Del internacionalismo y de un cosmopolitismo radical, a principios del
siglo XX surgió el anacionalismo, una reacción del anarquismo frente a
la escalada bélica. Hoy pocos recuerdan este movimiento.
El término “anacionalismo” fue acuñado a principios del siglo XX por el activista anarquista Eugène Lanti (1879-1947) para designar un nuevo movimiento político que aspiraba a eliminar la nación no sólo como variable de la lucha internacional obrera, sino, aun más, como unidad básica de toda organización sociopolítica. Casi cien años más tarde apenas nadie recuerda aquel proyecto. Ni la Encyclopaedia of Nationalism (2000), coordinada por Athena S. Leoussi, ni la Enciclopedia del nacionalismo (1999), coordinada por Andrés de Blas Guerrero, incluyen la entrada “anacionalismo”.
Tampoco en los principales escritos teóricos sobre el nacionalismo (Ernst Gellner, Anthony D. Smith, Ellie Kedourie, Michael Billig o Eric Hobsbawm), ni siquiera en los estudios que preconizan el posnacionalismo (Jürgen Habermas, Pascale Casanova, Edward Said, Bernat Castany) se menciona una sola vez a Eugène Lanti o al anacionalismo. El objetivo de estas líneas es volver a poner en circulación un concepto que hoy se nos antoja necesario para aclarar y dinamizar algunos de los debates político-identitarios que nos ocupan estos días.
El anacionalismo fue un cosmopolitismo radical que se oponía tanto al nacionalismo burgués como al internacionalismo obrero, que había revelado sus insuficiencias durante la Primera Guerra Mundial. Así, en la primera parte del Manifiesto de los anacionalistas, escrito por Lanti en 1931, se acusa al internacionalismo obrero de reaccionario, puesto que la única lucha ventajosa para el proletariado es la lucha de clases, y no la lucha nacional, que no es más que un engaño de la burguesía para dividir al proletariado, cuando no una simple pérdida de tiempo y de energía.
Por si esto no fuese suficiente, el internacionalismo también será tildado de oportunista, por considerar que los dirigentes obreros internacionalistas se resisten a renunciar al paradigma nacional por miedo a que una organización anacional prescinda de ellos, en tanto que intermediarios entre las diversas facciones nacionales.
El anacionalismo es un movimiento estrechamente ligado a la figura de Eugène Lanti, pseudónimo de Eugène Adam. Nacido en una familia campesina normanda, se muda pronto a París, donde trabaja como obrero y entra en contacto con el movimiento anarquista. Tras su participación en la Primera Guerra Mundial, se vincula al movimiento obrero esperantista, llegando a ser nombrado, en 1919, redactor del boletín Le Travailleur Espérantiste. En 1921, asiste al Congreso esperantista, celebrado en Praga, durante el cual participa en la fundación de la Asociación Anacional Mundial (conocida con las siglas SAT, que responden a su nombre en esperanto, Sennacieca Asocio Tutmonda), erigiéndose en su líder indiscutible hasta 1933. Ese mismo año adoptará el pseudónimo de Eugène Lanti, contracción de su apodo francés “L’anti tout”.
Como era de esperar en aquel ambiente de exaltación nacionalista, durante la década de los años veinte se produjeron fuertes tensiones en el seno del movimiento obrero entre la corriente internacionalista, que no renunciaba al concepto de nación, contentándose con aspirar a una cierta coordinación y coexistencia entre éstas; y el anacionalismo, liderado por Lanti, que aspiraba a su superación mediante la difusión de una lengua universal como el esperanto.
Por su parte, a pesar de haber estado unido, desde sus inicios, al Partido Comunista Francés, Eugène Lanti se distanció progresivamente del comunismo soviético, al que acusará en su Manifiesto de haberse convertido «en un capitalismo de estado, en una inmensa burocracia oligárquica.»
En los años subsiguientes a la fundación de la SAT, en 1921, el término “anacionalismo” no había sido definido ni teorizado adecuadamente. El Manifiesto de los anacionalistas, de 1931, buscará acabar con esta indefinición con el objetivo de dotarlo de una posición clara y sólida frente al internacionalismo obrero, particularmente frente al internacionalismo esperantista soviético, liderado por Ernst Drezen. Los internacionalistas defendían el derecho a la autodeterminación de los pueblos, que entendían que formaba parte de la lucha anticolonialista, mientras que el anacionalismo consideraba que la variable nacional no hacía más que retardar y distorsionar la lucha obrera. Al intensificarse las tensiones entre ambas facciones, Eugène Lanti depuso, en 1933, sus funciones al frente de la SAT, si bien las purgas stalinistas no tardaron en ocuparse de los principales líderes del esperantismo. No tardaría en sumarse a la caza Hitler, quien ya había afirmado, en Mi lucha (1925), que el esperanto es “un idioma universal para facilitar el control del mundo judío”, que existe sólo porque, “mientras los judíos no dominen un país, necesitan inventar idiomas”.
Para comprender el anacionalismo es necesario tener en cuenta el contexto histórico en el que surgió. De un lado, la SAT fue fundada apenas tres años después del final de la Primera Guerra Mundial, que supuso un verdadero descalabro para el internacionalismo obrero; del otro, el Manifiesto de los anacionalistas se escribió en pleno auge de los fascismos europeos, a los que se hará referencia explícita cuando en él se acuse al partido comunista alemán de haber utilizado con fines electoralistas el sentimiento nacionalista, colaborando a que “actualmente, en Alemania, la ola nacionalista amenaza con sumergirlo todo.”
Pero los orígenes del anacionalismo no deben buscarse sólo en el contexto histórico-político del primer tercio del siglo XX, sino también en corrientes filosóficas e ideológicas anteriores, como, por ejemplo, el cosmopolitismo, el pacifismo, el antipatriotismo anarquista o el homaranismo.
En lo que respecta al cosmopolitismo, el mismo Lanti afirmará, en su Manifiesto, que, tomado en su sentido etimológico, dicho término «tiene aproximadamente el mismo significado que el que nosotros otorgamos a la palabra “anacionalismo”». Sin embargo, la tradición cosmopolita no siempre presenta los mismos acentos políticos que el anacionalismo, que está estrechamente ligado al anarquismo, ni suele cifrar todas sus esperanzas universalistas en una lengua universal artificial como el esperanto.
El anacionalismo también bebe de la tradición pacifista o irenista, cuyo origen se remonta a textos como la Queja de la paz (1517), de Erasmo, y su culminación se halla en la gran literatura antibélica del siglo XX, donde destacan nombres como Romain Rolland, Erich Maria Remarque, Dalton Trumbo, Kurt Vonnegut o Rodolfo Fogwill. En esta línea se encuentra también Victor Hugo, quien llegará a preguntarse, en Los miserables (1862): «¿Acaso hay guerras extranjeras? ¿Acaso toda guerra entre hombres no es lucha entre hermanos?», para acabar sosteniendo que “la monarquía es el extranjero; la opresión es el extranjero; el derecho divino es el extranjero. El despotismo viola la frontera moral, como la invasión viola la frontera geográfica. Expulsar al tirano o expulsar al inglés; en los dos casos es recobrar el territorio.”
Otra raíz esencial del anacionalismo es la tradición antipatriótica anarquista, de la que no se distingue demasiado, a no ser por la confianza del primero en la capacidad del esperanto para unir a las clases obreras de los diferentes territorios. Piénsese en el protoanarquista inglés William Godwin, para el cual “el amor a la patria, estrictamente hablando, es otra de las engañosas ilusiones creadas por los impostores, con el objeto de convertir a la multitud en instrumentos ciegos de sus aviesos designios” (Political Justice, 1793); o en Max Stirner, quien llegará a afirmar que “sería capaz de sacrificar mi patria en aras de la justicia, si me viera obligado a escoger entre la una y la otra” (El Único y su Propiedad, 1844).
Será, quizás, Bakunin quien realice la crítica más sistemática y consciente contra el nacionalismo, en sus Cartas sobre el patriotismo (1869), donde se sostiene que “el Estado es el hermano menor de la Iglesia, y el patriotismo, esa virtud y ese culto del Estado, no es otra cosa que un reflejo del culto divino” (“Carta 3”), cuando no el interés solidario de la clase privilegiada que el Estado necesita para sobrevivir (“Carta 4”).
Por su parte, Emma Goldman, la más importante anarquista del territorio estadounidense, afirmará, en su artículo “Patriotismo, una amenaza para la libertad”, de 1911, que “los hombres y mujeres pensantes de todo el mundo han comenzado a percatarse que el patriotismo es demasiado intolerante y limitado como concepto para hacer frente a las necesidades de nuestro tiempo” y que se está desarrollando entre los obreros de diferentes países “una solidaridad que no teme a las invasiones extranjeras, ya que está llegando el momento en que todos los obreros dirán a sus amos: “Vete y haz tu propia matanza. Nosotros lo hemos hecho ya bastantes veces por ustedes”.”
Errico Malatesta sostendrá, en su libelo de 1914, “Los anarquistas han olvidado sus principios”, que «los trabajadores de todos los países son hermanos y que el enemigo –el “extranjero”- es el explotador, haya nacido en nuestra propia casa o en países lejanos, hable nuestro idioma u otro desconocido»; razón por la cual, continúa, «siempre luchamos contra el nacionalismo en cuanto reminiscencia de un pasado al servicio de los intereses de los opresores; y nos enorgullecemos de ser internacionalistas no sólo de palabra, sino por un profundo sentimiento que nos anima.» Por eso, aunque el inicio de la Primera Guerra Mundial haya demostrado “que los sentimientos nacionales están más enardecidos y que los de la hermandad internacional son menos profundos de lo que creíamos”, es necesario “intensificar nuestra propaganda antipatriótica”.
Una última influencia importante para el anacionalismo fue el homaranismo, que en esperanto significa “amor hacia los hombres”, una doctrina de tintes pseudo-religiosos, inspirada en parte en las enseñanzas del rabino Hilel el Sabio (s. I a.C.), cuyos pilares son el humanitarismo, el cosmopolitismo y el pacifismo. El argumentario básico del homaranismo se halla en la Declaración del homaranismo (1917), de Ludwig Lejzer Zamenhof, quien treinta años antes había publicado un folleto intitulado Lingvo internacia o Lengua internacional (1887) en el que exponía los principios de una nueva lengua que habría de adoptar el nombre del pseudónimo con el que solía firmar sus escritos: “Doktoro Esperanto”, esto es “Doctor Esperanzado”.
Nota: Puede leerse una traducción completa del Manifiesto de los anacionalistas (1931) en el número 13 del año 2015 de la revista Cartaphilus. Revista de investigación y crítica estética: http://revistas.um.es/cartaphilus
ILUSTRACIONES: MATERIA DISPERSA
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