En lo que respecta al pasado, lo más importante es el ser conscientes de la especificidad de nuestro tiempo, teniendo cuidado de no proyectar, en la medida en que ello sea posible, nuestra visión actual de las cosas sobre un pasado que solamente nos serviría de justificación. Jacques Ellul, Autopsia de una revolución.
Las enormes contradicciones acumuladas por el sistema capitalista en los últimos cincuenta años no han despertado en amplios sectores de la población una voluntad de vivir de otro modo que impulsara trasformaciones radicales en la sociedad de masas. Bien al contrario, la apatía y el miedo han predominado, originando una adhesión pasiva y resignada a lo existente contemplado éste como el menor de los males. Tal parece que el mayor logro del capitalismo global haya sido la integración completa de las masas en un mundo artificial y extraño, y que la voluntad de abolirlo haya dado paso al temor de verse excluido de él. Curiosa la paradoja en que unas condiciones objetivas favorables a la revolución hayan dado lugar a unas condiciones subjetivas caracterizadas por la sumisión de la mayoría, la evaporación de la conciencia revolucionaria y, como corolario, la inexistencia de una fuerza social de peso capaz de aventurarse en un proceso revolucionario.
La lógica de la mercancía y del desarrollismo ha penetrado tan profundamente en la sociedad que ha conseguido bloquear toda aparición de un sujeto colectivo revolucionario en Europa, o cuando menos, impedir su desarrollo en el continente. La operación tiene una doble vertiente; por un lado, la desvalorización del pensamiento, por el otro, la hipostasia de la acción, que es degradada a pretexto ideológico para el acatamiento de las pautas marcadas por el espectáculo de los acontecimientos cotidianos. Los dirigentes se salen con la suya: nada les resultará más conveniente que un pensamiento que no requiera esfuerzo (un pensamiento débil) y un activismo que nade a favor de la corriente. Pues no hay nada más fácil que seguir la moda en un escenario donde la élite gobernante en último extremo es quien da las órdenes; y nada más difícil que pensar y actuar libremente en un espacio sin libertad real. Para un sistema que se cree incuestionable la cuestión social no puede existir más que en la literatura y toda oposición verdadera le parece impensable.
En una situación como la actual, donde las mistificaciones patrióticas y los tópicos políticos están a la orden del día, al ladito de la propaganda mercantil, en una cotidianidad donde el conformismo abrumador frustra y expulsa cualquier deseo subversivo, pensar constituye el acto más radical y más osado, y también el que despertará más recelos y más hostilidad. Construir un aparato crítico que pueda explicar la época con veracidad es la principal tarea a realizar, aunque no la única. El primer asunto a tratar sería el hecho de la desagregación de la clase obrera en un momento en que el trabajo asalariado es la condición general, y por consiguiente, la pérdida de un horizonte revolucionario socialista en provecho de una adhesión al consumo abundante de mercancías. Por qué los trabajadores en su mayoría han preferido el confort de una vida determinada por los imperativos de la economía a los ardores de un combate contra cualquier forma de opresión e injusticia. El autismo consumista de una sociedad atomizada ha podido con el espíritu comunitario, o dicho de otro modo, con el instinto de clase.
La clase obrera ya no es en sí y por sí misma la negación del orden burgués. Ni qué decir tiene, las pretendidas vanguardias lo son todavía menos, puesto que nunca lo fueron. La clase no ocupa en la posmodernidad una posición especial que la lleve a cuestionar el capitalismo a pesar de lo que pueda pensar o querer y que la convierta en su sepulturero. En la fase mundializadora el estatus de asalariado no imprime carácter de clase, ni sentido de pertenencia a una. Así pues, la condición obrera ha dejado de ser portadora de valores universales. No implica ninguna función histórica ni apunta a ninguna misión redentora. Tampoco hay luchas sociales actualmente que revelen la marcha ineluctable del proletariado en pro de la emancipación de la humanidad. Más bien lo contrario: aspiraciones muy prosaicas y nula voluntad transformadora. La clase obrera tal como la concebía el marxismo es una formación histórica con fecha de caducidad. Lo mismo diríamos de los sindicatos. Sus últimas manifestaciones europeas se produjeron durante los años setenta del siglo pasado. El proletariado es un hecho bien real, así como la alienación de la que antaño era consciente, pero hoy, con un capitalismo muy distinto al de los comienzos de la revolución industrial, un mercado laboral en caída libre y un Estado tremendamente desarrollado, ese tipo de clase no existe.
La mecanización de los procesos productivos ha desempeñado al principio un importante papel. No solamente convirtió a los trabajadores en apéndices de las máquinas, sino que los sustituyó por ellas. Al quedar relegado de la producción, el proletariado perdió el poder de paralizarla y usarla en su beneficio. El poder de sabotearla o autogestionarla. Convertido el trabajo en un medio de subsistencia sin ningún contenido, el relativo bienestar material y la inflación del entretenimiento de masas desviaron la atención hacia el universo del consumo. En un principio, los grandes almacenes, los seriales radiofónicos y el cine proporcionaron a la existencia alienada el sentido que se había perdido en los lugares de trabajo. Después, la televisión y el coche, y recientemente, internet y los smartphones, hicieron el resto. El fetichismo mercantil, la industria del ocio y finalmente las redes sociales colonizaron la vida cotidiana, separando la esfera pública de la privada y sumergiéndolas en la irrealidad, anulando cualquier atisbo de conciencia de clase. Cada vez mas, las cosas, y mejor sus imágenes, adquirían vida propia, ocupando el lugar de las personas. El sujeto de la revolución quedaba transformado en objeto del consumo y del espectáculo. Los obreros, ajenos a los productos de su esfuerzo y a las consecuencias de su labor, o sea, alienados, se comportan ahora como espectadores de una realidad virtual y no como agentes de la historia. La alienación, lejos de despertar la conciencia, ha producido desencanto y autocomplacencia, narcisismo y psicopatías.
El capitalismo es un sistema social que se impone a través de la tecnología, el espectáculo, la comunicación ficticia y las fuerzas del orden de un Estado hipertrofiado. La racionalidad instrumental y burocrática, al mediatizar en todas las áreas de la existencia, pone la vida al servicio de los intereses de la dominación. Los pensamientos y deseos no solamente son manipulados, sino directamente fabricados por ella. El deseo de autoridad sería un buen ejemplo. La pasión por el juego electoral sería otro. En general, la maquinaria estatal y los medios tecnológicos puestos a disposición no se adaptan a los individuos, son los individuos los que se adaptan y someten. En eso consiste lo que llaman subirse al tren del progreso. El capitalismo no puede subsistir sin una adaptación continua y constante a un mercado cambiante, cada vez más tentacular, o lo que viene a ser complementario, sin una separación total de los individuos entre sí que las tecnologías han hecho posible, o sea, sin una prolongada autodestrucción de la individualidad técnicamente asistida. Con fragmentos de personalidad egocéntrica, ninguna comunidad es posible.
La mecanización del proceso productivo, junto con la burocratización que exige el crecimiento arrasador del Estado, de los medios de comunicación y de la gestión industrial y financiera, han ocasionado el crecimiento sin precedentes de un sector asalariado no proletario compuesto por empleados, funcionarios, ejecutivos, técnicos y profesionales, al que las últimas crisis han conferido un cierto dinamismo. En los pasados años sesenta algunos sociólogos lo calificaron de “nuevo estrato intermedio asalariado”, “nuevas clases medias” o incluso de “nueva clase obrera”, atribuyéndole tareas históricas que en otro tiempo correspondieron al proletariado. Sin embargo, dicho sector jamás ha manifestado la menor veleidad revolucionaria, ni ha cuestionado en lo más mínimo la sociedad industrial o el Estado. Nadie escupe a quien le da de comer. Ni por su condición objetiva, ni por su mentalidad, ni por sus esperanzas, ni por el lugar que ocupan en el sistema, esas nuevas clases medias asalariadas están destinadas a ser protagonistas de ningún cambio radical, y menos, de una revolución, lo que no significa que permanezcan inmóviles frente a una crisis que les afecta, tal como ha sucedido con las distintas bancarrotas financieras sobrevenidas a partir de 2008 y con las políticas de austeridad subsiguientes. La movilización de dichas clases, y especialmente de sus elementos juveniles más amenazados, no ha tenido un impacto reseñable en la economía, pero ha alterado un tanto el panorama político. Las formaciones ciudadanistas nacidas con la movilización indignada tienen la voluntad de reemplazar a los partidos tradicionales en la gestión de la vieja política.
La gran diferencia entre el movimiento obrero clásico y el ciudadanismo populista radica precisamente en el desinterés de este último hacia la economía y en la consagración exclusiva de la acción política. Habiendo eclosionado a la sombra del Estado, su confianza en el Estado es ciega, no concibiendo ninguna otra forma de intervención social más que a través de las instituciones estatales. Sus intereses específicos, que aunque se llamen “intereses de la ciudadanía” no son otros que los de la conservación de su estatus, cree que podrán defenderse gracias al Estado. Sus objetivos no se alcanzaran con la disminución del aparato estatal, sino con un desarrollo aún más pronunciado. La contradicción radica en que el Estado actual es esclavo de los mercados, o mejor dicho, es una pieza clave de la industrialización y financiarización del mundo. Y justamente esa industrialización y esa mundialización de las finanzas es la responsable de la crisis que dio lugar a la reacción política de las clases medias asalariadas. En consecuencia, el ciudadanismo mesocrático, en la medida en que se incrusta en las estructuras del Estado, está obligado a favorecerlas, o sea, a ir contra sus intereses “de clase”. Por eso la acción política, con escasos logros que reivindicar, se concreta en gestos, escenificaciones, manifestaciones simbólicas y proclamas hechas en el lenguaje democrático de la vieja burguesía liberal. Sin pretenderlo, han renovado el espectáculo político, pero a costa de disminuir su efectividad. En suma, el ciudadanismo no ha significado ni significará un cambio real, ni siquiera un espectáculo convincente del cambio.
Conforme se anquilosan y fosilizan los grupúsculos que se autoproclaman revolucionarios, los objetivos revolucionarios reivindicados se vuelven fraseología hueca, verdades difuntas y fórmulas rituales. Los viejos análisis doctrinarios quedan sobrepasados por la realidad y los antiguos esquemas interpretativos se deshacen a pedazos, faltos de sentido. Los nuevos les superan en incoherencia. Las ideologías, en su mayoría obreristas, nacionalistas, verdes e identitarias, no pueden explicar verídicamente la evolución del mundo, puesto que éste cambia a gran velocidad e introduce novedades que aquellas no consiguen situar en su lugar. Los discursos ideológicos están plagados de lugares comunes y extremismos postizos; los caminos que proponen no conducen a ninguna parte; la rotundidad con la que se expresan apenas consigue ocultar la ausencia de alternativas posibles; las estrategias a seguir no son más que ridículas imitaciones del pasado y posibilismo disimulado. En fin, las ideologías envejecen y se vuelven obsoletas, pero a nuestro pesar el capitalismo madura.
No pretendemos negar la evidencia de antagonismos mayores, aunque no se traduzcan en movimientos subversivos de una cierta amplitud, ni tampoco queremos menospreciar la existencia de focos de resistencia al margen de la política, o ignorar los espacios ajenos al funcionamiento del capital donde se ensayan estilos de vida no consumista. El combate social existe, sólo que las luchas no llegan a extenderse y sus objetivos no rebasan determinados límites, es decir, no cuestionan todo lo que deberían. Así el mundo contestatario no se desarrolla como una contra-sociedad dentro de la sociedad oficial. Demasiados recelos relativos a la organización, demasiados compromisos efímeros y demasiada inclinación al gueto. Algo que se conjuga bien con el activismo sin plan, con el radicalismo verbal, con las modas identitarias y con el utopismo evasivo. Los medios contestatarios dan la impresión de ser el hábitat de la clase media juvenil en su primera etapa extremista.
Una recapitulación de todo lo precedente nos conduce de nuevo a la necesidad de la revolución que acabe con el capitalismo y ponga fin a su modo de vida intolerable, y de nuevo el verdadero problema se replantea, el del pensamiento crítico. No se atraviesa un desierto en el campo teórico, puesto que, a pesar de una confusión interesada en esos ámbitos, hay elementos valiosos como la crítica ecológica, el análisis antidesarrollista, los estudios antropológicos o la teoría del valor. Pero aún queda mucho por hacer si no se quiere que tales aportaciones degeneren en ideologías conciliadoras y alimento para sectas. Falta una visión histórica rigurosa pero libre de determinismos, una crítica renovada del posestructuralismo y del reciclaje de las ideologías caducas, un lenguaje unitario que la caracterice, una demolición efectiva de los mitos salvacionistas, empezando por el más grande, el mito del Estado, etc, etc. Solamente un auténtico pensamiento revolucionario podrá nombrar a sus amigos y a sus enemigos delimitando con precisión el terreno de las luchas contemporáneas, aclarando tácticas y estrategias que ayuden a remontar los enormes obstáculos, haciendo confluir todo en un proyecto. Cuando se trabaja en el derrumbe de un régimen se ha de tener claro qué es lo que se quiere poner en su lugar. Y eso es sólo el comienzo.
Miguel Amorós
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