Desde las fronteras a los espacios de encierro, pasando por el sufrimiento social provocado sobre poblaciones excluidas, una arquitectura violenta subyace a la cotidianidad pacificada que habitamos
Pensar la violencia de estado exige comenzar a recorrer una madeja que nos abre a múltiples ramificaciones, a una heterogeneidad abigarrada de actores, de tiempos, de espacios. Y no hay un trazado evidente para recorrer esa madeja, una guía ya establecida que habría de orientarnos. Es necesario repensar continuamente el modo en que nos adentramos en esa madeja, las formas en las que podemos dar cuenta de sus condiciones de posibilidad, la manera en que nos acercamos a su ejercicio indisimulado y a su opacidad encubierta. No es fácil. Pero no sólo por esa heterogeneidad que la atraviesa, por los distintos grados de (in)visibilidad o (in)acción que posee. No es fácil porque la violencia estatal nos pone ante un espejo. Pensarla es pensarnos, sentir lo que (nos) hace.
La violencia siempre tiene muchos rostros (la exclusión, el daño corporal, la producción de muerte), muchas implementaciones (en la decisión tomada, en el golpe que hiere, en la norma fría que se aplica), muchas dimensiones (estructurales, cotidianas, simbólicas, físicas). Podemos centrarnos en esos rostros, en esas implementaciones, en esas dimensiones. Pero es preciso no olvidar algo que atraviesa todo ello: que la violencia estatal rara vez se entienda como hecho puntual.
Sí, hay hechos concretos, situaciones que nos impactan y horrorizan. Pero eso que sucede siempre tiene su contexto de posibilidad, su conexión con otros hechos, su propia forma de propagarse a otras situaciones. Hay un espesor que subyace a cada episodio de violencia estatal, un trasfondo que es preciso rastrear para saber hasta dónde llega y desde dónde viene. La violencia, cuando vuelve a emerger, porta ya una caja de resonancias en la que cabe oír el eco de otras violencias.
Pensar la violencia estatal es pensar esa caja de resonancias buscando hilos que conecten los distintos hechos puntuales que componen la madeja, trenzando relaciones que imbrican lo que permanecía escindido, mostrando, en definitiva, el espesor abigarrado de unas violencias que siguen anidando en unas democracias que se vuelven contra sí mismas. Podemos sugerir, a modo de mínima muestra, un poco al azar, una serie de hechos.
Escenas de violencia estatal
A finales de 2021 el ministerio de Interior concede la Medalla de Plata al Mérito Policial a un comisario que había sido condenado por torturas en 1994 (una de esas tantas noticias inasumibles que no desatan ninguna polémica relevante). En el último informe del Comité para la Prevención de la Tortura (CPT) del Consejo de Europa, relativo a su visita a España en septiembre de 2020 y publicado en noviembre de 2021, se vuelven a recoger toda una serie de malos tratos y prácticas punitivas que pudieran catalogarse de tortura y que se desprenden tanto de las inspecciones realizadas en algunas actuaciones policiales (pidiendo, una vez más, que se elimine la situación de incomunicación bajo custodia policial), como de las visitas realizadas a algunos establecimientos penitenciarios, a hospitales psiquiátricos penitenciarios y a un centro de menores. A todo ello se podría sumar la denuncia, recurrente aún mas en tiempos pandémicos, de un incumplimiento de medidas sanitarias o de la imposición de situaciones de aislamiento en centros penitenciarios.
A finales de 2021, la Unión Europea comunica que se muestra favorable a la financiación de un reforzamiento arquitectónico de la frontera entre Polonia y Bielorrusia con el fin de contener un tránsito migratorio que, sumido en unas condiciones de extrema precariedad vital, ya ha originado muertes. Dicha postura, lógicamente, está en consonancia con una política de largo alcance en la que se están externalizando, tecnologizando y militarizando las fronteras con el fin de contener (pero también de filtrar) la llegada de migrantes. La importancia concedida a lo securitario avala así el establecimiento de acuerdos de vigilancia fronteriza con países como Libia (en donde la situación de los migrantes está atravesada por la deshumanización y la tortura), o el reforzamiento expansivo de la agencia policial FRONTEX para la vigilancia de las fronteras exteriores; una agencia, por cierto, acechada en los últimos tiempos por acusaciones de irregularidades y opacidad en el ejercicio de sus funciones.
Todo ello, lo sabemos, no impide la llegada de migrantes, tan sólo incrementa el riesgo, la exposición a la muerte. El colectivo Caminando Fronteras ha comunicado recientemente que a lo largo de 2021, en las distintas rutas para llegar hacia España han fallecido 4.404 personas. En la zona fronteriza del Bidasoa que separa el estado francés del español, siete migrantes han muerto en 2021 y una persona ha desaparecido en 2022. Y todo ello, lo sabemos igualmente, queda revestido de una impunidad lacerante que se proyecta incluso cuando la violencia policial se despliega de un modo directo (como las muertes de los migrantes abatidos en la playa de Tarajal hace ahora ocho años), siendo contadas las ocasiones en las que podemos asistir a un reconocimiento judicial del daño causado por los cuerpos de seguridad.
La madeja, ciertamente, podría seguir tejiéndose apuntando al despliegue de otras formas de violencia que, de un modo u otro, pasan por un aparato estatal crecientemente hibridado con iniciativas privadas. Cabría aludir, por ejemplo, y ya con una mirada más amplia, a las prácticas económicas de impronta neocolonial que posibilitan expandir lo que Saskia Sassen denominó las formaciones depredatorias de un neoliberalismo que propaga la precarización de la vida y la conformación de ecocidios corporativos que actúan, no lo olvidemos, como sustratos más o menos silenciados de una migración que no deja(rá) de llegar. Cabría mencionar las relaciones de diverso signo que se establecen con dictaduras (como el reciente apoyo del Estado español a la propuesta de autonomía de Marruecos para los territorios ocupados del Sahara) en las que los derechos humanos habitan tan sólo en las demandas de quienes exponen su radical incumplimiento.
Y, ciertamente, cabría aludir a la profunda co-implicación de nuestras sociedades occidentales “pacificadas” con la guerra. Esa guerra que es denunciada cuando emerge, como ahora en Ucrania, con toda su virulencia (una denuncia, sobra decirlo, supeditada a cuestiones de carácter geopolítico), pero que es asumida e impulsada, por ejemplo, cuando adquiere la forma de esa otra guerra supuestamente quirúrgica y limpia llevada a cabo por drones militares para hacer frente a la difusa amenaza terrorista, silenciando de paso las miles de muertes de civiles que los ataques de drones dejan a su paso. El actual aumento del negocio del armamento militar irrumpe como una muestra palmaria del modo en que lo bélico es una suerte de pregnancia científico-económico-simbólica que atraviesa lo social.
La arquitectura violenta que subyace a lo cotidiano
Cabría hablar de muchas cosas y seguir así, transitando por una madeja que se ensancha, en un recuento arduo que va componiendo una geografía dispersa del horror. Hacer un análisis pormenorizado de cada una de las imágenes que aquí se sugieren y de tantas otras que se podrían convocar. Ver los modos concretos en los que se posibilita la violencia y eventualmente se ejerce. A veces a través de un modo directo que impacta en el cuerpo, el rostro diverso de la violencia encarnada y encarnizada; a veces, por el contrario, engrasando de un modo sutil y silencioso unos engranajes normativos y penales que llegan progresivamente a los cuerpos que sufren.
En esas geografías nos encontramos ciertamente con los espacios de de privación de libertad institucionalizados, tales como las cárceles, comisarias o centros de internamiento de emigrantes. Pero también es necesario poner la atención en toda una serie de espacios no formalizados. En especial aquellos que tienen que ver tanto con las geografías de la exclusión (¿hay que recordar, por ejemplo, una vez más, la ausencia de electricidad en la Cañada Real o la ausencia de una propuesta habitacional para quien es sometido a un desahucio que le deja a la intemperie?), como con las geografías del hostigamiento fronterizo por las que se vigilan los movimientos (¿es necesario decir que antes de que una persona migrante se muera está el experimentar cómo se expone a la muerte, el morirse mismo, en el que se vivencia en el cuerpo propio la fría violencia de la norma que le niega el derecho a huir de lo que no quiere ser vivido?).
Podría decirse que esta aproximación apresurada nos deja una madeja deshilachada, con situaciones excesivamente diversas como para entrar a formar parte de un mismo relato. Pero no se busca un relato unificado que borre diferencias. Hay que reseñar lo específico, pero también ubicarlo en el espesor de la madeja de vínculos y resonancias desde la que emerge. Y en ese espesor, ciertamente heterogéneo, nos encontramos con que esas resonancias se tejen al poner en relación el neoliberalismo con lo securitario y lo neocolonial.
Es ahí, subyaciendo a las formas concretas en las que esas resonancias pueden emerger, donde encontramos una suerte de fondo común que impregna en gran parte a cada hecho violento, pero es también ahí, y esto es determinante, donde cabe dar cuenta de la existencia de una suerte de arquitectura violenta que subyace y recorre la cotidianidad pacificada que habitamos, ahí donde parece que no hay rastro de violencias. Eso es lo que hay que pensar y sentir, la inquietante cercanía de la violencia.
La madeja que apenas hemos esbozado nos abre a una trama compleja de formas de pensar y hacer, a una geografía dispersa de violencias que hay que montar. Requiere una tarea de montaje y desmontaje, de subrayar lo específico, pero también de barruntar conexiones, vínculos que nos abran a sus condiciones de posibilidad y, con ello, a otras formas de exponer y criticar las violencias que se despliegan.
Pensar la madeja de la violencia estatal, bucear por su arquitectura dispersa, con sus distintos grados de (in)visibilidad e (in)acción, nos permite acercarnos al horror que habita en el envés de una cotidianidad normalizada y democrática, expone la crueldad con la que convivimos. Nos interpela. O debería hacerlo. Activa la necesidad ineludible de repensarnos críticamente sin asomo de autocomplacencias: exponer el hacer y decir violento para intentar cortocircuitar su despliegue.
Teniendo presente que en el espesor hiriente de la madeja que trenza la violencia estatal no sólo hay conexiones entre lo económico, lo político y lo jurídico. También hay algo más sutil, una (in)sensibilidad, el modo en que las violencias se hibridan con unas formas de sentir que posibilitan la producción de sufrimiento.
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