La ultraderecha española
siguen metiendo miedo con los inmigrantes,
pidiendo expulsiones, verjas y palos,
pero la invasión no viene en patera
viene en limusina, en avión y en trasatlántico,
y esa España, con la que a ellos se le llena la boca,
no sabe cómo vomitarlos.
Han comprado medio país,
reformado a su gusto pueblos y ciudades,
construido urbanizaciones exclusivas
en zonas no urbanizables, vegas, riberas
y primeras líneas de playa
con la complicidad y la ayuda
de quienes claman
contra los que se ahogan en el Mediterráneo.
Los que se aprovechan de nuestro sistema de salud
no son los inmigrantes, son ciudadanos europeos,
alemanes, británicos y noruegos,
que vienen a hacer turismo sanitario.
Los que nos expulsan hacia la periferia,
encarecen los alquileres y hacen invivible
el centro de las ciudades no son los subsaharianos
sino los ciudadanos europeos que vienen
a montárselo de botellón en vuelos chárter
todos los fines de semana.
La culpa de nuestros sueldos de miseria
no la tiene la competencia que nos hacen los de fuera
sino los niveles de explotación
que somos capaces de soportar
de los nuevos negreros de la patronal.
La culpa de los desahucios
no la tienen los inmigrantes
sino los fondos buitre
alimentados por inversores extranjeros
que así reparten beneficios
y se preparan una tranquila jubilación
especulando con tu casa, tu impotencia y tu dolor.
Los valores y la cultura
no están peligrando por culpa de los inmigrantes
sino por parte de los residentes europeos
que están cambiando nuestro estilo de vida,
que jamás se integrarán en nuestra cultura,
nuestra idiosincrasia y nuestras fiestas populares
y que se niegan a aprender una sola palabra de nuestro idioma,
mientras nosotros tenemos que pagar por hacer cursos
para aprender el suyo y poder trabajar en la hostelería.
A fecha de hoy, los alarmistas de la invasión,
los reyes de la xenofobia y los abanderados
de la pureza racial y el miedo, tienen a su favor
un millón de marroquíes, medio de rumanos y latinos,
y doscientos mil chinos, en total no más de cinco millones
de migrantes.
En su contra, los ochenta millones de los que no dicen nada,
pero que están destruyendo la identidad de nuestras ciudades,
convirtiéndolas en parques temáticos,
empobreciendo a los que viven en ellas
y generalizando el trabajo esclavo en el sector servicios.
Ochenta millones de termitas devoradoras
de recursos escasos, agua y energía.
Ochenta millones de termitas contaminadoras
y generadoras de toneladas de residuos
sin aportar gran cosa al tejido social de las ciudades.
Ochenta millones que dejarán beneficios
mientras se puedan seguir externalizando los costes, sí,
pero beneficios que se quedan en muy pocas manos,
las de aquellos que agitan en la frontera
banderas de España contra los inmigrantes.
Antonio Orihuela. Todos atrapados en la misma trampa. Ed. Garum, 2020
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