Marc Perelman
En pocos decenios, el deporte se ha convertido en una potencia mundial
ineludible, la nueva y verdadera religión del siglo XXI. Su liturgia
singular moviliza al mismo tiempo y en todo el mundo a inmensas masas
agolpadas en los estadios o congregadas ante las pantallas de todo tipo
y tamaño que los aficionados visualizan de manera compulsiva. Estas
masas gregarias, obedientes, muchas veces violentas, movidas por
pulsiones chovinistas, a veces xenófobas o racistas, están sedientas de
competiciones deportivas y reaccionan eufóricas a las victorias o a los
nuevos récords, mientras permanecen indiferentes a las luchas sociales
y políticas, sobre todo la gente joven.
La propia organización de un deporte de alcance planetario,
fundamentado en un orden piramidal opaco, se ha erigido y consolidado
como un modo de producción y reproducción socioeconómico que lo invade
todo. El deporte, convertido ya en espectáculo total, se afirma como el
medio de comunicación exclusivo, capaz de estructurar en toda su
profundidad el día a día de millones de personas, desde la fisonomía de
las ciudades, hasta los ritmos de trabajo y la estructuración del
tiempo libre.
El nuevo récord, la mejora del rendimiento, el sometimiento del cuerpo
por encima de los límites humanos, se convierte en la base del
espectáculo, en su única motivación, en el fin que lo justifica todo,
por lo que el dopaje y las intervenciones-agresiones en el cuerpo del
atleta se han convertido en la normalidad de un deporte que juega al
escondite con los controles antidoping, mientras los deportistas se
lanzan a una carrera alcocada contra su propia vida.
Apisonadora aniquiladora de la Modernidad decadente, el
deporte-espectáculo lamina todo a su paso y deviene el proyecto de una
sociedad sin proyecto.
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