“Si se controla el petróleo, se controla el país; si se controlan los alimentos, se controla a la población.”
Henry Kissinger
La diversidad de los cultivos de todo el Mundo se está reduciendo a un ritmo de “extinción masiva”. Según informes de la FAO, en el último siglo se ha perdido el 75% de las variedades agrícolas que se cultivaban habitualmente. Desde el punto de vista ecológico, la pérdida de variedad en cultivos disminuye la capacidad de resistencia y adaptación a los cambios climáticos y a las enfermedades. Es decir, la Humanidad se puede enfrentar, en pocos años, a una crisis alimentaria global.
Pero, ¿dónde está el origen de esta locura? Veamos algunos datos: La llamada “revolución verde” fue, posiblemente, el primer exponente a gran escala de la estrecha y profunda relación entre las bases conceptuales del darwinismo y el modelo económico de Adam Smith, y de la similitud de sus consecuencias . Financiada por la Fundación Rockefeller y el Banco Mundial, e impulsada, a partir de los años 50 por Norman Borlaug (que recibió por ello el Premio Nobel de la Paz en 1970) y basada científicamente en el reduccionismo genético darwinista, consistió, esencialmente, en el uso de semillas seleccionadas de alto rendimiento, no importa cuales fueran las condiciones ambientales del terreno, y grandes cantidades de abonos químicos y pesticidas. Aunque, inicialmente se apreció un descenso en la proporción de personas desnutridas en el Tercer Mundo, que se estimó en un 16%, y fue el logro que justificó el Nobel para Borlaug, pronto, los efectos del “libre mercado” y del reduccionismo científico se hicieron patentes. El alto precio de las semillas mejoradas, de los fertilizantes y los pesticidas hizo que muchas pequeñas explotaciones no pudieran competir con los grandes propietarios. Sólo en Estados Unidos, el número de granjas se ha reducido a un tercio y la mayoría de las que hay son grandes empresas mecanizadas, en gran parte, propiedad de multinacionales de la alimentación. Los efectos fueron aún más desastrosos en el Tercer Mundo, en el que la concentración de la tierra en pocas manos ya era considerable, pero, además, aumentaron los precios por el alto costo en productos químicos y maquinaria, que fueron los auténticos beneficiarios de la “revolución”. Sin embargo este es sólo uno de los problemas derivados de la concepción reduccionista y mercantilista de la Naturaleza: la producción comenzó a disminuir en muchas partes y aumentaron las plagas. Como solución, tuvo que aumentarse de forma continua el uso de fertilizantes y plaguicidas. Y esto, para lograr, con suerte, los mismos resultados, porque los abonos químicos destruyen la fertilidad natural del suelo, en la que las bacterias y los hongos tienen un papel fundamental, y además, los plaguicidas “generan” plagas cada vez más resistentes. Con el tiempo, la tierra acaba por perder su capa orgánica y convierte a la tierra en inutilizable.
En otra vuelta de tuerca, desde mediados de los años 90, y también impulsadas por la Fundación Rockefeller, se comenzaron a cultivar semillas modificadas genéticamente y patentadas. El objetivo era claro, como se está demostrando por los resultados, si se consigue implantar este tipo de cultivo se puede llegar a controlar la alimentación mundial. En efecto, en 2009, las cinco mayores compañías agroquímicas, Monsanto, Du Pont, Syngenta, Dow Chemicaly Bayer controlaban el 58% de las ventas mundiales de semillas, y diez empresas, el 95%, de las que el 21% eran, entonces, transgénicas. El cebo para atraer a los agricultores
consistía en reducir el número de los perniciosos herbicidas que utilizaban en sus cultivos mediante semillas modificadas genéticamente para hacerlas resistentes a un potente y peligroso herbicida, el Glifosato bajo el nombre comercial de Roundup, que sería el único herbicida necesario. Esto obligaba a los agricultores a comprar a estas compañías los dos productos. Para asegurar las ventas anuales, Monsanto obligaba a firmar a sus clientes un contrato draconiano por el que se comprometían a no replantar, como se hacía tradicionalmente, las semillas producidas y a comprarlas de nuevo al año siguiente. Por si esta estrategia no fuera suficientemente indicativa de sus verdaderas intenciones, después de persecuciones y presiones vergonzosas de tipo mafioso a los agricultores que utilizaban sus semillas para replantar, Monsanto introdujo un nuevo “monstruo” genético en sus semillas: el “gen terminator”, una secuencia genética que convertía a las semillas procedentes de sus cultivos en estériles.
El siguiente paso, una vez controlado el mercado de las semillas, fue subir progresivamente su precio. Por ejemplo, el precio de semillas por acre cultivado (Fuente: USDA EconomicResearchService) subió de 1975 a 2011 de 8,32 dólares a 56,58 para la soja, de 9,30 a 86,16 para el maíz, etc., lo que provocó la ruina de millones de pequeños agricultores en todo el mundo (principalmente en la India y Latinoamérica), al no poder hacer frente a los crecientes gastos. La consecuencia: una nueva expansión de grandes monocultivos industrializados pertenecientes a grandes corporaciones, también muchas veces de las propias compañías de semillas y agroquímicos. Actualmente, estas grandes compañías están comprando las mejores tierras de África para este tipo de cultivos, alejando aún más a la población de sus posibilidades de acceso a la alimentación. Un alejamiento acentuadoporque productos básicos en la alimentación como trigo, maíz, azúcar… han pasado a cotizar en la Bolsa (véase la Bolsa de Chicago), donde se especula con los precios contando con información privilegiada procedente de los satélites artificiales.
Parece que ya tienen muy avanzado su objetivo. Pero esa es sólo una parte del problema, por grave que sea. La Evaluación Internacional del Papel del Conocimiento, Ciencia y Tecnología para el Desarrollo (IAASTD), llevada a cabo por más de 400 científicos independientes durante más de 4 años, han afirmado categóricamente que el futuro de la seguridad alimentaria no se encuentra en la ingeniería genética. “La ingeniería genética es una tecnología imprevisible, ya que se basa en malas prácticas científicas, reducionista y mecanicista, que no tiene en cuenta la complejidad y la autoorganización de los seres vivos”. El término “científico independiente” produce una cierta inquietud, porque implica que hay científicos “dependientes”, pero veamos en qué se basan esas afirmaciones: los datos científicos sobre la naturaleza y el control de la información genética están mostrando que es de una enorme complejidad imposible de controlar. Una secuencia genética puede dar lugar a cientos o miles de proteínas diferentes mediante la combinación de sus componentes en función de las condiciones ambientales. Por otra parte, su “significado” está controlado por el conjunto del genoma, por lo que la misma secuencia puede tener funciones diferentes según el organismo en que se exprese (se han encontrado en los erizos de mar y en las anémonas “genes” supuestamente relacionados en el hombre con enfermedades como distrofia muscular, corea de Huntington… incluso un supuesto “gen” responsable del cáncer de mama). El reflejo de estos fenómenos en las prácticas de la llamada “ingeniería” genética se pudo comprobar, por ejemplo, cuando se intentó transferir el “gen” del pigmento rojo del maíz a la petunia; las flores se pusieron rojas, pero además las plantas tenían más brotes, más hojas, mayor resistencia a los hongos y baja fertilidad. Pero entre las consecuencias no buscadas, una muy digna de tener en cuenta son los nuevos productos derivados de una alteración genética no natural. Proteínas producidas por plantas modificadas genéticamente han mostrado tener una alta concentración de metabolitos tóxicos que han producido fuertes reacciones alérgicas y, en algunos casos, como en de la producción de L-Triptófano, “suplemento dietético” que se
obtuvo en Estados Unidos a partir de bacterias modificadas genéticamente, la muerte de 37 personas y más de 1500 con daños permanentes. Y lo difícil es reconocer los efectos acumulativos o de consecuencias a largo plazo de estas proteínas “artificiales”. El 19 de Mayo 2009, la Academia Americana de Medicina Ambiental emitió un comunicado que, al parecer, pasó desapercibido para los medios de comunicación, en el que concluían:“hay más que asociaciones casuales entre los alimentos GM y efectos adversos en la salud”y que“los alimentos GM representan un serio riesgo en las áreas de la toxicología, alergias, la función inmune, la salud reproductiva, metabólica, fisiológica y genética”
Por si estos peligros no fueran suficientes, el herbicida Roundup, derivado del “Agente naranja”, ya producido por Monsanto y Dow Chemical, que devastó las selvas de Vietnam y produjo graves malformaciones e incluso caída de la piel en miles de vietnamitas, está mostrando unos efectos cada día más alarmantes. Además de destruir la biodiversidad de plantas silvestres, como ha denunciado repetidamente la activista india Vandana Shiva, ha resultado, como era de esperarse, tóxico para las personas y animales en contacto con él o que consuman productos rociados con este herbicida. Un estudio llevado a cabo por la Universidad de Berkeley en 1999 “revela evidencias actualizadas de daños pulmonares, palpitaciones, náuseas, problemas de fertilidad, anomalías cromosómicas y otros muchos efectos sobre la salud debido a la exposición al herbicida Roundup”
Existen centenares de estudios científicos muy bien documentados sobre todos estos aspectos que, extrañamente, o quizás, no tanto, si tenemos en cuenta el inmenso poder económico y, por tanto, político, de las grandes corporacionesde los transgénicos (que, mediante la política de “puertas giratorias” se han infiltrado en los organismos internacionales), son ignorados por los grandes medios de información, incluidas revistas científicas “prestigiosas”, y cuando alguno de ellos logra llegar a la opinión pública es ferozmente atacado y devaluado científicamente por los “rigurosos” e “imparciales” medios “oficiales”, como ha ocurrido recientemente con un estudio que demostraba fehacientemente que el consumo de maíz transgénico provocaba, a largo plazo, cáncer en ratones. Pero hay algunos que, por su repercusión económica, que es, al parecer, la única que resulta digna de atención, sí ha llegado a los medios de comunicación: en 2009, en Estados Unidos, una planta considerada como “mala hierba”, el amaranto, una planta sagrada en las culturas precolombinas y con un considerable aporte proteico, adquirió, por “transferencia horizontal” el “gen” de resistencia al Glifosato de la soja transgénica e “invadió” los cultivos (una especie de “justicia poética”), con lo que, en aquellas fechas, tuvieron que abandonar 5.000 hectáreas de cultivo y otras 50.000 estaban gravemente amenazadas. Esta “contaminación genética” ya ha dado muestras de su peligro en otras ocasiones: en 2011 se informó de que el gusano del maíz había desarrollado resistencia a la proteína Bt del maíz transgénico de Monsanto, que contiene una proteína de la bacteria Bacillusthuringiensis tóxica para el gusano. Es decir, los “genes” introducidos en los organismos transgénicos mediante bacterias, virus y plásmidosescapan de las plantas y pasan otros organismos y a las bacterias del suelo, ya que están optimizados para transferir información genética.
Y este es uno de los más graves peligros de estas prácticas de supuesta “ingeniería” genética a los que nos enfrentamos, porque las consecuencias de esta “contaminación genética” son imprevisibles. Los suelos están repletos de millones de bacterias y virus que intercambian información genética y cumplen una función esencial en los ecosistemas. Se han estimado hasta cien millones de bacterias por gramo de tierra, sin las cuales no podrían existir las plantas. Las bacterias del suelo “reciclan” los productos de desecho y los organismos muertos y “limpian” las sustancias tóxicas y hacen disponible el nitrógeno de la atmósfera para las plantas. Entre ellas siempre están los virus, en una cantidad entre cinco y veinticinco veces mayor, que son, junto con los plásmidos bacterianos, los que intercambian información
genética entre las bacterias y controlan sus ecosistemas. Sencillamente, no podemos prever a dónde nos va a llevar este envenenamiento progresivo de los ecosistemas terrestres, pero seguramente las consecuencias no van a ser precisamente positivas.
Una información más, para finalizar. En el resto de Europa, los transgénicos están desapareciendo por el rechazo político y social. En Alemania, el maíz transgénico Bt de Monsanto está prohibido por la constatación de que contaminaba campos vecinos, y se han encontrado restos de maíz transgénico en la miel de las abejas de la zona además de que también mataba a abejas, mariposas y otros insectos. En España, no se puede saber si por ignorancia o por corrupción de sus responsables (no se puede decir cuál de los motivos es peor), sólo de maíz, hay más de 116.000 hectáreas de cultivos transgénicos, en las que se experimenta con más de 16 variedades, y se importan millones de toneladas de soja transgénica. También se está experimentando con el cultivo de patatas transgénicas, y las mieles contaminadas por transgénicos están causando el rechazo a este producto en Europa.
Las pesadillas tienen la ventaja de que se puede despertar. En nuestro caso, no podemos despertar, porque se trata de una terrible realidad. Y si no nos enfrentamos con decisión a este envenenamiento ecológico, orgánico y mental a que nos tienen sometidos las grandes corporaciones y sus acólitos, el futuro de nuestros hijos estará gravemente comprometido.
Me voy a permitir finalizar con un comunicado emitido por el Foro Internacional Sobre Soberanía Alimentaria del año 2002.
«La Soberanía Alimentaria es el derecho de los pueblos, comunidades y países a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras, alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas. Esto incluye el verdadero derecho a la alimentación y a producir los alimentos, lo que significa que todos los pueblos tienen el derecho a una alimentación sana, nutritiva y culturalmente apropiada, y a la capacidad para mantenerse a sí mismos y a sus sociedades».
Máximo Sandín
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