Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, abril 18

La especie animal que se atreve con todo

 

 

¿Cómo definir la especificidad humana? Si observamos su relación con otras especies, la humanidad parece haber revelado con patético ardor una constante antropológica: la ceguera interesada


Los cañones reales disparan en la abarrotada explanada del Palacio de Versalles. Es exactamente la 1 de la tarde, y en este 19 de septiembre de 1783, frente a Luis XVI y su familia, un pato, un gallo y una oveja entran plácidamente en la historia de la aeronáutica. Tras instalarse en la cesta de mimbre fijada al globo aerostático de los hermanos Montgolfier, el aparato no tarda en elevarse hasta los 600 metros de altura y en recorrer varios kilómetros, ante los vítores del público atónito. A pesar de la desgracia de un desgarro en el globo que acortará su histórico vuelo, los tres héroes, ataviados con lana y tela de plumas, aterrizan en los bosques de Vaucresson. Serán recompensados por el delfín, que les abrirá las puertas de su zoológico particular. Sólo unas semanas después de la hazaña de nuestros aeronautas involuntarios, los humanos despegarán de la tierra a su vez, con menos riesgo.
 

Desde entonces, animales acuáticos o terrestres (codornices, medusas, gatos, perros, monos, salamandras...) han sido propulsados por decenas hacia la estratosfera, sin haber tenido siempre la buena estrella de sus tres antepasados. Todavía a principios del siglo XXI, para realizar experimentos científicos y también para asegurar su producción industrial o satisfacer sus necesidades alimentarias, la humanidad embarca a innumerables animales. En todo el mundo, casi 100 millones de ellos se utilizan anualmente en los laboratorios, se sacrifican 70.000 millones de aves y mamíferos para la alimentación y se pescan un billón de peces. Para hacer posible este productivismo, no sólo hemos ideado sofisticados protocolos científicos y zootécnicos, sino que también disponemos de mecanismos psicológicos que nos permiten ignorar o legitimar los daños que se derivan de esta explotación. Si el daño infligido por el homo sapiens a otras especies no tuviera también consecuencias muy desfavorables para la propia existencia humana, sólo podríamos hablar de insensibilidad o crueldad. Por desgracia, con su explotación generalizada de los animales, la humanidad corre el riesgo de continuar su viaje como el globo averiado: en condiciones peligrosas. Algunos autores publican hoy en día libros con títulos estridentes sobre los estragos ecológicos y la barbarie de las granjas industriales (“Farmageddon”) o denuncian la pesca intensiva (“Aquacalypse”), pero a pesar de estas advertencias, seguimos dormidos como troncos. Porque la especie a la que pertenecemos tiene el peligroso privilegio de estar dotada de los resortes psicológicos que permiten que su espectacular necedad florezca en una relación absurda con otros animales.

Enrique IV, el rey de “la poule au pot (cocido de gallina) cada domingo”, tenía un famoso ministro de Hacienda, Sully, al que le gustaba proclamar que “el pastoreo y el arado son las dos ubres de Francia”. Haciéndose eco de esta imagen rural, se propondrá aquí que las ubres de la estupidez humana en su relación con los animales son tres: incoherencia, ignorancia y racionalización.

Las ubres de la incoherencia lógica

La incoherencia lógica es evidente en los textos legales relativos a los animales, considerados a la vez como “seres vivos dotados de sensibilidad” y “sujetos al régimen de propiedad” (artículo 515-15 del Código Civil Francés). Tomemos el caso del conejo: actualmente es una de las mascotas más comunes en Francia, pero también el mamífero más consumido. Si no cumplimos con nuestras obligaciones con él, descuidando su alimentación, su cuidado y sin garantizar unas condiciones de vida acordes con sus necesidades, corremos un alto riesgo de incumplir la legalidad puesto que, según el código penal “sea o no públicamente, el hecho de infligir un abuso grave, que sea sexual o no, o cometer un acto de crueldad hacia un animal doméstico, o domesticado o mantenido en cautividad, se castiga con dos años de prisión y 30.000 euros de multa” (artículo 521-1 del Código Penal Francés). Sin embargo, la ley autoriza la cría de conejos en batería en condiciones incalificables de confinamiento. Empero detrás de esta incoherencia hay una racionalidad, pero que se sitúa en otro nivel. El valor del animal está ligado al uso instrumental o afectivo que se hace de él, o a las representaciones justificadoras que los humanos mantienen respecto a la especie en cuestión. Lo mismo ocurre entre los defensores de los animales: según las observaciones de un veterinario, los activistas que luchan contra la experimentación animal actúan más contra los laboratorios que utilizan primates o perros que los que utilizan ratones o ratas. Este antropocentrismo, que organiza el valor de los animales según sus propios intereses, es la clave para explicar la jerarquía que operamos entre los animales.

Las ubres de la ignorancia

Para quien utiliza animales, la ignorancia es el más placentero de los consuelos. Recientemente, el artista circense André-Joseph Bouglione, tras decidir excluir a los animales de sus espectáculos, confesó que “el ligero balanceo que hacen los elefantes cuando están parados, para mí, significaba que estaban relajados. […] Lo que creía que era un signo de relajación era en realidad un trastorno relacionado con el confinamiento” (2008 p. 54-55). El desconocimiento de las capacidades cognitivas, perceptivas y sensoriales de los animales habrá permitido su sujeción durante siglos, y aún hoy la ignorancia sobre ellos sigue siendo abrumadora. En junio de 2017, The Washington Post publicó una encuesta en línea realizada a una muestra representativa de estadounidenses que indicaba que el 7% de los encuestados (más de 16 millones de personas) afirmaba que la leche de cacao procede de vacas pardas. Peor aún, una encuesta del Departamento de Agricultura de EE. UU. reveló que uno de cada cinco adultos no sabía de qué animal procedía la carne de las hamburguesas. Dos investigadores de la Universidad de Davis (California), Alexander Hess y Cary Trexler, entrevistaron a niños de 11 a 12 años y descubrieron que el 40% no sabía que la carne de las hamburguesas procedía de las vacas, y el 30% no sabía que el queso se hacía con leche. La ignorancia alimentaria también brilla a este lado del Atlántico: una encuesta francesa realizada entre niños de 8 a 12 años reveló que el 40% no sabía de dónde procedían productos como el jamón, y dos tercios no podían decir de dónde procedía el bistec. Además, una alta proporción de niños informó de que el pescado no tenía espinas.

La ignorancia secular de los humanos respecto a la cognición de los animales ha fomentado relaciones de dominación que aún hoy son difíciles de corregir a pesar de los avances de la etología cognitiva y la neurociencia. Sin embargo, los expertos consideran ahora que “los animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de conciencia, así como la capacidad de realizar conductas intencionales” (Declaración de Cambridge, 2012), y no falta bibliografía para demostrar que los animales no son tan bestias. Pero la mera difusión del conocimiento está lejos de ser suficiente para curar las extravagancias de la razón. La obliteración del animal y la descorporeización de la carne contribuyen a una meticulosa eufemización de las realidades de la cría y el sacrificio de animales que a veces se refleja en las directrices de la industria. Una revisión de los profesionales de la carne citada por Scott Plous, de la Universidad de Wesleyand, recordaba que “hacer saber a un consumidor que la chuleta de cordero que acaba de comprar forma parte de la anatomía de una de esas simpáticas criaturas que se ven retozando en los campos en primavera es probablemente la forma más segura de convertirlo en vegetariano”.

También cabe mencionar otra forma de ignorancia. Se trata de la minimización sistemática por parte de los consumidores de la cantidad de carne que ingieren. Por ejemplo, los resultados de varias encuestas indican que entre el 60% y el 90% de las personas que se definen como vegetarianas han consumido, no obstante, carne en los días anteriores a la encuesta. La mayoría de los estudios sobre el vegetarianismo revelan que nada menos que dos tercios de las personas que se autodenominan vegetarianas comen ocasionalmente pollo y ¡el 80% come pescado! Por último, basta con informar a los participantes de que van a ver un reportaje sobre el sufrimiento de los animales para que reduzcan inconscientemente la cantidad de carne que dicen consumir. A veces, para reducir el sufrimiento de los animales, algunos consumidores dejan de comprar bandejas de carne roja... pero aumentan su consumo de aves de corral, lo que amplía el número de animales consumidos y, por tanto, el número de animales que probablemente han sufrido. Para los que finalmente han optado por una dieta sin carne, la cosa no acaba ahí. Un estudio demostró que las personas que recibían una barra nutricional la encontraban menos sabrosa si se les hacía creer que contenía soja.

Las ubres de la racionalización

A la ignorancia ordinaria se añade lo que podría llamarse ignorancia motivada. Para evitar el inconveniente de tomar conciencia de la incoherencia entre los comportamientos de consumo y las representaciones relativas a los animales consumidos (que justificarían abstenerse de ellos), una solución cómoda es modificar estas representaciones, como sugiere la teoría de la disonancia cognitiva. Por ejemplo, una encuesta demostró que las capacidades mentales atribuidas a una serie de animales estaban simplemente correlacionadas con su comestibilidad: las vacas o los cerdos eran percibidos como dotados de vida mental más limitada que los gatos, los leones o los antílopes. En otro estudio, se pidió a los participantes que evaluaran la capacidad mental de una oveja tras ser informados de que ésta se iba a trasladar a un prado diferente, o lo contrario, de que iba a estar en el menú de una próxima comida. En este último caso, la capacidad mental de la oveja estaba reducida. Otros trucos de magia intelectual que se pueden utilizar para justificar el consumo de carne, como las justificaciones teleológicas (“Las plantas existen por el bien de los animales, y los animales salvajes por el bien del hombre” (Aristóteles), apagón empático (“Vemos... que la muerte es dolorosa para los animales. Pero el hombre desprecia esto en la bestia (San Agustín), la mitología eufemística del consentimiento animal (que nos ofrecería su carne a cambio de nuestro ”buen“ cuidado), la negación del sufrimiento animal (”los animales sufren menos cuando son sacrificados conscientemente que cuando son degollados aturdidos“), la invocación de metas superiores (como ”alimentar a la humanidad“ o el ”argumento del niño con cáncer“ para defender la investigación) o incluso la supervivencia (”si el hombre está condenado al vegetarianismo, no sobrevivirá“), la invocación de una aporía alimentaria (el argumento del ”sufrimiento de las plantas“), la demonización del vegetarianismo (presunta de misantropía).

Conclusión:

Los humanos se han atrevido a todo con los animales. Pero no es una fatalidad. Uno de los miembros de nuestra especie, un filósofo, afirmó recientemente: ”Si me pongo a pensar, me vuelvo vegetariano". Esta confesión de Michel Onfray no está desmentida por la ciencia: los que comen leguminosas están lejos de tener un cacahuete por cerebro. Mejor; los niños que tienen un coeficiente intelectual superior a la media a los diez años optan con más frecuencia por una dieta sin carne cuando son adultos, independientemente de su clase social, educación e ingresos. Entre los adultos, la curiosidad intelectual está vinculada a esta elección alimentaria. En conclusión, aunque la carne puede haber contribuido al desarrollo del cerebro en nuestros antepasados, es muy posible que ahora haya cambiado de bando.

En la barquilla suspendida en el espacio que llamamos tierra, hay algo que anda mal los otros animales. El creciente conocimiento de nuestra parte común, el peso de los riesgos sanitarios y el presagio de un colapso ecológico son llamadas a ser un poco más inteligentes. 

 

 Laurent Bègue-Shankland

El artículo fue publicado originalmente en la revista de la Association Végétarienne de France.
 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario