Desde hace décadas, las
teorías más prestigiosas en los ámbitos académicos defienden sin casi
oposición que la literatura es una compleja forma de acceso a la
realidad o de intelección o una reflexión más o menos profunda sobre la
existencia hoy (o ayer o siempre) o una privilegiada forma de
comunicación…, o una combinación de algunos de esos elementos (u otros
que se nos olvide) con todos los matices que se quieran introducir. Más
allá de las diferencias entre teorías, lo habitual es coincidir en
entender la literatura como un fin en sí mismo, como una forma autónoma
de creación artística libre y viva que tiene una relación de difícil
análisis con la sociedad y con el creador, pero nunca supeditada ni a
uno ni a otro ni al lector, sino a todos ellos con diferente predominio
de alguno de estos aspectos según corrientes. La complejidad de las
sociedades occidentales tardocapitalistas en general y de su mundo
académico no facilita un análisis simple. Solo cabe decir que este mundo
académico se construye sobre un muy elaborado discurso teórico,
vinculado casi en exclusiva al ámbito universitario.
Alejado de la
concepción elevada de la alta literatura, podemos encontrarnos con la
literatura comercial o de consumo, esa que se puede encontrar en las
grandes librerías de los centros comerciales, que se anuncia en los
medios de “comunicación”, que suele ser elogiada como un buen
entretenimiento y que tiene como objetivo final ser un producto lo más
rentable posible. Detrás de este mundo hay a menudo costosas campañas de
publicidad, premios amañados y todo un juego de apariencias cercano al
impostado mundo de la música y el cine comerciales. No es extraña la
figura del autor de consumo que vende su producto artístico usando como
“literatura minoritaria”, esa que hemos descrito arriba, como reclamo
publicitario.
En la actualidad, con
un carácter completamente minoritario podemos encontrar una literatura
de carácter social, es decir, una literatura que muestra una crítica
radical del mundo en el que nace. El fracaso del individuo, la creación
literaria, las relaciones interpersonales, los conflictos sobre la
identidad… son temas propios de la literatura de minorías; las
relaciones personales tratadas con brocha gorda, las tramas históricas
con algo de suspense y casi cualquier asunto digno de tratarse
superficialmente son característicos de la literatura de consumo; las
miserias de la democracia, el ecologismo, la divulgación política a
través del ensayo y una multitud de temas de denuncia social forman el
grueso de una literatura antagonista cuyo principal objetivo es
esencialmente generar conciencia.
Dentro de esta
literatura de carácter social se puede llegar a distinguir una
literatura de carácter netamente libertario, que principalmente toma
forma en el ensayo de carácter político, por ser el género literario que
mejor se ajusta a la urgente necesidad de realizar una crítica
explicíta a todas las formas de opresión existente y, sobre todo,
posibilita la plasmación de alternativas propiamente libertarias. Las
posibilidades de otros géneros reduce a menudo la posibilidad de un
mensaje unívocamente anarquista, por lo que hay ciertas formas de
literatura social que, sin explicitar su activismo libertario, lo
sostiene sobre valores anarquistas que toman formas diversas aunque
desde una sensibilidad perfectamente definida.
El canon, la literatura social y la sensibilidad anarquista
El canon literario, es
un conjunto de valores que sirve para “reglamentar” qué textos son los
prestigiosos en una sociedad o en un grupo social determinado en un
momento concreto. Es frecuente, aunque es un argumento algo engañoso,
remarcar que los textos que constituyen el canon son aquellos que
sobreviven al tiempo por su carácter universal. En realidad el canon
suele estar constituido por textos valorados por ser los propios de las
clases dominantes del momento de la creación o del momento de la
recepción. Alrededor de estos textos canónicos se puede encontrar una
cantidad importante de material crítico más o menos complicado que sirve
para legitimar su condición de texto prestigioso.
Dicho esto, no podemos
obviar que eso que muchos llaman posmodernidad, es decir, la lógica
cultural de nuestro tiempo, se caracteriza por un canon que muchos
consideran abierto o fragmentario. En unas sociedades como las
democracias capitalitas contemporáneas no es fácil definir de forma
unívoca las relaciones de poder sobre las que se sostiene el canon por
lo que esta sensación de diversidad está bastante extendida.
Pese a la
heterogeneidad de propuestas que caben bajo el paraguas de la
posmodernidad, no todas disfrutan del mismo estatuto. No todas tiene la
misma posición. Por ejemplo, hay que señalar que la literatura social,
esa que se propone crear conciencia de la explotación económica, la
opresión política, etc. que en otros periodos (como parte de los 50, 60 y
70 del siglo XX) fue considerada como una literatura de cierto
prestigio, ha quedado relegada, como ya mencionamos, a una posición
secundaria, minoritaria o incluso, por momentos, marginal.
La historia de la
literatura, que se construye desde los despachos oficiales, nos dice que
la literatura social ha pecado tradicionalmente (con escasas
excepciones) de simplona en sus tramas y temas; maniquea en la
creación/recreación de personajes; torpe (o siendo generosos,
descuidada) en su elaboración formal, prosaica; etc.
Esta concepción del
arte que piensa en la literatura como sofisticado ejercicio intelectual
responde a una de las varias concepciones burguesas de la creación. Tras
esta visión de la literatura, hay una concepción del artista como
genio, como individualidad especialmente dotada, que cobró fuerza tras
el medioevo y que durante el romanticismo (ese movimiento
pequeñoburgués) exaltó al artista como ser diferenciado, particular…
Esta idea se ha prolongado hasta hoy y tiene un calado innegable en las
sociedades occidentales que han interiorizado dicha forma de entender al
artista. Por todo esto, los pensadores orgánicos dicen que la
literatura social es un subarte o arte torpe de barricada y denuncia. No
hay nada que decir. Debemos darles la razón. La creación burguesa
pensada como estética (como ética del jarrón de museo), con su
refinamiento, con sus genios y sus admiradores de genios, sus sutilezas y
su capacidad de indagar en lo más profundo, no puede sino mirar con
desdén a una literatura para destruir el poder y el estatuto del artista
profesionalizado. El arte es demasiado importante como para dejarlo en
manos del artista. Por el contrario, descentralizar la figura del
creador (y desacralizarlo), anclarlo a las necesidades comunes y
llevarlo al encuentro de lo colectivo son fundamentos propios de la
cultura literaria del anarquismo.
No es decir nada nuevo
que para el anarquista el refinamiento conceptual y las indagaciones
metafísicas, la construcción de un imaginario poético propio es algo
secundario cuando no frívolo y estúpido. La anarquía no necesita de
artistas que nos deslumbren y dejen su nombre para la posteridad. La
creación libertaria está atada a la rabia de la rebeldía colectiva del
aquí y del ahora. Esa su expresión.
Por eso no deben
extrañarse algunos de que para nosotras/os algunas pintadas que aparecen
en las tristes tapias de la ciudad tengan más contenido artístico que
muchas salas enteras del Museo Reina Sofía.
Lo dicho, la neurosis o las barricadas.
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