Algo huele a podrido en Barcelona, pero que nadie se escandalice por ello más de la cuenta. Lo verdaderamente escandaloso no son las denuncias falsas, las vejaciones gratuitas infligidas a los detenidos o la saña criminal de los “protocolos de actuación” de los verdugos uniformados; mucho menos, la complicidad y el encubrimiento de los políticos, las coacciones a los testigos, la desestimación de pruebas y los procesos judiciales sin garantías. Lo indignante es que todo este universo kafkiano forma parte de la normalidad ciudadana. A día de hoy, tal tipo de conductas es normal, está legitimado, puesto que para los responsables de tanto atropello es la única forma de garantizar con eficacia el mantenimiento del orden establecido a escala municipal.
Las revueltas ocurren cuando los gobernantes pierden toda credibilidad y su autoridad no inspira respeto a quienes gobiernan. Es así de sencillo. En tal situación, aunque la gente obedezca por costumbre, el Poder se sabe frágil; no le basta con disponer de un cuerpo político y judicial sin fisuras para aplastar el menor atisbo de vida independiente, sino que necesita un espacio público domesticado donde el trapicheo ambulante, la fiesta autónoma (que no era precisamente el caso de la “Anarco Peña Cultural”), la deriva opaca y sobre todo la libertad pública -ese gusto por hablar, discutir, respirar y actuar- no puedan ni siquiera asomar. Los dirigentes conciben a los súbditos díscolos como amenaza, o sea, como un “enemigo” capaz de colarse por cualquier resquicio. La naturaleza de dicho enemigo resulta fácil de elucidar con sólo mirar a las víctimas del celo policial: indigentes, inmigrantes, jóvenes “de estética okupa”, manifestantes, miembros de piquetes de huelga, y, en general, cualquiera que se cruce en el camino de los mercenarios del orden “cívico”.
Esas figuras del enemigo público han relevado a las del “desafecto”, “ateo”, “comunista” o “anarquista”, mediante las cuales la pasada dictadura de Franco exorcizaba a sus oponentes y justificaba una represión implacable. El régimen partitocrático nacido de la reconversión pactada de la dictadura no modificó un ápice la relación hostil entre gobernantes y gobernados; tampoco derogó la legislación punitiva anterior, ni purgó sus aparatos policial y judicial. La “peligrosidad social”, que caracterizaba al “enemigo”, se encarnó a su vez en el “terrorista”, el “traficante”, el “delincuente habitual” y, finalmente, en el “antisistema”, legitimando así una involución legal que suprimía derechos y permitía el acoso policial en nombre de los “valores democráticos” y la “seguridad ciudadana”. De modo semejante, la dictadura lo había hecho en nombre de la “paz”, la “religión” y el “orden público”. La partitocracia no había desarrollado instituciones capaces de integrar la protesta social, ni había conseguido que los colectivos disidentes se dejaran instrumentalizar o corromper, por lo que la cuestión social -la condición humana bajo un capitalismo en constante reestructuración- se iba contemplando desde la perspectiva dirigente como una cuestión de orden.
Como pasa siempre, los abusos policiales precedieron a la ley, indicándole el camino. Y con enorme facilidad, la partitocracia ha vaciado la carcasa liberal constitucionalista para reproducir condiciones político-sociales típicas de los regímenes autoritarios. Tiene demasiados puntos vulnerables, por eso se ha de proteger contra un enemigo multirreincidente, que lo mismo surge en forma de desahuciado, que en forma de enfermo de hepatitis C. Realmente la violencia policial indiscriminada es el primer paso de una guerra contra la población súbdita, a la que la conflictividad convierte en “sospechosa”. Y como en toda guerra, la fuerza es empleada para aniquilar al contrario, no para persuadirle de lo inapropiado de su proceder. Ahí el Poder tiene siempre razón: las víctimas inocentes son culpables de haberse encontrado en el lugar equivocado, en el momento equivocado.
Paradigma de los nuevos fundamentos represivos de la sociedad capitalista son las aglomeraciones urbanas modernas, que hoy conforman un modo de vida obediente a los imperativos de la economía y de la política. En ellas no existe espacio público que pueda funcionar como ágora; el dominio de la decisión queda recluido en pasillos y despachos, fuera de los cuales “los fuertes se comportan como quieren y los débiles sufren como deben” (Tucídides). Una elite constituida por políticos, promotores culturales, banqueros, constructores, hoteleros y especuladores, administra las conurbaciones como si fueran empresas, impulsando procesos de “esponjamiento”, gentrificación y museificación. El objetivo no es otro que convertirlas en espacios explotables a semejanza de las grandes superficies comerciales y los parques temáticos. Dicha transformación requiere no solamente desplazamientos importantes del vecindario con escasos recursos, sino el control total de la calle y la expulsión por todos los medios de aquellos recalcitrantes, cuya presencia resulta molesta al nuevo usuario de la misma, a saber, el artista diseñador, el comprador o el turista.
En ese contexto de reordenación urbanística, la guardia urbana desempeña un papel higiénico semejante al de la policía armada del franquismo: ha de limpiar los lugares de población indeseable, pobre y fuera de control, aplicando sin trabas garantistas las políticas de tolerancia cero que se desprenden de las ordenanzas municipales restrictivas. De este modo, un fenómeno más bien de alcance menor como el de los mendigos, okupas fiesteros y migrantes indocumentados, por producirse donde no debe, se convierte en un problema urbano de primera magnitud. Eso explicaría de manera suficiente la existencia de cuerpos de dudosa legalidad como la unidad UPAS de la Guardia Urbana de Barcelona -compuesta por dos centenares de sicarios especializados tanto en la cacería de vagabundos y jóvenes con pintas llamativas, como en la disolución violenta de concentraciones y actos festivos irregulares. En consecuencia, también resultaría obvia la protección incondicional que disfrutan aquellos por parte de los alcaldes y concejales, así como la comprensión benevolente de jueces y fiscales, cosa que les otorga carta blanca para la comisión de toda clase de atropellos.
Esa mezcla de matonismo policial, connivencia procesal y conchabamiento político, que se acostumbra a llamar modelo Barcelona, ha sido patentada como marca, pionera en su género, y su rigor ha despertado la admiración de las elites urbanas de la península. Al original le han surgido imitadores, pero Barcelona sigue siendo la capital europea de la intolerancia y los malos tratos, algo de lo que sin duda sus políticos, sus magistrados y sus esbirros se sentirán orgullosos.
El montaje del 4F no fue una anécdota, sino un dato más en el haber del “Sistema”. Por eso el intento de revisión que propone “Ciutat Morta”, apoyándose en la explotación mediático-sentimental del sufrimiento de las víctimas y en la existencia de un “verdadero” culpable, nos parece errado. El culpable es de todos conocido de sobra: es el mismísimo “Sistema”. Éste es el torturador, el montajista, el prevaricador. Pedirle a éste una retractación, una compensación moral, o incluso una depuración de sus instituciones, solamente servirá para calmar la mala conciencia ciudadana del espectador, horrorizado ante las prácticas cotidianas con las que los guardianes del statu quo garantizan la estabilidad de su modo de vida sumiso. Entrar en el juego de los medios de comunicación pidiendo justicia y verdad a quien es por naturaleza injusto y falsario únicamente beneficia al Sistema, que con sólo echar mano de unas cuantas cabezas de turco quedará sólidamente legitimado ante sus acólitos y electores. No es ese el camino. A quien quiera encontarlo, sólo si realmente se le quiere encontrar, le bastará con mirar hacia todo lo que el montaje quiso suprimir.
Revista Argelaga, 27 de enero de 2015
Comunicado de Juan Pintos, detenido/encarcelado/condenado por el montaje del 4F
Ante todo el revuelo mediático producido por el pase de “Ciutat
Morta” en la televisión pública catalana, y como
encausado/encarcelado/condenado por el montaje policial del 4F, creo
necesario dar a conocer mi opinión respecto a la reapertura del caso, la
búsqueda de responsables y/o culpables y la relación con los medios de
comunicación.
Mi interés en dejar clara mi postura se debe sobre todo a lo sucedido
estos últimos días, con declaraciones en los medios de comunicación
(masivos o alternativos) sobre la existencia de un “verdadero culpable” o
sobre la búsqueda de responsables políticos/judiciales/policiales
concretos, con nombre y apellido. Declaraciones que no comparto en
absoluto y que muchas veces, por falta de rigor o por manipulación, se
dieron a conocer como la postura de “lxs condenadxs por el 4F”.
Creo que el 4F, lamentablemente, no es la excepción en la normalidad
policial/judicial, sino una muestra del funcionamiento habitual de las
instituciones. Los montajes se repiten, con distintxs protagonistas,
todo el tiempo, ya sea para criminalizar un movimiento, para justificar
nuevas leyes de “seguridad” o simplemente para mantener rentable el
entramado empresarial/carcelario. Y en esta realidad, buscar a lxs
supuestxs responsables del 4F es pedirle al sistema, que es por
definición injusto y violento, que se señale a sí mismo, algo que
sinceramente no creo que suceda. O peor, es darle a las instituciones la
oportunidad de “depurar” responsabilidades, de apartar “manzanas
podridas” que alteran el funcionamiento correcto e imparcial de la
policía, la justicia y la política. Hacer algo así es erigir, una vez
más, al estado como garante y guardián de “lo justo” y “lo verdadero”,
cuando en realidad es el estado mismo que funciona y se mantiene gracias
a las torturas, los encarcelamientos y la violencia de sus cuerpos
armados.
¿Qué se puede lograr destituyendo a un cargo político? ¿Qué se puede
lograr con dos policías encarcelados? ¿Qué se puede lograr apartando a
una jueza de su cargo? Sinceramente creo que nada más que una escasa
satisfacción personal que me es ajena.
Alguien ocupará ese cargo y continuará asegurando el idéntico
funcionamiento de la institución, otros policías patrullarán las calles,
otros jueces dictarán penas de cárcel.
No quiero, ni necesito, que el mismo sistema que nos detuvo, torturó,
juzgó y condenó se legitime ahora como garante de la verdad y la
justicia. Creo que personalizar la responsabilidad del montaje que nos
encarceló es una manera de negar la realidad del sistema en el que
vivimos, donde las detenciones arbitrarias, las palizas y los juicios
condenatorios son la norma y no la excepción.
No quiero, ni necesito, ver a más personas en la cárcel.
No quiero cambiar la oportunidad de un cuestionamiento radical,
quizás menos comercial pero infinitamente más útil, por más minutos en
el aire de sus mass media, por más líneas en sus periódicos, por más promesas de “investigación”.
Creo que es momento de trazar una línea que conecte todos los
montajes que realiza el estado y darse cuenta, quien todavía no lo haya
hecho, que la realidad es que el estado (ya sea español, catalán o el
que ustedes elijan) es responsable en su totalidad de los
encarcelamientos, torturas y humillaciones que sufren todos los días un
número impresionante de personas.
La Operación Pandora, Alfon, Mónica y Francisco, el 4F, el 9F, Núria,
el caso de Torà, migrantes en los CIEs y así podría seguirse
indefinidamente, no son casos aislados; éste es el comportamiento de un
sistema criminal, y pedirle explicaciones a ese mismo sistema es entrar
en un juego que está perdido de antemano.
Las respuestas están en la calle, en la organización entre afines, en
el rechazo práctico y diario a sus estructuras de poder y maltrato, y
no en platós de televisión, palacios judiciales ni voceros del estado.
Mientras el 4F o cualquier otro caso sea vivido y mostrado como una
anécdota, como victimización de tal o cual persona, es imposible
cuestionar la totalidad del problema, y así sólo llegarán “soluciones”
parciales, falsas desde su origen y que continuarán fortaleciendo al
estado en su rol de mediador, protector y guardián de la ciudadanía.
Creo que la única forma de que estas situaciones no se repitan es dejar
de lado los egos, la victimización y la necesidad de una venganza
personalizada con nombre y apellido.
Entiendo, y no soy quien para cuestionarlo, que exista una diversidad
de posturas respecto a la situación del 4F, pero creo que es necesario
dejar bien claro que no me representa en lo mas mínimo el camino que se
ha recorrido este último tiempo, como mínimo desde la emisión de “Ciutat
Morta” en tv3.
Creo que tener el conocimiento de la podredumbre total y absoluta de
las instituciones debe ser una herramienta para que los cuestionamientos
se vuelvan globales, es decir que tener la certeza de que las
instituciones funcionan así debe ser el principio de los planteamientos
radicales que buscan un cambio completo en la forma de relacionarse, y
no una excusa para justificar la inacción o la pasividad.
Mi postura, cruda y crítica hacia el sistema en general, no es un
llamado a la resignación sino a una radicalización de las prácticas
diarias que existen por fuera de sus estructuras, a un crecimiento de
los espacios fuera del control estatal, y creo que en ese camino es
necesario aprovechar cada grieta en el funcionamiento del sistema para
profundizarlas, hasta que la situación se les haga insostenible.
Dicho esto, sólo me queda pedir vuestra solidaridad activa con todxs
lxs que están sufriendo, ahora mismo, aislamiento, maltrato y cárcel por
sostener y defender sus ideas.
Libertad para todxs o libertad para nadie.
Salud.
Juan Pintos, detenido/encarcelado/condenado por el montaje del 4F
Fuente: https://es.squat.net/2015/01/26/comunicado-de-juan-pintos-detenidoencarceladocondenado-por-el-montaje-del-4f/
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