Comienza un nuevo año. Festejamos y, entre abrazo y abrazo,
olvidamos preguntarnos acerca de un pequeño detalle: a diferencia de
nuestros antepasados, esperamos el paso de un año a otro contando
regresivamente los segundos, es decir, estamos sujetos a la exactitud de
los relojes. No es el Tiempo, son los relojes y su tiranía. Para
comenzar, entonces, este nuevo año, los dejamos con un ensayo clásico:
“La tiranía del reloj”, del historiador George Woodcock, publicado
originalmente en War Commentary — For Anarchism, marzo de 1944.
No hay ninguna característica que separe con mayor claridad la
sociedad que ahora existe en Occidente de las antiguas sociedades, tanto
europeas como orientales, que su concepto de tiempo. Para los antiguos
chinos y griegos, para los pastores árabes o los actuales peones
mejicanos, el tiempo queda representado por los procesos cíclicos de la
naturaleza, la alternancia de la noche y el día, el paso de una estación
a la siguiente. Los nómadas y granjeros medían y aún miden su día desde
el amanecer hasta la puesta de sol, y su año en términos de siembra y
cosecha, de caída de las hojas y de deshielo de lagos y ríos. El
granjero trabajaba según los elementos, el artesano durante todo el
tiempo que le pareciera preciso para la perfección de su producto. El
tiempo era visto como un proceso de cambios naturales, y la humanidad no
se preocupaba por la exactitud con que fuera medido. Por este motivo,
unas civilizaciones altamente desarrolladas en otros aspectos dedicaban
instrumentos sumamente primitivos para el cómputo del tiempo: el reloj
de arena o de gotas de agua, el reloj de sol, inútil en los días
nublados, y las velas y candiles, cuyo remanente de aceite o cera
indicaba las horas. Todos estos utensilios, aproximativos e inexactos,
devenían con frecuencia inútiles a causa del clima o del grado de pereza
de la persona a su cargo. En ninguna parte del mundo de la Antigüedad o
del Medioevo se hallará sino una minoría de hombres que se preocupe por
el tiempo en términos de exactitud matemática. El hombre moderno,
occidental, habita sin embargo un mundo regido por los símbolos
mecánicos y matemáticos del tiempo cronometrado. El reloj dicta sus
movimientos e inhibe sus acciones.
El reloj transforma el tiempo, que
pasa de ser un proceso natural a una mercancía que puede ser medida,
comprada y vendida como si de jabón o pasas se tratara. Y debido a que
sin los medios para medir con precisión el tiempo nunca se hubiera
llegado a desarrollar el capitalismo industrial ni podría seguir
explotando a los trabajadores, el reloj representa un elemento de
tiranía mecánica en las vidas de los hombres modernos mucho más poderoso
que cualquier explotador en tanto individuo o que cualquier otra
máquina. Es de utilidad recordar el proceso histórico mediante el cual
el reloj ha influido en el desarrollo social de la civilización europea
moderna.
Es un hecho frecuente en la historia que una cultura o civilización
desarrolle la herramienta que posteriormente será propiciará su
destrucción. Los antiguos chinos, por ejemplo, inventaron la pólvora, la
cual fue desarrollada por los expertos militares de occidente y
eventualmente condujo a la destrucción de la propia civilización china
mediante los fuertes explosivos del armamento bélico moderno. Del mismo
modo, el logro supremo del ingenio de los artesanos de las ciudades
medievales europeas fue la invención del reloj mecánico, que, al
trastocar revolucionariamente el concepto de tiempo, colaboraron
materialmente con el crecimiento del capitalismo explotador y a la
destrucción de la cultura medieval.
Según algunos relatos, el reloj apareció en el siglo XI, como
dispositivo para hacer sonar las campanas a intervalos regulares en los
monasterios, los cuales, con la vida organizada que imponían a sus
internos, fueron el modelo más próximo de la edad media a las actuales
fábricas. El primer reloj propiamente dicho, no obstante, apareció en el
siglo XIII, y tan sólo a partir del siglo XIV comenzaron los relojes a
adornar las fachadas de los edificios públicos de las ciudades alemanas.
Estos relojes primerizos impulsados por pesas no eran especialmente
precisos, y no se alcanzó un cierto grado de fiabilidad hasta el siglo
XVI. Por ejemplo, se dice que el primer reloj preciso de Inglaterra fue
el de Hampton Court, fabricado en 1540. E incluso la precisión de los
relojes del siglo XVI resulta relativa, dado que sólo estaban equipados
con manecillas para las horas. Ya en el siglo XIV habían pensado los
primeros matemáticos en medir el tiempo en minutos y segundos, pero con
la invención del péndulo en 1657 se obtuvo la precisión necesaria para
la adición de una manecilla que señalara los minutos, mientras que la
manecilla destinada a los segundos no fue introducida hasta el siglo
XVIII. Ambos siglos, se observará, son aquellos en que el capitalismo
creció en tal grado que le fue posible aprovechar la tecnología de la
revolución industrial para así establecer su dominio sobre la sociedad.
El reloj, como ha señalado Lewis Mumford, representa la maquinaria
cardinal de la era de la maquinaria, tanto por su influencia sobre la
tecnología como por su influencia en las costumbres humanas.
Técnicamente, el reloj fue la primera máquina auténticamente automática
que adquirió verdadera importancia en la vida de las personas. Antes de
su invención, las máquinas habituales eran de tal naturaleza que su
manejo dependía de alguna fuerza externa y de escasa fiabilidad, como la
musculatura humana o animal, el agua o el viento. Es cierto que los
griegos habían inventado ciertos mecanismos automáticos primitivos, pero
sólo se los empleaba, como ocurría con la máquina de vapor de Herón,
para procurar efectos “sobrenaturales” en los templos o para entretener a
los tiranos de las ciudades orientales. Pero el reloj fue la primera
máquina automática que consiguió importancia pública y una función
social. La fabricación de relojes se convirtió en la industria a partir
de la cual fueron aprendidos los rudimentos de la fabricación de
máquinas y se obtuvo la habilidad técnica necesaria para la revolución
industrial.
Socialmente el reloj tuvo una influencia más radical que la de
cualquier otra máquina, en tanto era el medio por el cual se podía
obtener mejor la regularización y organización de la vida necesaria para
un sistema industrial de explotación. El reloj proporcionaba los medios
para que el tiempo —una categoría tan elusiva que ningún filósofo ha
podido hasta el momento determinar su naturaleza— pudiera ser medido
concretamente en los términos tangibles del espacio representado como
circunferencia por la esfera de un reloj. Se dejó de considerar el
tiempo como duración, comenzándose a hablar y pensar permanentemente de
“tramos” de tiempo, como si se estuviera hablando de retales de tela. Y
el tiempo, ahora mensurable en símbolos matemáticos, pasó a ser visto
como una mercancía que podía ser comprada y vendida del mismo modo que
cualquier otra.
Los nuevos capitalistas, en particular, devinieron rabiosamente
conscientes del tiempo. El tiempo, que en este caso quería decir el
trabajo de los obreros, era visto por ellos casi como si constituyera la
materia prima principal de la industria. “El tiempo es dinero” se
convirtió en uno de los eslóganes cruciales de la ideología capitalista,
y oficial cronometrador fue el más representativo de los empleos
creados por la administración capitalista.
En las primeras fábricas los patronos llegaron a manipular sus
relojes o a hacer sonar las sirenas en momentos distintos a los
indicados a fin de defraudar a sus trabajadores esta valiosa y nueva
mercancía. Más adelante semejantes prácticas se hicieron menos
frecuentes, pero la influencia del reloj impuso una regularidad en las
vidas de la mayoría que previamente sólo se había conocido dentro de los
monasterios. Las personas pasaron a ser de hecho similares a relojes,
actuando con una regularidad repetitiva carente de parecido con la vida
rítmica de un ser natural. Pasaron a ser, como reza el dicho victoriano,
“puntuales como relojes”. Únicamente en los distritos rurales, donde
las vidas naturales de animales y plantas y los elementos aún dominaban
la vida podía librarse una parte mayoritaria de la población de sucumbir
al mortífero tic-tac de la monotonía.
En un principio esta nueva actitud ante el tiempo, esta nueva
regularidad de la vida, fue impuesta por los señores propietarios de
relojes sobre los pobres, que se resistían a ella. El esclavo industrial
reaccionaba en su tiempo libre viviendo en una caótica irregularidad
que caracterizaba las barriadas empapadas en ginebra del industrialismo
de principios del siglo XIX. Se huía hacia un mundo sin tiempo de bebida
o de inspiración metodista. Pero gradualmente la idea de regularidad se
fue extendiendo hasta llegar a las capas más bajas de los obreros. La
religión del siglo XIX y la moral desempeñaron un papel nada desdeñable
al proclamar que “perder el tiempo” era un pecado. La introducción de
relojes y relojes de bolsillo producidos masivamente en los años 1850
extendió la conciencia del tiempo entre aquellos que previamente habían
meramente reaccionado al estímulo de unos golpes en la puerta o de la
sirena de la fábrica. En la iglesia y en la escuela, en la oficina y en
el taller, se consideraba la puntualidad la mayor de las virtudes.
A partir de esta esclava dependencia del tiempo mecánico, que se
extendió insidiosamente por todas las clases en el siglo XIX, creció la
desmoralizadora regimentación de la vida que caracteriza el trabajo
industrial de nuestros días. El hombre que no se adapta a ella se aboca a
la censura de la sociedad y la ruina económica. El trabajador que
llegue con retraso a la fábrica perderá su trabajo e incluso, en los
días en que nos encontramos, puede verse encarcelado[1]. Las comidas
presurosas, el periódico apiñarse en trenes y autobuses cada mañana y
cada tarde, la tensión de tener que trabajar de acuerdo con horarios,
todo ello contribuye a los desórdenes digestivos y nerviosos, a la ruina
de la salud y a la brevedad de las vidas.
Tampoco puede decirse que, a largo plazo, la imposición financiera de
regularidad conduzca a un mayor grado de eficacia. De hecho, la calidad
de los productos es habitualmente muy inferior, debido a que el patrón,
al considerar el tiempo una mercancía por la cual ha de pagar, obliga a
sus operarios a mantener tal velocidad que necesariamente han de
escatimar su trabajo. El criterio principal es preferir la cantidad a la
calidad, y del trabajo en sí mismo desaparece todo disfrute. El
trabajador no hace sino vigilar el reloj, preocupado únicamente por el
momento en que pueda escaparse hacia el magro y monótono ocio de la
sociedad industrial, en que se dedica a “matar el tiempo” atracándose de
goces tan planificados y mecanizados como el cine, la radio y los
periódicos en la medida que su salario y su cansancio se lo permitan.
Únicamente si es capaz de aceptar los riesgos de vivir conforme a sus
convicciones o su ingenio puede un hombre sin dinero salvarse de vivir
como un esclavo del reloj.
El problema del reloj es, en general, similar al de la máquina. El
tiempo mecánico es valioso como medio para coordinar las actividades en
una sociedad altamente desarrollada, lo mismo que una máquina es valiosa
como medio de reducir el trabajo innecesario al mínimo. Tanto el uno
como la otra son valiosos por la contribución que realizan al buen curso
de la sociedad, y sólo han de utilizarse en la medida en que sirvan a
la humanidad para eliminar eficientemente entre todos el esfuerzo
monótono y la confusión social. Pero no ha de permitirse que ninguno de
los dos dominen la vida de las personas como ocurre hoy día.
Por ahora el movimiento del reloj establece el ritmo de las vidas
humanas. El hombre se convierte en un criado del concepto de tiempo que
él mismo ha creado, y en cuyo temor se le mantiene, como le sucedió a
Frankenstein con su propio monstruo. En una sociedad cuerda y libre,
semejante dominación de las funciones humanas por relojes y máquinas
sería, como es obvio, impensable. La dominación del hombre por una
creación del hombre resulta incluso más ridícula que la dominación del
hombre por el hombre. El tiempo mecánico sería relegado a su verdadera
función de instrumento para la referencia y coordinación, y la humanidad
recobraría una visión equilibrada de la vida, que ya no estaría
dominada por la adoración al reloj. Una plena libertad implica la
liberación de la tiranía de abstracciones del mismo modo que rechaza las
reglas humanas.
Notas
[1] El autor se refiere, evidentemente, a las
regulaciones de guerra vigentes en el momento de la publicación de este
artículo en War Commentary. Nota del ed.
Fuente: http://grupogomezrojas.org/2016/01/03/la-tirania-del-reloj-por-george-woodcock/
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