión territorial de la
hiriente paradoja, conocida con el nombre de injusticia social, que
atraviesa la historia. Sin embargo, la ciudad también controla otro
ámbito sobre el que es totalmente autónoma: la producción de discursos y
relatos. En el terreno cultural, la ciudad no necesita al medio rural
para nada. Se basta a sí misma para indagar, definir y nombrar todo
cuanto existe.
Lo urbano, por supuesto, cuenta con su propia
marginalidad, pero, el simple hecho de vernos obligados a reconocer la
esencia heterogénea y conflictiva de la ciudad , constituye una prueba
más de su dominio. No se puede pensar en ella sin atender a sus propias
contradicciones y, sin embargo, nadie se extraña cuando se habla del
mundo rural como si fuera una realidad singular y monolítica.
Es
evidente que, bajo la geografía laminada impuesta por la
industrialización de las actividades agrarias o por el abandono, los
rasgos que permitían orientarse a través de los distintos universos de
la ruralidad se desvanecen en aquellas zonas que no han sido capaces de
aguantar el ritmo de la modernización. La uniformización que nos impide
saber a qué ciudad estamos llegando cuando atravesamos sus arrabales de
polígonos y nudos varios se está extendiendo al conjunto del territorio.
En un plano topográfico y, sobre todo, antropológico.
La ciudad y el
campo son conceptos que se definen por su mutua exclusión, pero
históricamente han constituido dos partes interconectadas de una misma
realidad. La frontera que les separaba era borrosa y permeable. Lo rural
penetraba en la ciudad tanto como lo urbano irradiaba sobre el campo.
Un flujo continuo de materia y significados los ha vinculado,
estableciendo un equilibrio inestable siempre decantado hacia el centro
de la ciudad. Hoy en día, la ciudad no es, en absoluto, menos
dependiente de los recursos generados en lo rural, pero está enterrando
los últimos rastros de ruralidad que la constituían. La dimensión rural
de la ciudad se desvanece a la vez que el modo de existencia urbano
coloniza el conjunto del territorio.
El proceso de desagrarización
que está convirtiendo a la agricultura en una actividad residual en el
propio medio rural, viene a reforzar el proceso de urbanización
generalizada. Aunque se trata de una tendencia que dista mucho de
haberse consumado, las señales de que algo ha cambiado en nuestros
pueblos son demasiado llamativas como para no reconocerlas.
El nexo
económico –ecológico– con el entorno más inmediato, en el que se basaba
la relativa autonomía de las zonas rurales, está siendo desplazado por
la conexión al sistema circulatorio que integra y cohesiona el engranaje
global de la producción industrial de mercancías. El metabolismo social
del pueblo más pequeño, tal y como sucede en la ciudad actual, se
abastece de un hinterland que adquiere una escala planetaria.
La
memoria, que durante siglos ha sustentado el sentir de las sociedades
campesinas, enmudece ante una actualidad tautológica que instaura un
presente continuo y absoluto. La fractura entre el ámbito del trabajo y
el hogar desarticula uno de los rasgos más característicos de la
economía rural. El colapso de la urdimbre comunitaria, prácticamente
consumado, integra a la población rural en una atomizada ciudadanía
universal.
El resultado que se obtiene al combinar estos procesos no
es otro que el de un medio rural transformado en un nuevo espacio urbano
marginal.
Son varias las fisonomías que adopta, desde las
urbanizaciones que invaden los intersticios de las grandes
aglomeraciones a los enclaves turísticos en la costa o en las montañas.
Desde la capital comarcal asfixiada por un ensimismamiento paralizante a
la pequeña ciudad dormitorio que solamente conserva el nombre del
pueblo que fue en su día.
La condición periférica de la nueva
ruralidad urbanizada no solo se expresa en un sentido cartográfico. La
escasez y la lejanía de los servicios públicos básicos, por tomar un
ejemplo recurrente, establecen un agravio comparativo respecto a la
población de los centros urbanos. El precio por vivir en un entorno
envidiado por su tranquilidad se traduce en horas al volante,
generalmente asumidas por las mujeres, para trasladarse al centro de
salud, a la escuela o al supermercado. De hecho, cada vez es más difícil
encontrarse con alguien en la calle o en la plaza del pueblo. El
espacio público languidece a la espera de los pocos transeúntes que no
recurren al vehículo privado para realizar hasta el más mínimo
desplazamiento.
En este escenario desangelado, encontramos la prueba,
quizás definitiva, para sentenciar la culminación de la metamorfosis
social ocurrida en el mundo rural: la aparición de gente ociosa. En las
sociedades campesinas tradicionales, pero también en las sociedades
rurales modernas, el trabajo era el centro gravitatorio sobre el que
pivotaba la existencia. Había, por supuesto, momentos para el descanso,
pero estos, de algún modo, no dejaban de estar integrados en la esfera
productiva o reproductiva que sustentaba el entramado socioeconómico
local. El aperitivo de los domingos al salir de misa, los bailes y las
romerías o los encuentros fortuitos en cualquier camino vecinal
permitían reforzar o crear nuevos vínculos en la madeja comunitaria. Se
trataba de un esparcimiento funcional que respondía a necesidades
colectivas y personales muy determinadas.
En estos nuevos espacios
urbanos surgidos de las ruinas del mundo rural, sin embargo, lo que
encontramos es algo muy distinto. Alcohólicos que consumen las tardes en
el bar, pensionistas tomando el sol o sentados al fresco, paseantes
que, por prescripción médica, recorren a diario la “ruta del
colesterol”, adolescentes vagando por las inmediaciones con sus
ensordecedoras motocicletas…
Todos ellos encarnan la figura del
flâneur rural. Un ser indolente y pusilánime que, a diferencia de su
homólogo parisino del s.XIX, difícilmente puede esperar nada interesante
o imprevisto de su deriva cotidiana. Desprovisto de una multitud en la
que zambullirse y enfrentado a un plano fijo que conoce de memoria, el
flâneur rural transita inevitablemente del descanso ocioso al
aburrimiento más entumecido.
* * *
Aunque la Real Academia todavía no se
ha atrevido a borrar del diccionario la primera acepción de la palabra
cultura (cultivo), cuando pensamos en este concepto, intuitivamente nos
vienen dos aspectos a la cabeza. El primero, vendría a ser el conjunto
de representaciones, costumbres, rasgos o maneras de hacer propias de un
determinado grupo social. En este sentido, la aparición de este nuevo
espacio urbano marginal constituye el fenómeno cultural determinante en
nuestra ruralidad.
Por otro lado, la cultura también puede entenderse
como algo que se produce y se ostenta. Desde este punto de vista, el
desequilibrio entre lo urbano y lo rural adquiere su máxima expresión.
No se trata solamente de que las universidades, los teatros, las grandes
bibliotecas o las galerías de arte se ubiquen en la ciudad sino que,
salvo raras excepciones, quienes transitan por estos círculos culturales
parecen dirigirse exclusivamente a una audiencia que no muestra ningún
interés por todo lo queda fuera de los confines de la propia ciudad.
En
este monólogo, el medio rural, convertido en objeto, se ve modelado a
capricho de los prejuicios de quien habla por él. Los argumentos pueden
variar. También el tono y las intenciones, pero raramente los análisis o
las recreaciones de lo rural escapan a este ejercicio de ventriloquía.
El campo, dicho desde lo urbano, puede adquirir los rasgos de un espacio
claustrofóbico, retorcido y embrutecedor, así como encarnar la esencia
pura de lo edénico. Generalmente no hay término medio. Las sociedades
rurales han sido acusadas de ser reaccionarias por naturaleza, de
encerrarse sobre sí mismas y de someter, mediante férreas instituciones
tradicionales, la voluntad individual. Sus estratos populares han sido
tratados de ignorantes supersticiosos, huraños asilvestrados o sucios
maleducados. El tópico del “pueblo pequeño, infierno grande” ha
espoleado la creatividad de muchos autores y ha condicionado las
interpretaciones de tantos otros pensadores. En el extremo opuesto, el
género bucólico-pastoril de la “alabanza de aldea” cuenta con una
tradición secular. Desde la Grecia clásica al medioevo andalusí, la
poesía inglesa del s.XVIII o la retórica fascista del primer tercio del
s.XX.
A pesar de los sesgos que distorsionan las interpretaciones
históricas y las reflexiones sobre el presente, para entender el medio
rural es necesario adentrarse en los meandros propios de esta producción
académica, artística o periodística. Sería absurdo negar su utilidad y
su interés, pero cualquier acercamiento a dichos trabajos requiere, en
todos los casos, desbrozar la fuerte carga ideológica que impregna sus
falsos atajos discursivos.
Más allá de esta cosificación que relega
al mundo rural a la condición de personaje o paisaje narrativo, bien sea
en una obra artística o en una investigación de carácter más o menos
teórico, existen otras relaciones entre el mundo de la cultura y el
campo.
Una de ellas es la que se establece a través de artistas,
escritores o profesores universitarios que se exilian voluntariamente a
un entorno rural buscando un lugar donde el reposo y el silencio se
alíen con su actividad reflexiva y creativa. Tal sería el caso de
compañías de teatro o de circo que instalan su lugar de ensayo en zonas
relativamente cercanas a la ciudad, corrientes pictóricas que apuestan
por un contacto íntimo y directo con los paisajes que reflejan en sus
obras o escritores que se mudan a una pequeña aldea de montaña. La
producción cultural de estos “talleres” u “obradores” no tiene por qué
estar centrada en temáticas relacionadas con el entorno rural que les
rodea. En muchos casos, la decisión de trabajar en el campo responde
únicamente a una voluntad de apartarse del aire viciado de los círculos
culturales o, simplemente, a una necesidad de espacio y silencio.
Aunque, por supuesto, también existen casos bien conocidos de creadores o
pensadores instalados en el medio rural que han reflejado en su obra lo
que ocurría en este entorno.
La presencia de estos personajes
excéntricos, más allá de aportar cierta diversidad sociológica, no suele
tener demasiadas consecuencias en la cotidianidad de las localidades
que los albergan. Es cierto, sin embargo, que en pueblos muy pequeños
esta actividad cultural puede tener su incidencia a través de eventos o
programas públicos. Algunos ayuntamientos en zonas fuertemente
despobladas, incluso, han promovido la instalación de artistas y
artesanos en su municipio como vía de revitalización y desarrollo.
Por
último, conviene no olvidar que prácticamente todos los pueblos cuentan
con sus propios artistas o historiadores amateurs. Ninguneados por los
gestores culturales y menospreciados por los expertos, estos agentes
culturales no solo llenan un vacío allá donde ningún profesional se ha
preocupado por llegar sino que, en el caso de los historiadores locales
que escriben sobre su pueblo o su comarca, llevan a cabo una actividad
que, a menudo, acaba nutriendo directamente el trabajo de los
universitarios.
El medio rural puede ser también un escenario donde
se muestra o representa algún tipo de expresión cultural. Nadie se
sorprende al constatar que la agenda programada no rebosa, precisamente,
de actividades, pero quizás conviene recordar que muchas de las
capitales comarcales de nuestros entornos rurales contaban, hasta fechas
muy recientes, con salas de cine y compañías de teatro no
profesionales. Actualmente, las poblaciones de mayor tamaño o los
enclaves que atraen una mayor afluencia de turistas organizan programas
veraniegos o eventos puntuales, pero en el resto del territorio las
artes escénicas, las conferencias o las exposiciones no dejan de ser
anécdotas esporádicas y descontextualizadas.
En relación a las
expresiones vernáculas de la cultura popular, en muchas zonas todavía se
mantienen ciertos elementos, más o menos folklorizantes, que podrían
entenderse como retazos de una cultura campesina en pleno proceso de
hundimiento y desnaturalización. Desprovistos de su dimensión
comunitaria y desvinculados del modo de vida que los alumbró, suelen
adoptar el carácter de espectáculos destinados a entretener a los
turistas o a reforzar estériles sentimientos identitarios de la
población local. Es lícito reconocer, sin embargo, que algunos de estos
eventos son capaces de activar procesos interesantes en el seno de las
maltrechas comunidades rurales. Dejando a un lado los aspectos polémicos
que a veces les rodean (cuestiones de género, maltrato animal,
connotaciones clasistas, elementos religiosos…), quizás, el mayor
problema asociado a estos últimos testimonios del mundo rural
tradicional es que constituyen, prácticamente, la única oferta de una
programación cultural reducida a las orquestas de baile o, en su versión
precaria, al sintetizador que ameniza las fiestas patronales.
Una
infinidad de equipamientos financiados con fondos europeos y concebidos,
supuestamente, para dinamizar cierto movimiento cultural en los pueblos
permanecen a la espera de que alguien les encuentre alguna utilidad más
allá de almacenar sillas y mesas plegables. Bibliotecas itinerantes
recorriendo decenas de kilómetros para atender un número ridículo de
usuarios. Charlas o espectáculos a los que, salvo raras excepciones,
asisten exclusivamente sus organizadores. Exposiciones de artistas o
artesanos locales en centros de interpretación que, con suerte, atraen
la mirada de algún vecino curioso o grupos esporádicos de turistas. Por
mucho que sea un tópico cargado de cierto desprecio, a menudo , el medio
rural se asemeja a un vasto y sofocante desierto cultural.
Existe,
por último, una nueva corriente que intenta activar procesos de
reflexión colectiva y de transformación en el medio rural a través de
proyectos relacionados con el arte, en un sentido amplio. Algunas de
estas iniciativas se orientan a la creación de espacios y dinámicas que
pretenden sacudir el sopor y el desánimo reinante en las zonas más
despobladas o remendar el tejido comunitario en localidades mayores.
Gracias a la iniciativa de asociaciones locales o de artistas con cierta
proyección, empiezan a proliferar propuestas que perfilan un nuevo
horizonte cultural en la ruralidad. Festivales de cine temático en
pequeñas aldeas, muestras de teatro callejero, conciertos o happenings
en explotaciones agrarias, bienales de arte contemporáneo en antiguas
cooperativas agrícolas, etc. El reto al que se enfrentan estas prácticas
es conectar con la población autóctona y superar su evidente tendencia
al paracaidismo.
Con objetivos similares, pero a través de
planteamientos muy diferentes, nos encontramos con otros proyectos,
generalmente impulsados desde el arte contemporáneo, que ponen el foco
en las actividades agrarias y los conocimientos que las sostienen.
Colaborando estrechamente con el sector primario de un territorio
determinado suelen generar, recogiendo y amplificando la voz de quienes
nunca la tuvieron, mecanismos con el objetivo de visibilizar las
críticas al modelo de desarrollo rural y al sistema alimentario
hegemónico.
Siguiendo la línea trazada por ciertas corrientes
artísticas que conciben su práctica como un modo de intervención social,
estas experiencias incluyen como parte de su trabajo diferentes
procesos participativos con una población local poco acostumbrada a
tomar la palabra y a expresarse a través de unos códigos que les
resultan ajenos. Sobre la base de un significado compartido –la
situación concreta de aquel territorio–, este choque de significantes
es, precisamente, el que abre la posibilidad de generar nuevos puntos de
vista y nuevos estados de ánimo que permitan reforzar los procesos
colectivos a los que se incorporan estos proyectos culturales.
La
capacidad de activar nuevos resortes perceptivos y cognitivos, de
plantear perspectivas insólitas sobre la realidad más cotidiana, se
revela como una estrategia muy interesante frente al desánimo reinante,
especialmente en las zonas rurales más periféricas. Las pocas
experiencias que hasta ahora han explorado este camino representan, sin
duda, una posibilidad de devolverles parte de la dignidad negada a
quienes viven de trabajar la tierra. Son ensayos tentativos que le
reconocen al mundo rural y a quienes lo han mantenido vivo la condición
de sujeto y de agente activo que siempre se le ha negado.
La paradoja
que subyace bajo estas iniciativas es que, en muchas ocasiones, están a
cargo de artistas sumergidos en la lógica voraz del mundo del arte. Con
una agenda desbordada por compromisos diversos y continuos viajes,
obligados a posicionarse en el panorama cultural para seguir optando a
líneas de financiación, carecen de tiempo para plantear intervenciones a
medio o largo plazo que contribuyan a una regeneración efectiva y
duradera del tejido comunitario.
A pesar de ello, estos nuevos
acercamientos a la ruralidad desde la cultura contemporánea son
francamente sugerentes. Pueden llegar a desempeñar un papel importante
como herramienta de dinamización local y contribuir a visibilizar un
mundo que se resiste a verse arrastrado por el desagüe de la historia.
Sus prácticas suponen una bocanada de aire fresco en un clima de
resignación colectiva y pueden llegar, en efecto, a iluminar muchas de
las zonas oscuras que enturbian el horizonte vital de la población
rural.
Marc Badal. Luzaide, marzo 2018
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