Los repobladores de este pueblo demolido por el franquismo se enfrentan a ir a la cárcel si no pagan los 110.000 euros en los que el Gobierno castellano-manchego cifra su nueva demolición. En 2021 varios miembros de El Salto les visitamos para conocer cómo vivían y siguen resistiendo en este pueblo de la Sierra Norte de Guadalajara.
Lalo y César nos reciben junto a dos perros y nos acompañan por un camino de poco más de 20 metros que llega hasta la entrada de la casa comunal donde nos encontramos con varios jóvenes más. Nos invitan a un café y nos enseñan el pueblo que han reconstruido. Es final de marzo y son las 11.30h de un día soleado. Acabamos de llegar a Fraguas, un pueblo perdido en la Sierra Norte de Guadalajara, tras una hora y media de viaje desde Madrid. Un camino de poco más de una hora de autovía hasta pasar la capital de la provincia que sigue por carreteras secundarias salpicadas de aliagas y robles que pasan por pequeñas poblaciones, muchas de ellas medio despobladas, otras ya desmanteladas, como lo estaba también Fraguas hasta que comenzó a ser reconstruido hace nueve años, tras cerca de medio siglo en el olvido. Condenado a ser de nuevo derruido, sus repobladores afrontan ahora el pago de los cerca de 110.000 euros en los que la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha cifra su demolición o entrar en prisión por más de dos años.
—¿Cómo surgió el proyecto de recuperar el pueblo de Fraguas?
—Yo en Madrid participaba en centros sociales ocupados y en el movimiento por la vivienda. Después me fui a vivir al campo, al Valle del Tiétar [Ávila]. Allí un grupillo de peña que teníamos inquietudes en cuanto a la autogestión y la soberanía alimentaria decidimos buscar un sitio para desarrollar un proyecto basado en estos valores. Hicimos una búsqueda de pueblos por todo el Estado y este, que estaba cerca de nuestros entornos y tenía unas condiciones para la vida estupendas, nos pareció el adecuado.
Quien habla es Lalo Aracil, de 37 años. Es uno de los jóvenes que en 2012 decidieron dejar atrás la ciudad y comenzar un proyecto de vida en común en medio de la naturaleza, en Fraguas. No fueron los primeros. Hace ya más de 30 años que el movimiento neorrural comenzó a conseguir adeptos en España y desde entonces se cuentan por decenas los pueblos que han vuelto a la vida con proyectos basados en redes de apoyo mutuo para escapar del capitalismo y encontrar formas de vida más sostenibles.
El espacio que Lalo y sus compañeros eligieron para crear su comunidad fue Fraguas, un pueblo eliminado por la dictadura de Franco en los años 60. Desde su llegada en 2013 han reconstruido varias de las antiguas viviendas de este pueblo. Y cuatro años después el gobierno de Castilla-La Mancha les denunció por delitos contra el territorio, usurpación y delitos contra el medio ambiente. En 2019, un juzgado condenó a Lalo y a otros cinco de los jóvenes que llegaron a Fraguas a un año y nueve meses de cárcel por delitos contra la ordenación del territorio y usurpación. También les condenó a pagar la demolición del pueblo que durante cinco años habían reconstruido con su trabajo.
—¿Hace cuanto tiempo que vives en Fraguas? —le preguntamos a César, de 33 años. Otro de los jóvenes que nos reciben.
—Yo me vine hace tres años. Antes venía por aquí a menudo, porque conocía a gente de aquí desde hacía tiempo. Un día les encontré por Madrid vendiendo cremas y unas cervezas que no tenían ni gas ni nada, con un tapón de corcho. Me vine para acá, conocí el proyecto y flipé. La forma de vida que vi aquí me sorprendió mucho, no la había visto nunca.
A su lado está Andrea, de veintipocos años. Ella también conoció el proyecto por gente con la que milita en movimientos sociales.
—Desde agosto de 2020 vengo una semana sí, una semana no, para poder compaginar con la vida de Madrid, pero me gustaría estar más tiempo aquí. Lo que me motiva es todo lo que puedo aprender aquí, aporta mucho a nivel personal.
Carlos, otro de los pobladores de Fraguas, llegó desde Argentina con el billete de vuelta en la mochila, pero no lo utilizó.
—Llegué hace casi dos años, en la etapa de resistencia —explica Carlos refiriéndose a la época en la que los pobladores de Fraguas fueron juzgados y condenados—-. Me vine por una semana y ya van dos años. Y estoy súper a gusto. La verdad es que era una tarea pendiente en mi vida lo que es la vida en colectivo y aquí eso se desarrolla súper bien. Funcionamos bien. Estamos defendiendo el desarrollo rural, el cuidado del patrimonio. Estamos poniendo nuestra libertad en juego para intentar que el el Gobierno del PSOE supere a Franco.
Marine, francesa también de veintipocos años, es la última en presentarse. También ha sido la última en llegar a Fraguas, donde apenas lleva viviendo una semana y espera estar unos pocos días más.
—Conocí el proyecto por un amigo de Bilbao —explica Marine—. Vine porque cuando supe que iban a derrumbar este pueblo me pareció una incoherencia muy grave y he venido a echar una mano en la medida de mis posibilidades.
La historia de Fraguas se remonta al siglo XII, según explica el historiador manchego Enrique Herchhoren, quien ha recogido en un amplio informe la historia del pueblo a partir de los testimonios de los vecinos de la zona. Siempre fue un pueblo pequeño: poco más de 20 casas, el edificio del ayuntamiento, una iglesia y un cementerio. Todo construido con el estilo de arquitectura negra, típica de la zona por la abundancia de pizarra. La mayoría de los poco más de 80 habitantes que había en Fraguas en los años 60 se dedicaban a la ganadería. En 1968, el Ministerio de Agricultura del régimen franquista ordenó su expropiación y eliminación como pueblo para dedicar la zona a la reforestación de pinos y su inclusión en el Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara. Más tarde, en los 90, ya en democracia, lo que antes era un pueblo se convirtió en una zona de entrenamiento militar durante varios años.
Cuando Lalo y sus compañeros llegaron en 2012, se encontraron aún en pie algunas partes de los muros de piedra y pizarra que antes eran viviendas. También decenas de balas que atestiguan el paso por la zona de los militares. Lo vieron claro: allí querían crear su comunidad. Lo primero que hicieron fue pedir autorización al Gobierno de Castilla-La Mancha para poner en funcionamiento su proyecto de reconstrucción del pueblo, pero la respuesta fue no. No desistieron. Un año después, en 2013, decidieron trasladarse a Fraguas y comenzar su reconstrucción. Comenzaron por el edificio que se convertiría en la casa comunal de Fraguas, Casa Cándida. Tenía apenas un metro de muro aún en pie, construido con piedras de pizarra, como marca la arquitectura tradicional de la zona. Por el suelo se encontraban esparcidas otras decenas de grandes piedras que antes eran parte del muro. Se dedicaron a reconstruir esas ruinas, manteniendo su estilo original, recogiendo y reutilizando esas mismas piedras con las que se había construido inicialmente. Tardaron seis meses en convertirla en la casa en la que hoy está la cocina y la sala de estar de la comunidad. En los siguientes años levantaron tres casas más desde los cimientos que aún quedaban.
Al poco tiempo de llegar a Fraguas, recibieron la visita de algunos de los antiguos vecinos del pueblo, que les animaron a continuar con el proyecto y les descubrieron que, bajo la tierra, aún seguía viva la antigua calzada de Fraguas, también a base de pizarra. “Cuando nos dijeron que en todo el pueblo había una calzada de empedrado, comenzamos a picar y a echar cubos de agua. Lo hemos podido recuperar en algunas partes del pueblo ya, pero en la mayor parte del pueblo la calzada sigue enterrada por la tierra. Esto de recuperar la calzada de las calles es una actividad muy bonita, pero muy dura, la vamos haciendo poco a poco”, dice César.
Mientras trabajaban en construir un techo que les protegiera del frío en el siguiente invierno, también se pusieron manos a la obra con otra de sus necesidades básicas: la alimentación. “Según llegamos hicimos un pequeño huerto de subsistencia, con veinte tomates, unos pimientos, calabazas… Era más que nada testimonial, para sentir que empezábamos a autogestionarnos, a sostener nuestra alimentación, porque la soberanía alimentaria es uno de los pilares de nuestro proyecto”, explica Lalo.
En la cocina de Casa Cándida, Marine y Carlos cortan patatas para cocinarlas con ajetes y perejil. La cocina sobre la que trabaja está conectada a un circuito que aprovecha el calor generado para llevar calefacción al resto del edificio, un mecanismo que en el resto de casas han aplicado a la chimenea. Los ingredientes que usan para su receta han crecido en Fraguas.
Ahora la extensión del huerto de Fraguas ocupa casi media hectárea. A las hileras de coles lombardas las suceden las de coles de bruselas, repollo, brócoli, ajos, cebollas y habas. “Estamos preparando la tierra para volver a plantar patatas, y ese trozo lo tenemos que desbrozar para los tomates, pimientos, calabacines y todo las verduras de verano”, explica César señalando un pedazo de tierra en cuyo centro se ve una vieja máquina de arar. “El mecánico de la sierra, que es de confianza, le ha dado un repaso, aunque ahora justo no arranca, parece que solo funciona cuando está aquí el mecánico”, explica riéndose César cuando nos ve mirar la máquina, que también tiene su propia historia. Según explican, la máquina fue comprada por los habitantes de Rala, un pueblo navarro abandonado que en el año 2000 fue ocupado también por unos jóvenes para convertirlo en una comunidad neorrural. De allí pasó a Perales de Tajuña, municipio madrileño donde en el 2000 el colectivo Bajo el Asfalto Está la Huerta (BAH) comenzó a cultivar para producir verduras bajo el modelo de grupo de consumo. “En Perales de Tajuña estuvo diez años, y después llegó a Fraguas”, recuerda César.
Todas las verduras que cultivan son para su consumo y el de las decenas de personas vinculadas al proyecto que, aunque no viven allí, cada semana aparecen por Fraguas. También tienen colmenas y un gallinero con 15 gallinas. “Aquí hay gente vegana, vegetariana y que también consume carne. Desde el bote no compramos productos de origen animal, pero el colectivo sí que sostiene el maíz de las gallinas”, explica Lalo.
Todos trabajan en la huerta, y también todos trabajan en la elaboración de productos que venden para financiar su proyecto de vida. “Hacemos lo que nos brindan las temporadas. En verano, que hay mucha producción de frutas, hacemos mermeladas de ciruelas, higo, tomate”, explica Lalo, que enseña orgulloso los árboles frutales que se levantan entre las viviendas. Justo en el centro, frente a la entrada de Casa Cándida, César señala una enorme morera. “Es centenaria y da moras todo el verano, las mejores de todo el planeta”, afirma.
Justo al otro lado de esa morera se levanta la segunda edificación que reconstruyeron los repobladores de Fraguas: el taller. Era de los edificios que en peor situación estaban, con tal solo una parte de muro levantada que no llegaba a un metro, pero era la que estaba más cerca de la casa comunal. “Pensamos que era mejor si concentrábamos los espacios comunes”, afirma Lalo.
El taller es el centro de la vida económica de Fraguas. Allí elaboran, aprovechando las plantas que nacen libremente en la sierra, productos medicinales como tinturas de orégano —antiinflamatorio, analgésico y antiséptico natural— y equinácea —que refuerza el sistema inmune—, propóleo, ungüentos de hipérico y rosa de mosqueta, aceites de lavanda y rosa para masajes. También producen cerveza artesanal en unas enormes barricas que ocupan la mitad del edificio del taller.
—Todos participamos en la producción, en general el trabajo es colectivo —afirma Lalo.
—¿Cómo habéis aprendido?
—A base de ensayo y error, con voluntad y ganas. Cuando llegamos había gente que sabía un poco de cada cosa y nos hemos ido nutriendo de todo. Ahora vendemos a través de grupos de consumo, en centros sociales, venta directa a conocidos, por cadenas de WhatsApp. Va funcionando. Toda la economía de Fraguas depende de eso.
Además de la venta de los productos que elaboran, fundamentalmente a colectivos sociales en Madrid, César y Lalo detallan que también realizan intercambios de productos con otros pueblos de la zona como Santamera —población ubicada a 65 kilómetros en la que actualmente hay censados 13 habitantes—, Cañamares —a 160 kilómetros, con 467 personas censadas— o Albendiego —a 67 kilómetros, con 46 personas censadas—. Son pueblos con los que han establecido una red de apoyo mutuo y con cuya población se reúnen cada mes, cada vez en uno de los pueblos, para hacer las hacenderas, trabajos comunitarios aún habituales en regiones como Asturias, Castilla y León o País Vasco con el nombre de auzolan. “Vamos a un pueblo y ese pueblo decide qué trabajos hay que hacer, si hay que limpiar una acequia, construir un gallinero o lo que toque”, explica Lalo.
A los trabajos en la huerta, de elaboración de productos para su venta y trabajos comunales junto a otros pueblos de la zona, en Fraguas se suman otra serie de labores cuyo objetivo es recuperar la vegetación autóctona de la zona. Porque, aunque en los años 60 el régimen de Franco eliminó el pueblo para su reforestación, no lo hizo bien. En vez de replantar vegetación autóctona, decidió llenar la zona con un tipo de árbol de rápido crecimiento para la explotación maderera.
“La reforestación que hizo Franco fue con pino resinero, que no es autóctono. El único pino que sí es autóctono de la zona es el pino silvestris, que sigue existiendo en las zonas más altas de la sierra”, explica César. Antes de llegar a Fraguas, César aprendió sobre reforestación en la Sierra de Gata (Extremadura), donde trabajó junto a la asociación Reforest Acción en plantaciones de vegetación autóctona. Cuando llegó a Fraguas, también se estaban haciendo ya reforestaciones, y se unió al trabajo.
“Estamos haciendo reforestaciones todos los años, sobre todo de quejigos, encinas, robles, sabinas y enebros”, explica. Son reforestaciones que se realizan, sobre todo, en una zona de la sierra que sufrió un incendio en 2014. “Toda la zona que se incendió era de pinos resineros y la estamos reforestando poco a poco con árboles autóctonos con organizaciones como Arba y Arriba las Ramas. Nos juntamos unas cien personas, nos pasamos todo el día reforestando y luego comemos níscalos con patatas”, explica César.
El sol comienza a quemar. Recorrer los cinco edificios que conforman Fraguas no lleva mucho tiempo. Entre ellos se ven aún los cimientos de otras antiguas viviendas que podrían haber vuelto a la vida si la justicia y la administración hubieran permitido a los repobladores de Fraguas continuar con su proyecto de vida.
Nos sentamos a la sombra a comer las patatas con ajetes que han cocinado y nos dan a probar un par de sus cervezas artesanales.
—Pues esta cerveza sí que tiene gas, y además está bien buena —le decimos a César.
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