Dicen los intelectuales que nuestro tiempo, eso que
llaman tardocapitalismo, posmodernidad o modernidad tardía (etc.),
se carateriza entre otras cosas por haber conseguido una cosificación
del ser humano. El capitalismo, como economía, toma forma sobre la
mercancía, diosa a la cual rinde culto, logrando con ello la
transformación de todo lo humano en algo que se puede comprar y
vender. De este modo, toda la realidad está constituida por
elementos vendibles y comprables que empujan, merodean o acosan a
todo elemento ajeno que encaje con dificultad en los moldes de la
ideología de la mercancía con la intención (más o menos
consciente) de impregnarla de su concepción del mundo.
El capitalismo de principios del siglo XX, con el
auge del modelo de producción fordista y los avances técnicos,
consigue el crecimiento exponencial de la producción industrial que
provoca (junto a otros factores) una serie de cambios muy importantes
en diversos grupos o clases sociales que van a ocupar en la nueva
sociedad una posición como consumidor que hasta hace pocas décadas
le resultaba imposble. En paralelo, fenómenos culturales burgueses
como las vanguardias artísticas van a poner sus cimientos sobre
muchos de esos valores de la incipiente sociedad del consumo, como se
puede comprobar al leer muchos de sus manifiestos que van a mostrar
su verdadera idolatría de lo nuevo. Lo nuevo como ideología, ya sea
en el campo de la mercancía cultural como en este caso o simplemente
en el mundo de la mercancía general marca un cambio con respecto a
las sociedades occidentales anteriores. Eso sí, el capitalismo de
los años 40 hasta los 80, vive, a grandes rasgos, inmerso en la
contradicción por la lucha entre el prestigio de lo duradero que
tenía un importante arraigo en el imaginario cultural de Occidente y
el prestigio de lo nuevo que inevitablemente ha terminado
imponiéndose como religión única y verdadera del capitalismo
tardío, ese que desde los 80, más o menos, se ha asentado entre
nosotros.
La ideología de lo nuevo, como todos sabemos, está
vinculada a una producción incontrolada de todo tipo de cosas. En
todas las fases del capitalismo, la producción del objeto ha estado
unida a las posibilidades técnicas de dicho periodo económico e
histórico. Por eso, en las últimas décadas, el desarrollo de las
tecnologías de la comunicación y la información han posibilitado
al nuevo capitalismo la producción incontralada de todo tipos de
mensajes e información que conforman una gigantesca fábrica de
símbolos y signos. Por simplificar, podemos afirmar que el
capitalismo es un gigantesco surtidor de publicidad, propaganda de la
mercancía.
La religión de lo nuevo, dado que se inserta en un
mercado no sólo de mercancía física, sino que se desarrolla dentro
del mercado de la mercancía simbólica (gracias a las tecnologías
de la comunicación y la información ya mencionadas), ha conseguido
el indudable mérito de convertir en parte del mercado la sexualidad,
viajar, lo que habitualmente denominados cultura (música, cine,
etc.), la solidaridad, nuestro cuerpo, etc. Querer un nuevo coche, un
nuevo pantalón, el nuevo CD de no sé quién, una nueva ideología,
un nuevo ligue, un nuevo móvil, unas nuevas tetas, etc. a cada
instante sólo implica una brutal mercantilización de la vida, una
reducción del ser humano a la categoría de máquina de desear lo
insustancial. Rebelados contra la mercancía, nos declaramos en
guerra con lo poco que tenemos en nuestras manos contra sus
diferentes formas de opresión y sus falsos profetas.
Por dignidad, por la anarquía.
G.A. Heliogábalo
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