Publicado en Argelaga 4
“La revolución tal como la entendemos tendrá que destruir radical y completamente desde el primer día el Estado y todas sus instituciones.”
Bakunin, Programa y objeto de la organización secreta revolucionaria de los Hermanos Internacionales.
Así comienzan las revoluciones, con el derrumbamiento del Estado. Bakunin, inspirándose claramente en la Comuna de París, describía el proceso paso a paso: organización directa de la comuna insurrecta, supresión de los cultos y de los códigos jurídicos, armamento del pueblo, abolición de la propiedad y de las instituciones estatales. Y seguía: proclamación de la igualdad económica y política (abolición de las clases), llamamiento a todas las provincias, comunas y asociaciones a seguir el ejemplo, federación de todas ellas según los mismos principios, extensión del movimiento a otras naciones… Como buen discípulo de Hegel, creía en el trabajo paciente del «viejo topo». Así, las revoluciones no eran obra de vanguardias, ocultas o públicas, sino que «nacen de sí mismas, por la fuerza de las cosas, por el movimiento de los hechos y los acontecimientos. Durante mucho tiempo se incuban en la profundidad de la conciencia instintiva de las masas; luego, estallan, aparentemente debido a causas fútiles.» La tarea de los revolucionarios consistía básicamente en reunir los elementos de la revolución que se encontraban diseminados, algo así como en amontonar materiales combustibles para un incendio.
La abolición del Estado podía concretarse en el fin del sistema de enseñanza, de la sanidad y asistencia públicas, del aparato de justicia, de la burocracia, de la policía y del ejército, de cuyas funciones se harían cargo las comunas libres y las federaciones. Sus responsables serían nombrados en elecciones.
Ahora bien, el camino hacia una sociedad sin Estado, o sea, hacia la anarquía, que, de acuerdo con Bakunin, no es más que «la manifestación completa de la vida popular librada a sí misma», ha de recorrer un gran trecho antes de llegar al punto en que el Estado y el Capital, dos realidades que son sólo una, se debiliten y disuelvan por causas internas y externas. Dicho recorrido está marcado por la crisis. Si alguna tarea han de tener quienes trabajan en pro de tal disolución por el bien de toda la humanidad, ésta no es más que la de identificar y dar a conocer los indicios de dicha crisis, con el fin de que el sujeto de la historia incida en ella con mayor acierto y haga lo que tengan que hacer. ¿Dónde se forja ese sujeto?
El sujeto revolucionario se constituye a partir de los antagonismos que surgen y se desarrollan dentro de la sociedad capitalista ¿Se manifiestan en el terreno de la política? Por supuesto que no. Ese terreno es propiedad de una casta usurpadora. Allí todos los antagonismos que surgen son falsos ¿Y en los lugares de producción? No exclusivamente. La extensión de las condiciones fabriles al conjunto de la sociedad urbanizada lleva el antagonismo Capital-Trabajo a manifestarse en cualquier parte. Lo que interesará saber es el sitio donde el capitalismo resulte más vulnerable, pero ese ya no es el taller o la fábrica. Menos todavía lo es el parlamento. El eslabón más débil lo constituyen las infraestructuras, los lugares de circulación. El sistema capitalista no es un régimen estático, sino que se halla en perpetuo y acelerado dinamismo. En el estadio actual de desarrollo, el de la producción mundial deslocalizada, la rapidez del intercambio determina la ganancia tanto o más que la productividad. El Estado constructor es el garante y responsable directo del veloz movimiento de la mercancía.
La bancarrota del Estado y del régimen económico que representa y protege, vendrá pues de la esfera de circulación; entiéndase circulación de energía, personas, mercancías y dinero. El viejo topo saldrá por ahí a la luz del día. Pero ¿qué causas objetivas originarán su quiebra? Ahí entra en juego el antagonismo que se deriva de la explotación ilimitada de los recursos finitos de la naturaleza, principalmente energéticos, es decir, la oposición entre Capital y Territorio, en torno a la cual ha de crearse la nueva clase subversiva. La circulación, las conurbaciones –y en última instancia, el capitalismo– dependen fundamentalmente del petróleo barato y del gas natural, mercancías que va a rarificarse en los próximos decenios, encareciéndose el transporte y dificultándose el funcionamiento de la sociedad urbana. El consumo descenderá, junto con la oferta de trabajo; la exclusión se extenderá y las áreas metropolitanas se volverán inviables. El crecimiento demográfico se detendrá. Y ahí es cuando entran en juego las masas agitadas. La lucha contra las infraestructuras virará a la supervivencia, lo que permitirá primero la aparición de huertos urbanos y generadores de energía renovable en los edificios arruinados junto a un esbozo de autoorganización marginal, y luego, de forma más general, determinará un movimiento de la población hacia el campo.
El antagonismo entre capitalismo y territorio –que a veces se presenta como conflicto entre la agroindustria y la soberanía alimentaria– no es único, aunque sea principal, sino que se refuerza con otros menores. Por ejemplo, el que existe entre la automación y el empleo, o el que hay entre las finanzas autónomas y el capital productivo (que a menudo se da entre el crédito y los salarios, o entre el consumo y la exclusión). También, entre la administración partitocrática y los servicios públicos, etc. Las contradicciones interactúan, acentuando los efectos críticos. Para la clase dirigente no es cuestión de superarlas o disimularlas, sino de incorporarlas a la cotidianeidad del sistema, convirtiendo la excepción en norma. En lo sucesivo, las crisis serán –ya son– la condición normal de la sociedad donde reinan condiciones turbocapitalistas.
El proceso triple de exclusión/desurbanización/ruralización significará para las administraciones una disminución recaudatoria, y por consiguiente, la contracción del Estado. La falta de financiación obligará el sistema a decretar nuevas tasas inasumibles, y en consecuencia, a proletarizar las clases medias y liquidar el nivel bajo de la jerarquía burocrático-política, que es el más numeroso, tratando de preservar lo más que se pueda el aparato represivo. La base social de la dominación se irá peligrosamente estrechando. La respuesta histórica de la burguesía a la crisis de los años veinte del siglo pasado fue el fascismo; la de la crisis de los setenta fue la mundialización. La primera aplastó al proletariado; la segunda, lo atomizó. Es de suponer que la próxima tenga más de represivo que de integrador, pues el crecimiento económico es bastante problemático y la sumisión no está suficientemente asegurada por la masificación. La respuesta será eminentemente fascista: empezará con un estado de excepción permanente, apuntalado en la derogación por ley de cualquier garantía política y en un sistema punitivo de largo alcance. La movilización popular permanente ha de volverlo inoperante.
En un contexto de crisis energética y financiera prolongada, los Estados tendrán dificultades en nuclearizar y militarizar el mundo a fin de impulsar nuevamente la economía. La población sacrificada, la que queda fuera del mercado, como ya hemos dicho antes, tendrá que auto-organizarse a una cierta escala y, a falta de erario, recurrir a formas de supervivencia al margen de los circuitos capitalistas. A la larga, la desestatalización y desmonetarización de la sociedad serán la consecuencia final de una crisis múltiple más que la obra de un sujeto consciente, pero igualmente dará lugar a comunas libres para la solución de problemas inmediatos, a las que sólo un movimiento radical de autodefensa podría consolidar. El elemento objetivo (las comunas) impulsará a su vez al elemento subjetivo, es decir, al sujeto (el movimiento social). Las indicaciones al respecto apuntadas por Bakunin siguen siendo las adecuadas. No obstante, aun sin un Estado que moleste, el paso de un régimen capitalista a otro comunista anárquico no se realizará en un solo país de la noche a la mañana, porque, dejando de lado la necesaria internacionalización del proceso revolucionario, hace falta un programa de transición que sería ante todo un programa de desmantelamiento. Por otra parte, si las comunas no fueran capaces de organizar su defensa, el Estado, aunque reducido a su mínima expresión, no moriría, sino que trataría de recomponerse a través de mafias, partidos armados, señores de la guerra y bandas paramilitares nacidos de la dispersión del poder. La lucha final no será otra.
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