Este artículo fue enviado a principios de agosto al diario Berria de Gipuzkoa, y fue censurado por el director, quien adujo que «actuando con responsabilidad, no creemos que debamos ayudarte en la difusión de las tesis que defiendes».
En Kiberen han prohibido ir a la playa; en Zaragoza ir de fiesta por la noche; en Bélgica una persona no podrá estar semanalmente con más de cinco íntimos; en los bares de Madrid se registrarán los datos de los clientes; en Hernani han confinado un edificio; el gobierno de Alemania recomienda no viajar a Navarra; la Generalitat ha contratado a cuatrocientos rastreadores; un anciano ha sido confinado en Barakaldo… Todas estas noticias mantienen la tensión, pero, de absurdo en absurdo, en absoluto nos ayudan a entender lo que verdaderamente está pasando.
Alguna gente, entre ellos varios médicos, nos alertan del exceso, nos hacen ver alguna luz sobre la epidemia de esta primavera.
Los servicios de salud estuvieron saturados como lo habían estado los inviernos anteriores; los que afirmaron lo contrario manipularon los hechos; se inflaron las cifras de enfermos; muchos de los que contabilizaron como muertos por Covid-19 no murieron por esta enfermedad: si bien murieron con el virus, no murieron por el virus.
El Covid-19, similar a una fuerte gripe en sus efectos estadísticos, pasó entre nosotros como una epidemia corriente. Para la mayoría de la gente, incluso en los focos de la epidemia, el riesgo de morir por él fue muy pequeño, casi insignificante. La tasa de hospitalización, para los mayores de 65 años, fue similar a la de una gripe estacionaria; para niños y jóvenes, fue menor.
El Covid-19 no mata a los ancianos; muchos ancianos que vivían en residencias sí murieron con el virus. Sin embargo, conviene preguntarse: ¿En qué condiciones vivían? ¿Qué otras enfermedades tenían? ¿Cuántos de ellos murieron de miedo o soledad?
Desde el principio se tomaron medidas injustificadas, que ignoraron y pisotearon derechos fundamentales y deberes éticos, y se hizo la vista gorda a los daños que causaran. Los responsables de esas medidas deberían ser destituidos de sus cargos, ya que es grande el riesgo de que vuelvan a incidir.
Las medidas que afectan seriamente a todos los ciudadanos, como los confinamientos o la máscara obligatoria deben ser anuladas de inmediato, ya que han sido y están siendo tomadas en escenarios de terror.
¿Por qué siguen hinchándose las cifras, se ocultan o se sacan de contexto datos y sucesos? Hace cinco meses que en el mundo no hay otra noticia. ¿Muere alguien en el mundo que no sea a causa de Covid?
Las voces críticas son censuradas o ignoradas; se tacha de mentirosos y charlatanes a los que ofrecen datos y opiniones no correctas; se llama conspiracionistas a los que intentan hacer luz sobre cómo surgió y se ha expandido la enfermedad del miedo.
Una simple investigación nos dice lo siguiente: el aislamiento físico no es una necesidad de salvar vidas, sino un laboratorio con vistas a un futuro rentable sin contactos. También nos dice lo siguiente: se trata de una estrategia, asumida y posibilitada por prácticamente todos los Estados, elaborada a grandes rasgos por gente poderosa de este mundo, no siendo ajenas, probablemente, altas instancias de la OMS.
En marzo declararon la guerra a la gente simple; desde entonces no hemos hecho sino perder terreno. El crimen se está realizando.
Han decidido anular los paradigmas de gobierno de la gente y de las cosas vigentes hasta ahora, e instalar en su lugar unos dispositivos, que aún es pronto para determinar cuáles serán exactamente; lo que sí puede decirse es que vamos hacia un tipo de sociedad mucho menos libre.
«Si la ciencia es la nueva religión», dice Giorgio Agamben, «y el dispositivo jurídico-político el estado de excepción, las relaciones entre las personas se están definiendo desde la distancia social, en el seno de las tecnologías digitales».
Habiendo demostrado las organizaciones tradicionales, particularmente las de izquierda, su sumisión y su inepcia, la gente con sentido común debe preguntarse dónde está la raya que no está dispuesta a pasar, para no renegar de sus principios éticos y políticos.
Para los pobres es vital no caer en la trampa: evitar en lo posible el aislamiento, el teletrabajo obligado, la escuela y los servicios de salud no presenciales; igualmente vital, rechazar las recetas con tufo a la OMS, incluida la vacuna; pues, no habiendo motivo para que la normalidad anterior, con todo y sus males, fuera anulada en su momento, para volver a ella, ¡no tenemos ninguna necesidad de vacunarnos!
Hemos de inventar nuevas maneras de sanarnos, de estudiar, de cuidarnos, de trabajar, de resistir, de hacer política. Las nuevas políticas no podrán tomar la forma de las democracias vigentes hasta esta primavera, ni tampoco la forma del nuevo despotismo tecnológico sanitario que se está instaurando en su lugar.
«Por favor», clamaba una amiga nuestra, en medio de la epidemia, a los padres de la escuela donde lleva a su hija, «no dejéis que vuestros hijos normalicen esta situación, que pierdan la capacidad de preguntar, de reaccionar, de resistir».
Recordando y trayendo a contexto lo leído en la camiseta del compañero muerto por Sida: «Caricias, besos, abrazos: ¡nuestra vacuna contra esta enfermedad!».
Pablo Sastre es hortelano, padre de tres hijos. Ha escrito varios libros en euskera, algunos de ellos traducidos al castellano, como Leuropa (Hiru, 2003)) o La presencia de las cosas (Hiru, 2008).
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