La sociedad política en la que vivimos está fundada en una serie de supuestos, que las personas deberían conocer si de verdad queremos jugar en igualdad de condiciones de cara a una alternativa transformadora; uno de ellos es el mito del Contrato Social, concepto de la modernidad justificador del Estado, pero que halla sus raíces muchos siglos atrás. Tratamos de conocer en el siguiente texto la visión anarquista al respecto.
La teoría del Contrato Social, llamada así por la obra de Rousseau, pero también denominada contractualismo, sostiene que la sociedad humana debe su origen (o su posibilidad) a un contrato o pacto entre individuos. Según Platón -que trataría de refutar tal concepción-, es posible que algunos sofistas desarrollaran ya una teoría contractualista, según la cual era más provechoso llegar a un entendimiento con el fin de no cometer ni sufrir injusticia; así, la justicia no sería algo absoluto, sino el resultado de un acuerdo o compromiso. En la Edad Media, la teoría contractualista estaría condicionada por el conflicto entre el poder temporal y el poder espiritual -conflicto inexistente en el mundo antiguo-. Es en la Edad Moderna cuando se desarrolla la teoría plenamente, en parte por la secularización del Estado y en parte por una concepción atomista según la cual el Estado se halla compuesto primariamente por individuos cuyas relaciones entre sí son comparables a las relaciones entre partículas. Lejos quedará ya la fundamentación trascendente, pero también la noción de politicidad innata al hombre de la época clásica, y se tratará de fundamentar los ordenamientos civiles (sometimiento a la autoridad de un Estado). Los dos autores contractualistas modernos más conocidos son Hobbes y Rousseau. El primero no partirá de un hecho histórico para el pacto (como Locke), sino de una hipótesis explicativa cuya conclusión es el poder legitimado del Estado. Hobbes considera que los hombres en un estado natural, sin un poder que los controle y sometidos a sus deseos incontrolados, se mostrarán en una situación de incertidumbre permanente, con la constante amenaza de la guerra. Es una concepción negativa de la naturaleza humana que requiere de un estado positivo donde reine el orden y los hombres se respeten mutuamente. Según Hobbes, el pacto se da en un contexto de reciprocidad horizontal, donde se cede el derecho natural a una instancia vertical (el soberano, de poder absoluto). Por el contrario, Rousseau tiene una concepción magnánima de la naturaleza humana, regida por el amor de sí, pero también por la piedad hacia los otros. Esta última característica se fue perdiendo con el tiempo (llegando el camino de la propiedad privada y estableciendo un orden abusivo y desigualitario) y la manera de salir de ese estado de decadencia es mediante un verdadero contrato social que permita la igualdad y acabe con la injusticia. El contrato será la expresión de todas las voluntades en una sola, en función de un cuerpo político donde todos se comprometen a observar las leyes dictadas por todos. Será una voluntad general que establece un orden justo (el hombre es perfectible para Rousseau y, por lo tanto, capaz de ello) donde se establece una igualdad artificial (se restaura la igualdad natural perdida). De la misma manera que en los clásicos, en Rousseau no hay distinción entre moral y derecho, el hombre será virtuoso cuando obre acorde con el bien común.
En la tradición anarquista, y así podemos situar a William Godwin tempranamente, existe toda una crítica al contractualismo que pretende legitimar el ejercicio del poder. Si la sociedad tradicional se legitimaba en el derecho divino, la modernidad se cimentará en la justificación del poder político. El origen del gobierno tiene tres teorías principales: la fuerza, el derecho divino y el contrato social. Las dos primeras no son objeto de una crítica tan severa por parte de Godwin, ya que ni siquiera se fundan en la razón y no pueden ser, por lo tanto, base para sociedad del futuro. Por otra parte, el contractualismo no puede ser aceptado, ya que supone una amenaza a la autonomía individual con la excusa de las opiniones de una mayoría. Rousseau, para Godwin y para el posterior anarquismo, utiliza la palabra «pueblo» con demasiado vaguedad, no parece haber respeto para la individualidad. La legitimidad del Estado que existe en el contrato social no puede ser aceptada bajo ningún concepto, ya que Godwin considera que la influencia del gobierno es siempre perniciosa para el desarrollo de la sociedad hacia el progreso. En este pensador, un decidido partidario de la democracia, se encuentra también ya una crítica a la representación política, por ser en última instancia otra limitación para la libertad del individuo.
Ahora bien, el anarquismo nace explícitamente a mediados del siglo XX, por lo que hay que considerarlo, en gran medida, hijo de la modernidad: tendría así una gran confianza en el progreso científico, en la educación y en la desacralización del mundo y de las relaciones humanas. Sin embargo, otros rasgos a los que no renuncia el anarquismo, como es cierta condición romántica, le hacen criticar las instituciones que la época moderna acabaría institucionalizando: el Estado, el capital y la propiedad privada. Proudhon, abiertamente, denuncia el contrato social como una ficción que pretende legitimar el poder político. En lugar de justificar la dominación, como harían Hobbes o Rousseau, Proudhon y el anarquismo se esfuerzan por averiguar cómo podemos ser más libres. Así, la libertad no sería ninguna condición previa, ni una esencia ni algo innato, sino un objetivo a conquistar.
Proudhon afirmó que el origen de las desigualdades sociales y políticas se encuentra en el desequilibrio entre fuerzas opuestas. Sin embargo, no se trata aquí de una dialéctica hegeliana con una síntesis superadora, sino de una realidad contradictoria en lucha constante permanente en la que se debe buscar la armonía (se encuentran ecos en el filósofo presocrático Heráclito en esta visión). Existen dos principios irreductibles presentes en todas las relaciones humanas: autoridad y libertad, y ninguno debe prevalecer bajo riesgo de desorden, opresión o miseria. La preocupación de Proudhon, oponiéndose a Hobbes, será cómo puede ser el hombre más libre; la libertad será el fin y no un punto de partida ni algo innato. Se confía en la perfectibilidad del hombre, lo que supone que no existe naturaleza previa a la condición humana y se da la posibilidad de un «contrato libre» en el que los hombres establezcan sus propias reglas en la fuerza colectiva (lo social es previo a lo político). En Hobbes y en Rousseau el contrato funda lo social y lo político, y para Proudhon ese es el origen de la explotación económica y de la subordinación política (el Estado). Se niega así la instancia conciliadora y superadora de los elementos contrapuestos (el absoluto hegeliano) y se apuesta por el equilibrio, que supone una tensión sin predominancia por ninguna de las partes. La justicia no sera una síntesis, sino la armonía entre los contrarios, cuyos efectos desproporcionados son neutralizados a través de la praxis de intercambios e interrelaciones. La justicia será para Proudhon algo inmanente al hombre, basada en la reciprocidad y relación entre los individuos.
Los contratos anarquistas en una sociedad libre tendrán las siguientes características: sinalagmáticos (es decir, reciprocidad y falta de unilateralidad), conmutativos (obligaciones iguales), rescindibles (falta de permanencia y ausencia de sanciones punitivas) y parciales (no pueden darse obligaciones generales no específicas). Como resultado de estos contratos, la justicia se expresará en dos planos: en lo político, a través del federalismo; y en lo económico, a través del mutualismo. Negando Proudhon cualquier síntesis superadora, mediante esos dos principios organizadores se llega a la unidad de abajo a arriba, con un vínculo ordenador (se fijan metas y objetivos) y aportando libertad. Por lo tanto, el mutualismo se basa en un contrato libre, con las obligaciones en él establecidas, donde todos tienen las mismas condiciones de cumplimiento y obtienen de él los mismos beneficios; al ser rescindible, no hay pérdida de libertad, sino al contrario, ya que los contrayentes pertenecen a una fuerza colectiva dinámica que se autorregula. El federalismo, como la otra instancia contractual, se encargará más bien de regular la relaciones socioeconómicas, asegurando el pluralismo y la armonía de la diferencias culturales, y sin que exista autoridad encargada alguna ni prevalencia entre los constituyentes. Se rechaza la norma jurídica (expresión de un Estado que legisla para sus propios intereses), pero la justicia requerirá el cumplimiento de la norma principal: el cumplimento de los contratos (donde la única norma reguladora será la fuerza de las promesas de los hombres). Hay que dejar claro que Proudhon apuesta por la historia que no ha sido escrita, por la búsqueda del equilibrio, pero rechaza de pleno la utopía (la perfección metafísica o la tierra prometida, basadas en una convivencia perfecta). La anarquía no es, tal como la entiende Proudhon, ausencia total de todo principio, sino que es donde la libertad no será «hija del orden» y sí «madre del orden». El contrato anarquista se entiende así como un pacto ético basado en la reciprocidad (en lo que se cede y en lo que se reserva) y se da el equilibrio entre los opuestos y un orden justo.
En Bakunin encontramos también una severa crítica a la teoría del Contrato Social de Rousseau, no existe por supuesto ese pacto primigenio en la historia de la humanidad y solo la imposición de una minoría privilegiada está en el origen de dicho contrato para legitimar el poder. El Estado, para el anarquista ruso, no se origina en contrato alguno, sino que es producto de la guerra, la violencia y la conquista. En definitiva, se realiza desde el anarquismo una crítica devastadora al origen del Estado situado en la fantasía de una voluntad libre y consciente del ser humano en lo que sería su versión liberal. La sociedad no es producto de la firma de contrato alguno, entre individuos libres y conscientes, sino que precede a todo pensamiento, conciencia y voluntad de cada uno de sus integrantes.
Tal y como ya hemos dicho, la modernidad está marcada por un esfuerzo considerable por justificar la dominación política. Es por eso que gran parte de las personas no cuestionan el Estado ni se preguntan acerca de dónde se encuentra la obligación por obedecer la ley. La democracia representativa ha querido presentarse como la única respuesta al conflicto entre la autoridad política y la autonomía individual. Si denunciamos la mistificación que supone la teoría liberal del contrato social, la representación política, así como la imposición de una (supuesta) voluntad mayoritaria que aplasta a las minorías, solo podemos apostar por una acción política conducida por la razón y que exprese el empeño del conjunto de la colectividad. Desde este punto de vista, el contrato libre anarquista, concretado en el federalismo y en la autonomía de grupos e individuos, pasa por una propuesta política de plena actualidad si nuestras preocupaciones morales se fijan en todos y cada uno de los miembros de la comunidad. El anarquismo jamás ha concebido al hombre de una manera abstracta, algo previo a todo contexto social, ya que su libertad solo es posible en el seno de una sociedad libre sin atomización alguna ni alienación política.
Capi Vidal
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