Desde que el 11 de marzo la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara como pandemia la enfermedad Covid-19 causada por el coronavirus SARS-CoV-2, y tres días después el gobierno español decretara el Estado de Alarma y nos confinara en nuestros domicilios, hemos asistido con asombro tanto a la cadena de decisiones tomadas como a la forma en que ha reaccionado gran parte de la sociedad. El malestar y estupefacción que albergábamos los primeros días fueron dando paso a una profunda preocupación por el cariz tomado por los acontecimientos.
Cul de Sac, colectivo responsable de las publicaciones de Ed. El Salmón, publicará próximamente El virus está desnudo, donde analizamos la presente crisis en sus distintos aspectos sanitario, político, ecológico y social.
Adelantamos a continuación las principales conclusiones de nuestro trabajo.
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UN TERROR SANITARIO INJUSTIFICADO
Cul de Sac & Ed. El Salmón
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Se ha tachado de irresponsable a quien osó decir que la Covid-19 era igual que una gripe. No es igual. Para la gran mayoría de la población, la Covid-19 es aún más inofensiva que una gripe.
La mayoría de los contagiados no muestran síntomas.
La mayoría de los que muestran síntomas apenas enferman.
La mayoría de los que tienen síntomas severos no enferman de gravedad.
La mayoría de los enfermos graves sobreviven.
Muy pocos mueren.
Y los que mueren, no todos fallecen por la Covid-19, sino con la Covid-19, sin que ésta sea necesariamente la causa de su muerte.
No lo decimos nosotros, sino los datos.
En España, los fallecidos
con Covid-19 menores de 60 años son el 4,7% de los casos diagnosticados.
969 decesos. Hay 35 millones de personas en ese rango de edad.
Y en los mayores de 60 años, la inmensa mayoría de quien contrae el virus, el 85%, no muere.
No lo decimos nosotros, sino numerosos científicos, epidemiólogos y virólogos que no verás en la tele y que se han mostrado críticos con las medidas de confinamiento ateniéndose a los datos sobre letalidad del virus.
No lo decimos nosotros, sino el principal asesor científico del gobierno de Inglaterra:
Entre quienes muestran síntomas, la gran mayoría, probablemente un 80%, desarrollará la enfermedad moderada o leve. Como mucho, tendrán que guardar cama unos días, pero sin tener que ir al médico. Una desafortunada minoría tendrá que ir al hospital, pero la mayoría sólo necesitarán oxígeno y después se irá. Y una minoría de ellos necesitarán cuidados intensivos, y algunos desgraciadamente morirán. Pero son una minoría, el 1% o probablemente incluso menos del 1%. E incluso entre el mayor grupo de riesgo, es menos del 20%. Es decir, que la gran mayoría de la gente, incluso entre los grupos de mayor riesgo, si coge el virus no morirá.
Pese a estas constataciones, este científico ha abogado por el confinamiento porque así se salvaban vidas.
¿Es esto cierto? Probablemente, no.
Cada vez más estudios cuestionan que las medidas de confinamiento y restricción de la movilidad hayan sido la causa principal de la contención del contagio y la prevención de más muertes. Es algo que deben estar pensando muchos gobernantes, aunque pocos se atrevan a admitirlo. Sí lo ha hecho la primera ministra de Noruega, que ha confesado que actuaron movidos por el pánico, y que el virus ya se había extendido por todo el país cuando se impuso el confinamiento. Afirma que ha sido un error que no volverán a repetir.
Pedro Sánchez justificó el Estado de Alarma porque habría salvado la vida de 300.000 personas. ¿En qué se basaba? En los cálculos del Imperial College británico, que vaticinó 500.000 muertes en Inglaterra si no se confinaba a la población.
¿Podemos saber qué habría pasado de no haber tomado estas medidas de excepción? Científicos suecos críticos con la postura de su gobierno ―el único en Europa en no encerrar a la población en sus casas― estimaron, basándose en el modelo inglés, que de no imponer un confinamiento en mayo habría 40.000 muertos y a finales de junio, 100.000. A 2 de junio, han fallecido 4.468 suecos.
Es más, el confinamiento podría haber resultado contraproducente. En Inglaterra, se estima que cada semana fallecen entre 2.000 y 3.000 personas por no poder hacer uso de los servicios de salud. Un prestigioso oncólogo británico afirma que 50.000 personas podrían morir como consecuencia de no poder tratar a tiempo sus tumores. El presidente de la Asociación Francesa contra el Cáncer sitúa esa cifra en 30.000 personas. Cabe recordar que en España cada año fallecen por el cáncer más de 100.000 personas.
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El organismo internacional responsable de la declaración de pandemia y que recomendó todas las medidas de excepción, la Organización Mundial de la Salud, está desde hace tiempo sometida a los intereses de la industria y del mercado.
Como agencia de las Naciones Unidas, cabría pensar que la financiación de la Organización Mundial de la Salud es totalmente pública. No es así. La aportación de los Estados miembros representa apenas el 20% de su presupuesto. El 80% restante corresponde a donaciones que, en su mayoría, especifican a qué fines debe destinarse el dinero. Un peso fundamental de estas aportaciones recae en el sector privado, como la industria farmacéutica, que cada año riega con millones de dólares la OMS. Un ex alto cargo de la agencia afirmaba en una entrevista en la Cadena Ser que «la OMS está en manos privadas».
El mayor donante privado de la OMS es la fundación de Bill Gates, creador de Microsoft. En los medios se le presenta unánimemente como un filántropo desinteresado que anhela contribuir con su fortuna a hallar una cura al coronavirus. Lo que nadie dice es que Bill Gates tiene millones de dólares invertidos en bonos y acciones de la industria farmacéutica (amén de en el sector armamentístico, combustibles fósiles, etc.).
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El modelo económico vigente es responsable de vastas transformaciones en la biosfera que están en el origen de la aparición de nuevas pandemias. Y es este modo de vida basado en la producción y el consumo de masas el que genera las condiciones que agravan la incidencia del virus.
Las últimas pandemias y epidemias graves decretadas por la OMS («vacas locas», gripe aviar, gripe porcina, MERS y la presente Covid-19) han tenido como origen un sistema de explotación de ganadería y agricultura industrial.
Además, el desarrollo económico invade y destruye cada vez más espacios de naturaleza salvaje y propicia la interacción del ser humano con patógenos con los que no había tenido contacto antes. Después, el sistema mundial de intercambio de mercancías y de movilidad global se encarga de propagar en pocos días infecciones que antes se restringían a un ámbito local o regional.
La producción y el consumo industrial llevan dos siglos arrasando el aire, el agua y la tierra. La contaminación ambiental es desde hace décadas uno de los principales problemas de los países desarrollados. Numerosos estudios correlacionan una mayor incidencia y letalidad de la Covid-19 en aquellas regiones donde la calidad del aire es peor (Lombardía, Madrid, Wuhan, etc.). Esto es así en las infecciones respiratorias en general. En China, se estima que la extrema contaminación del aire mata 4000 personas cada día. Es el mismo número de muertes totales registradas en el país asiático por Covid-19 durante toda la pandemia.
La presencia cotidiana de los conocidos como «disruptores hormonales» se sabe desde hace tiempo que deterioran nuestro sistema inmune volviéndolo más vulnerable a cualquier tipo de infección. Los químicos presentes en plásticos, envases, cosméticos y multitud de objetos de uso diario aumentan la posibilidad de que el efecto del coronavirus sea más fuerte.
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La supresión de derechos y libertades es la forma habitual de enfrentar las periódicas crisis del sistema económico. La gestión de la pandemia a través de las medidas de excepción no se entiende fuera de esta tendencia.
El presente estado de alarma, que se esgrime como única solución técnico-jurídica a la pandemia, no puede ocultar que la pandemia misma ha sido determinada políticamente. No se trata de una cuestión sanitaria y técnica, sino de una forma de gobierno a través del pánico a la enfermedad.
Esta pandemia ha acelerado la crisis económica, ecológica y social en la que ya estábamos inmersos. El hecho de que el confinamiento y demás medidas excepcionales vayan a agravar más esa crisis no quiere decir que algunos sectores de la economía no se vean beneficiados. Una repentina y brutal destrucción de parte del tejido económico resulta tentadora para algunos intereses por las ventajas futuras en la reconstrucción.
Las medidas ligadas al confinamiento, que restringen libertades y tratan de suprimir el disenso, podrían convertirse en la norma. Edward Snowden lo resumía así: con la excusa de combatir el coronavirus se está forjando la arquitectura de la opresión del día de mañana.
La aceptación mayoritaria de estas imposiciones muestra asimismo hasta qué punto se había asumido la tendencia a renunciar a nuestra ya de por sí restringida libertad con tal de mantener algún tipo de seguridad, por precaria que ésta fuese.
Se ha pasado de lo que Ulrich Beck bautizó como «sociedad del riesgo» a un mundo que funciona en base al pánico generalizado: desde el que asalta a los inversores en los cada vez más frecuentes desplomes financieros, al causado por los atentados terroristas y los desastres climáticos. Ahora, el pánico biológico desatado por un virus cualquiera ha vaciado ciudades del mundo entero y ha instalado la sospecha sistemática de ser portadores asintomáticos de una amenaza de destrucción masiva.
El recurso a la vigilancia y a la digitalización de nuestra vida cotidiana, que ya estaba muy presente, ha encontrado bajo estas condiciones excepcionales el argumento perfecto para desembarazarse de las tímidas críticas a su generalización.
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No somos «negacionistas del coronavirus», ni creemos que haya sido inventado en un laboratorio.
Ni que Bill Gates encabece una raza de reptilianos en busca del control mundial.
No pensamos que se trata de una conspiración orquestada de antemano en la sombra.
El virus existe, y es inofensivo para la gran mayoría de la población.
Existen otras epidemias mucho más letales que no reciben el mismo tratamiento porque afectan a países pobres.
Las decisiones de la OMS responden a los intereses privados de la industria farmacéutica y de un capitalismo disfrazado de filantropía.
Declarar la pandemia es una decisión política, no sanitaria, y las medidas de excepción adoptadas pueden llegar a convertirse en la norma.
DESOBEDECER A QUIENES, DICIENDO DEFENDER NUESTRA SALUD, NOS CONDENAN A UN SOMETIMIENTO AÚN MAYOR, CONSTITUYE UN DEBER MORAL.
Vengo criticando esta Falsemia desde mediados de marzo y recibiendo todo tipo de descalificaciones, insultos y menosprecios. Me ha costado más de una discusión severa y tengo a alguna amistad aún en cuarentena, pero me da igual. NO pienso parar de denunciar la mayor estafa del siglo XXI, y digo la mayor por que es la primera en la que han conseguido que las muy minoritarias y menguadas organizaciones anticapitalistas mundiales se alineen con el discurso oficial. Adelante, sois grandes.
ResponderEliminarExcelente artículo, la situación que estamos viviendo es terrible.
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