En pocos años el modo en que la sociedad percibe el turismo ha cambiado radicalmente. Durante la década anterior a 2019 se creó una palabra, turismofobia, que intentaba definir la actitud de cualquiera que fuese crítico con esta industria. Y no eran pocos, porque en diversos destinos del mundo se sucedían las protestas contra la gentrificación y empeoramiento de las condiciones de vida para los residentes, provocadas por el turismo masivo. Turismofobia no era sin embargo un palabra neutral, desplazaba la culpa hacia el que protestaba, lo equiparaba a un enfermo mental, alguien con una fobia injustificada. Porque desde que apareció el turismo de masas, esto es, los viajes asequibles para las clases medias, solo habíamos oído elogios para una actividad que desarrollaba regiones deprimidas, proporcionaba bienestar económico a regiones o países enteros, y ofrecía una forma de ocio ideal para las vacaciones anuales del trabajador. Incluso llegó a asociarse con beneficios adicionales como fomentar la paz. Todos esos argumentos en su defensa ya no son válidos, o al menos no se aceptan ya masivamente. La realidad turística los ha matado.
Y esa es seguramente la razón por la que el término turismofobia ha dejado de usarse, ya no hay quien se crea que esto es un problema de unos pocos. Este mismo verano se sucedían las noticias negativas, ya no silenciadas ni contestadas por una industria que empieza a asustarse, consciente de que puede matar su gallina de los huevos de oro. Oímos que un movimiento popular en Grecia trata de recuperar sitio para los nacionales en sus playas, donde ya no pueden poner las toallas, porque se han reservado para los turistas. Mismo país, la Acrópolis de Atenas impone un numerus clausus porque la masificación es terrible, amenaza el monumento e incluso pone en peligro a quienes asisten. Los ayuntamientos de la Costa Brava hicieron en verano un llamamiento desesperado: no cabe más gente en sus playas, no tienen capacidad para gestionar esa afluencia. En Galicia cancelaron una página web porque vendía pases falsos para acceder a la playa de As Catedrais. Y a Barcelona volvió la protesta ante la feria inmobiliaria The District con el lema «fuera especuladores de nuestros barrios». Puede pensarse que esto último no tiene relación con el turismo, pero el centro de las grandes ciudades turísticas es ahora un gigantesco negocio inmobiliario para alquiler y hoteles turísticos. Nueva York, tratando de que exista vivienda asequible en la ciudad, tiene una nueva regulación cuyo sobrenombre no deja lugar a dudas: «ley contra Airbnb». La Junta de Andalucía, uno de nuestros masificados destinos turísticos, prepara algo en ese sentido, previendo aprobar antes de fin de año un decreto que permitirá a las ciudades regular el alquiler turístico. Si quieren.
En suma, el turismo ya no solo es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, empieza a ser visto como tal. Lo es para quien lo recibe y para el planeta, por su inmensa huella de carbono y contribución al cambio climático. Lo que hace incomprensible que no abunden los estudios y los intelectuales analizando un hecho que forma parte inseparable de la sociedad de hoy. El sociólogo francés Rodolphe Christin es la gran excepción, y no puede ser casualidad que su país, Francia, ya sea el primer destino turístico mundial. Junto a España y EE. UU. disputamos y alternamos los tres primeros puestos, recibiendo equitativamente el daño. La de Christin es casi la única voz crítica y el primero que la alzó con esta crítica. Su trayectoria resulta ahora aún más interesante porque publicó durante la turismofobia el primer gran manifiesto antiturista, Mundo en venta, crítica de la sinrazón turística, que Ediciones El Salmón editó en nuestra lengua en 2018. Ahora la misma editorial publica la segunda entrega del sociólogo, Contra el turismo, ¿podemos seguir viajando?, que no es una continuación del anterior, sino una mirada postpandémica a esta nueva realidad donde muchos aceptan ya que el turismo es un perjuicio enorme. Su mirada sobre el fenómeno no es solo certera, sino escalofriante. Sobre todo porque nos pone ante el espejo de nosotros mismos. Christin empieza aceptando que él ha viajado, le gusta viajar, ser turista, y quiere seguir haciéndolo. Con el pesar de que contribuye a un daño local y mundial, expresando su deseo de tener una alternativa no perjudicial. Pero ¿cuál? Su pregunta es si existe esa alternativa.
El sociólogo francés revisa la cultura humana asegurando que viajar es una parte inseparable de ella. Durante milenios fue una actividad insegura y peligrosa que solo asumían los aventureros o los desesperados. Quienes se quedaban en casa demandaban sus relatos para saber qué había más allá, y las primeras grandes creaciones literarias, como La Odisea, son, además de poemas épicos, relatos de viajes. Christin nos señala los dos fenómenos que alteraron este statu quo, la forma de entender el viaje de la contracultura y el ocio consumista de masas. La generación Beat, bajo aquel On the Road de Jack Kerouac, proponía viajar como un acto subversivo, y de hecho el desplazamiento, en ese libro referente de aquella primera generación juvenil, es un vagabundeo, un viaje sin propósito. Por su parte, el acceso de la clase media al viaje de aprendizaje, al elitista Grand Tour de las élites, fue reconvertido por el turismo en una experiencia asequible a las clases medias. Pero ¿qué nos queda hoy de vagabundeo o de aprendizaje en el mundo después de tantas décadas de explotación turística? Cero. No hay habitantes en los destinos, que, turistificados, imposibilitan al visitante conocer el modo de vida de quienes viven en el lugar. La globalización ha convertido cada destino en un escenario al que solo distingue su arquitectura, con los mismos comercios parte de cadenas internacionales, las mismas experiencias, y hasta un gentrificación gastronómica adaptada al gusto turístico. No hay nada subversivo ni hay aprendizaje en esa actividad donde solo te puedes relacionar con otros turistas. Pero la presión social es demasiado fuerte, y quien no se va durante las vacaciones a otro lugar distinto al de su residencia habitual es considerado un paria.
Las soluciones de la industria turística, señaladas por Christine, ponen los pelos de punta. Asustada ante el rechazo a su actividad, está considerando como solución encerrar a los turistas en espacios y recorridos que no molesten a los habitantes locales. Porque a la turismofobia ha seguido la turistafobia: ahora ya no solo odiamos el turismo sino también a ese invasor de nuestro espacio, el turista, responsable de empeorar nuestras condiciones de vida. Y no es fobia, realmente empeoran tanto nuestras mismas calles como las cacas de perro sin recoger. Así que no es casual que el autor recoja o invente nuevas palabras, como turistafobia, para definir los fenómenos sociales provocados por el turismo. Al hacerlo anticipa los escenarios de reflexión donde debemos colocarnos. Como ese dato tan relevante de que cuando un extranjero viaja a otro país, el 80 % del beneficio turístico se queda en su país de origen. ¿Imposible? Pensemos en a quién pertenecen las multinacionales hoteleras y medios de transporte. Muchas de nuestras empresas nacionales gestionan paquetes turísticos con destino a todo el mundo, así que no solo somos un país receptor. Y para las multinacionales, por cierto, el único turismo que da beneficios es el de masas. Puede que nosotros, que vivimos en un país heredero de una idea monolítica, el turismo es bueno, el turismo es benéfico, un gran generador de riqueza, hayamos sido víctimas de un engaño.
Y atención porque aunque Christine nos señala que Francia, España y EE. UU. somos el principal ejemplo, nuestro modelo y sus consecuencias nefastas ya se están exportando a cualquier rincón del planeta. Con los viejos argumentos benéficos, ahora asociados al ecologismo. Propone como ejemplo ilustrativo el derretimiento del permafrost. La capa de suelo que lleva congelada desde las últimas glaciaciones desaparece a toda velocidad debido al cambio climático. Al hacerlo liberará una ingente cantidad de metano, hará revivir virus que llevan adormecidos allí miles de años, y recalentará un poco más el planeta. ¿Qué tenemos para evitarlo? Un proyecto turístico. El inmenso Parque del Pleistoceno, que en apariencia es un proyecto para recuperar el mamut mediante ingeniería genética, y luego otras especies extintas, pretende financiarse con los turistas que lo visiten. La sinrazón del planteamiento no tiene límites, y, apunta el sociólogo, conecta con el problema del ecologismo político. Que de movimiento en defensa del medio ambiente ha ido convirtiéndose, cada vez más, en un defensor de la actividad económica «sostenible». La etiqueta de turismo ecológico ya ha aparecido, y tiene tanto sentido como la de petróleo verde.
Son apenas unos pocos ejemplos de los muchos razonamientos y reflexiones que llenan las páginas de Contra el turismo. Razonamientos generales que pueden aplicarse a lo local a poco que reflexionemos. El autor nos recuerda, por ejemplo, que en esta nueva presión climática donde los veranos abrasadores y los inviernos cálidos ya no son frecuentes, acudimos como turistas al arroyo de montaña a refrescarnos. Llamando a la tragedia, porque bastará que lo hagamos muchos, y lo publiquemos en las redes para que el fabuloso lugar al que acudimos acabe reventando de turismo y perdiendo sus cualidades. Está pasado en Asturias, una región que este verano se convertía en la más demandada para la compra y alquiler por parte del público internacional. Y nuevo destino turístico preferido por ser de los pocos que conserva la frescura veraniega en la península, ahora convertida en horno. El Principado ha tenido que prohibir el acceso a vehículos particulares a los lagos de Covadonga, y varios turistas han sido rescatados por no tener la preparación, el calzado, ni el más mínimo sentido común, al subir a Picos de Europa en sandalias.
Tenemos que matar el turismo, sugiere Christin, pero no renunciar a los desplazamientos. Con idealismo, o con ingenuidad, la conclusión queda a juicio del lector, nos llama a recuperar otra forma de viaje, a inventarla. No apoya su propuesta en el vacío, ecología y sofismo están muy presentes en su libro, incluso desde el inicio. La primera parte, planteada en forma de preguntas y respuestas, es casi un diálogo socrático. Lo concluye con la llamada a crear una ecosofía que vertebre una nueva contracultura. Un modo de pensar donde el antiturismo sea una manifestación más del anticapitalismo. Esa idea asustará a muchos, los que se preguntan si limitar el capitalismo no limitará también el bienestar. Por no hablar de que regiones enteras viven del turismo y sin él serían desiertos de parados y emigrados. La tragedia, matemos el turismo o muramos por él, está servida.
Pero su libro no es un manual, sino una puerta, y tal vez incluso unas gafas para ver bien al elefante en la habitación. Esa nueva generación perdida de jóvenes que afirman con naturalidad que no tendrán hijos —demasiado caros— ni sueñan tener vivienda en propiedad —inasequible— y que ya no espera el bienestar futuro, conformándose con la supervivencia, no viajará. ¿O sí? ¿Ocurre esto realmente para toda una generación o es cosa solo de unos pocos precarios? El debate se sostiene porque no es fácil resumir la precariedad, los problemas de vivienda o la baja natalidad resumidos en una imagen. Los perjuicios del turismo, en cambio, no hay quien los oculte. Basta asomarse a la calle. Y tal vez esa sea la mejor baza para que las ideas antiturísticas creen realmente una contracultura, porque todos los grandes cambios sociales se generaron a raíz de un malestar visible y universal para todos. Necesitamos salvavidas, y quizá el antiturismo pueda ser uno de ellos.
Martín Sacristán
· reseña en Jot Down del libroContra el turismo. ¿Podemos seguir viajando? (2023)
No hay comentarios:
Publicar un comentario