La "guerra al terrorismo" ha vuelto al primer plano desde el inicio de 2010 tras el fallido atentado a un avión en ruta Amsterdam-Detroit. Parece que escuchamos discursos repetitivamente aburridos, pero hay una novedad: el presidente Obama, subido al trono americano con la bandera de la inversión de tendencia tanto en materia de políticas sociales internas como de política interior, está confirmando la tradición que contempla idénticas sustancialmente las políticas de los gobiernos de Estados Unidos, tanto republicanos como demócratas, especialmente en asuntos militares.
La potenciación de la presencia estadounidense en Afganistán demuestra los pesados condicionamientos de los lobbies armamentísticos sobre el liderazgo americano, para quienes no tiene importancia cómo acabará el conflicto, aunque es probable que se convierta en una trampa sin salida para "el ejército más fuerte del mundo", como sucedió en Vietnam. Lo que importa es la prolongación de la invasión en Afganistán lo más posible, para permitir crecer a toda velocidad a la floreciente industria militar y a todo el sector ignorante que gira alrededor, un contexto intrincadísimo que elige diputados y senadores, controla comisiones y define líneas estratégicas generales.
Obama se ha encontrado de repente aplastado por esta situación, y sus proclamas electorales se han convertido en papel mojado. Pero como buen "pacifista" declarado no podía dejar de hacerse fuerte, también él, gracias a la excusa del terrorismo y de la guerra para la defensa de Occidente. Sus declaraciones con ocasión de la entrega del Nobel de la Paz son todo un programa. Es como si volviésemos a escuchar a un Bush con la piel más oscura, aunque el fondo no cambia: que nadie toque a los Estados Unidos, gendarme de la paz; tarea que sólo se puede llevar a cabo con grandes esfuerzos bélicos, con la invasión de territorios y países, con masacres indiscriminadas y algún sacrificio incluso en la propia casa, representado por algún millar de jóvenes americanos devueltos a la patria en bolsas de plástico. Del sacrificio impuesto a la población por las inversiones en la guerra, obviamente se calla.
Ahora que Afganistán parece cumplir todos los requisitos para una guerra de larga duración al capitalismo yanqui, y en menor medida al de sus aliados, y que Iraq para nada pacificado continúa atiborrando las cajas de las multinacionales armamentistas, es cuando se trazan nuevas bases para el futuro inmediato: Yemen e Irán están en el punto de mira; se prepara el terreno, como de costumbre, con una guerra de "baja intensidad" hecha por los medios de comunicación y por los servicios secretos y, cuando la opinión pública mundial esté a punto, se dará la orden de ataque a los bombarderos, a los portaaviones y a los lanzamisiles.
La guerra es también, como siempre, un elemento de distracción de masas ante los fracasos en política interna, los latrocinios y las políticas devastadoras que los Estados llevan a cabo; ofrece tantas ventajas que sería absurdo para un Estado no utilizarla. Poco importa que después Occidente se exponga cada vez más a reacciones de tipo "terrorista" en su territorio, o que sea descubierta su vulnerabilidad. Hasta que se hace caer algún avión o se hace volar algún cuartel, se hace descarrilar algún tren o se hace explotar un metro, las cuentas salen siempre: incluso se podrá acentuar el tono contra el terrorismo islámico, se podrá tener el consenso necesario para aumentar la financiación de las "misiones de paz", se podrá gastar toda la retórica patriotera útil para hacer cerrar filas a la masa teledependiente.
Está claro que los líderes no corren ningún peligro, como mucho algún souvenir que se incrusta en la cara o algún empujón, que siempre vienen bien para mantener la tensión alta y demostrar que también ellos "sufren" por la importante carga política que llevan. Vivirán todos felices y contentos.
Entre los pueblos oprimidos, crece la masa de pobres, víctimas designadas por las políticas capitalistas y estatales en todos los ángulos de la Tierra.
Extraído de Tierra y Libertad
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