Despiden los campos la tarde
con el ademán misterioso de todos los días,
pero con un soplo de nostalgia nuevo.
Se recrea todavía el sol
vistiendo de sombras los árboles tan poco verdes
de las desgastadas lomas
De lejos,
un resplandor rojizo
confunde nubes y cielos en los límites de una imagen desfalleciente.
Tres pájaros aún descansan sobre el viejo tendido de la luz.
Bocanadas de aire cálido mueven graciosamente
las ropas casi secas de los cables.
Una mujer se dirige presurosa a retirarlas.
Dos perros esqueléticos cruzan cansinamente los bancales
-siempre en guardia.
Un zagal
les lanza piedras desde una esquina mal encalada.
Los perros huyen entonces, sin excesiva alarma,
esbozando los gestos de la rutina.
Ya sólo queda un pájaro sobre el tendido,
un pantalón oscuro sobre el cable,
una banda de sol sobre las lejanías melancólicas de las tierras.
La mujer regresa también con presteza buscando el abrazo de la casa.
El zagal abandona lentamente las piedras;
mueve la cabeza con desdén.
La noche empuja al día hacia otra parte.
Es la hora del suicidio antiguo,
sin rastro de náusea en los labios,
sin rastro de ira en el fondo de los ojos.
Pedro García Olivo
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