Cuando se habla de propiedad privada nunca está de más diferenciarla de la posesión, lo cual ya fue señalado por Proudhon en su célebre obra ¿Qué es la propiedad?. Así, la propiedad privada viene determinada por la ley que es la que dice que algo es de alguien, mientras que la posesión es la relación de usufructo que una persona mantiene con algo. Por esta razón, cuando aquí nos referimos a la propiedad privada lo hacemos en relación a los medios de producción, distribución y consumo, y no a aquellas cosas que son tenidas o disfrutadas, como ocurre con las posesiones.
Si hubiera que trazar una genealogía de la propiedad privada encontraríamos su génesis en las sociedades esclavistas de la Antigüedad, como por ejemplo Grecia. En cualquier caso hay que señalar que en aquel entonces este tipo de sociedades eran minoritarias, y que por ello la propiedad privada estaba bastante limitada. En el caso de Europa fue el Imperio Romano el que introdujo la separación entre posesión y propiedad a través del famoso derecho romano, lo que constituyó el principal antecedente para, ya en tiempos modernos, restablecer la propiedad privada. A pesar de esto no hay que perder de vista que entre el derrumbamiento del Imperio Romano y la época moderna, es decir, durante el periodo medieval, la propiedad privada como tal no existió debido a que imperaban distintas formas de propiedad compartida, tal y como sucedía con los bienes comunales en muchas zonas de Europa, las formas de propiedad enfitéutica, etc. En la Edad Media la propiedad privada, al estilo romano, como propiedad individual exclusiva, apenas existía.
La modernidad trajo consigo la recuperación del derecho romano y con este la propiedad individual que hoy conocemos como propiedad privada. Sería complejo explicar los pormenores del proceso que condujo a la recuperación de esa forma de propiedad, y de cómo fue implantada a lo largo y ancho de Europa. Pero basta con señalar que durante la época medieval la ausencia de la propiedad privada como tal era el reflejo de la existencia de comunidades en las que prevalecían redes de interdependencia compleja entre sus miembros, en tanto en cuanto existía una posesión común de la riqueza. No hay que olvidar que las elites medievales eran, con diferencia, una minoría social cuyo poder era muy limitado, de manera que su capacidad para fiscalizar al resto de la población para extraer recursos era sumamente complicado debido justamente a esa circunstancia que acabamos de señalar: la posesión común de la riqueza con la existencia de bienes comunales como tierras, bosques, ríos, pero también ganado, montes, fraguas, batanes, molinos, etc. Así, en la medida en que la riqueza era compartida por muchas personas al mismo tiempo, las elites medievales tenían serias dificultades para llevar a cabo labores de exacción económica, pues era muy difícil identificar a los dueños de este tipo de bienes. Los impuestos, por regla general, consistían en pagos hechos en especie a partir de su propia producción, y que solía combinarse con algunos días de trabajo en las tierras de los caciques locales durante determinadas épocas del año.
Las primeras formas de propiedad privada pueden detectarse en la Baja Edad Media en torno a los burgos, ciudades que operaban bajo ciertos privilegios fiscales otorgados por el monarca que les permitía disponer de mercado propio, con lo que sus habitantes desarrollaban actividades comerciales que facilitaron la aparición de las primeras formas de propiedad privada en el terreno mercantil. Los burgos surgieron en parte de manera espontánea, como consecuencia de una serie de procesos sociales e históricos propios de la época medieval, pero también en parte como consecuencia de la acción de los monarcas de aquel entonces al crear centros en los que se desarrollase la actividad económica y comercial, de forma que el enriquecimiento de los habitantes de las ciudades supusiese al mismo tiempo la creación de importantes depósitos de riqueza de los que el monarca pudiera disponer en caso de necesidad. Además de esto los burgos eran zonas que quedaban al margen de las jurisdicciones señoriales, lo que reforzaba la autoridad del monarca al tiempo que en el plano político debilitaba a la nobleza. Pero por otra parte la nobleza era drenada de recursos, y por tanto debilitada económicamente, en la medida en que estos iban a parar a las ciudades donde los mercados hicieron su más temprana aparición.
Sin embargo, como decimos, las formas de propiedad privada eran muy limitadas al quedar circunscritas a determinados círculos sociales y económicos de las ciudades, generalmente grupos oligárquicos compuestos fundamentalmente por mercaderes y sólo más tarde por prestamistas. En los albores de la modernidad el fortalecimiento del poder regio con la aparición de las primeras monarquías absolutas dio lugar a una progresiva remodelación de la economía y la sociedad, si bien a una escala todavía limitada. En lo que a esto se refiere nos encontramos con el surgimiento del mercantilismo y el desarrollo de las actividades comerciales, lo que facilitó el incremento de la actividad económica y consecuentemente el aumento de la base fiscal del Estado. No hay que olvidar que la principal fuente de ingresos de la Corona eran, por aquel entonces, las rentas de sus dominios territoriales pero también, y en una medida creciente, los impuestos recaudados del comercio exterior. Todo esto se combinó con la concesión de monopolios que abarcaron una extensa cantidad de actividades económicas, y que se desarrollaron sobre todo a partir de la colonización de América y de otras regiones del planeta.
Desde la Baja Edad Media se produjo el desarrollo y crecimiento de una clase social oligárquica afincada en los burgos, centrada en actividades comerciales y compuesta mayormente por mercaderes que traficaban con mercancías de diferente tipo y en diferentes ámbitos geográficos: local, regional e internacional. A estos se sumarían los prestamistas y banqueros, que en muchas ocasiones también eran mercaderes que, dada su enorme riqueza, desempeñaban funciones de préstamo en el desarrollo de sus actividades comerciales pero también en su apoyo financiero a los soberanos. El desarrollo de esta clase social fue desigual a lo largo de Europa, pues ello dependió de las redes de ciudades que existían al final de la época medieval, así como de las estructuras estatales que las abarcaban. Al margen de las tensiones políticas que existieron entre los grandes soberanos y las ciudades, es en los albores de la época moderna cuando se percibe un aumento general de la riqueza, lo que coincidió con nuevas empresas colonizadoras por un lado, y por otro con el desarrollo de las incipientes monarquías absolutas. En este contexto, no exento de complejidades de diferente tipo, no tardaron en producirse en determinados países diferentes tensiones internas en la medida en que las necesidades financieras de las monarquías absolutas no dejaron de crecer. Esto era debido en parte a las carreras armamentísticas y a las guerras que se produjeron por aquel entonces, y que implicaron un encarecimiento de los medios de coerción y dominación política.
Entre los siglos XVI y XVII se impuso el mercantilismo como punto de vista de las elites en tanto en cuanto se trataba de una manera de ver la economía que consideraba que esta es un instrumento al servicio de la construcción de un Estado fuerte. Para el mercantilismo la economía internacional es un espacio de conflicto entre diferentes Estados con sus respectivos intereses nacionales. Como consecuencia de esto la competición económica entre Estados es un juego de suma cero, lo que un Estado gana lo pierde otro. De esto se deduce la importancia dada a las ganancias relativas en el terreno económico, pues la acumulación de riqueza constituye la base para el poder político-militar que más tarde es utilizado contra otros Estados. Por tanto, la fortaleza económica y el poder político-militar no eran contemplados como metas que competían entre sí, sino como fines complementarios que beneficiaban al Estado. Así, la búsqueda de la fortaleza económica constituye un apoyo para el desarrollo del poder político y militar del Estado, al mismo tiempo que el poder político-militar mejora y fortalece el poder económico del Estado.
La perspectiva mercantilista daba prioridad a lo político sobre lo económico, de manera que allí donde los intereses económicos y los intereses políticos, vinculados estos últimos a la seguridad del Estado, chocaban, era la política la que se imponía. Esto no estuvo exento de importantes problemas y tensiones internas que enfrentaron a las oligarquías económicas con la Corona. Un ejemplo paradigmático de esta situación es la Inglaterra del s. XVII. Esto se debió sobre todo a las exigencias impuestas por el encarecimiento de las guerras internacionales, lo que estaba unido a la actividad expansionista del propio Estado en su competición frente a otros países por la conquista de la hegemonía internacional. La consecuencia inevitable de esto fue la aplicación de medidas coercitivas por parte de la Corona sobre el sector socioeconómico más dinámico del país que consistieron en confiscaciones, encarcelamientos, la imposición de tributos excepcionales, el forzamiento de la concesión de créditos, etc. El resultado fue el enfrentamiento entre la corona y la oligarquía económica, lo que para finales del s. XVII condujo al desmantelamiento del absolutismo y la definitiva instauración del parlamentarismo como sistema político en Inglaterra.
Las consecuencias de la revolución de 1688 en Inglaterra fueron importantes, pues constituyó un paso decisivo para la incorporación de la elite económica a las tareas de gobierno de las que había sido excluida por la Corona. En tanto en cuanto una de las principales motivaciones de esta revolución fue la protección de los bienes de los comerciantes, así como la liberalización de la economía con la desaparición del sistema de monopolios hasta entonces vigente, se produjeron una serie de transformaciones en el terreno jurídico, económico y social de gran importancia. En lo que a esto se refiere el liberalismo preconizado por John Locke convirtió la propiedad en el hecho social central. Se entendía que la propiedad era la que garantizaba la libertad del individuo al dotarle de la correspondiente autonomía en la medida en que por medio de ella controlaba sus propias necesidades materiales. El reconocimiento de la propiedad privada en el ordenamiento jurídico fue decisivo, no sólo para proteger los intereses de la burguesía inglesa respecto a la arbitrariedad de la autoridad política, sino sobre todo para permitir una mejor fiscalización de la economía al poner fin a las formas de propiedad compartidas.
Después de 1688 Inglaterra se sumió en una dinámica dirigida a expropiar los bienes comunales y a poner fin a la economía natural. La política de parcelaciones iniciada décadas antes fue relanzada y reforzada, lo que permitió, por un lado, la concentración de la mayor parte de la riqueza en unas pocas manos, al mismo tiempo que la población que era desposeída era forzada a vender su fuerza de trabajo, ya fuese en el campo o en las incipientes ciudades industriales. Pero por otro lado la propiedad privada creaba unas nuevas condiciones económicas y sociales al permitir la acumulación ilimitada de riqueza, lo que hizo que el interés individual, entendido como la búsqueda del máximo beneficio y el atesoramiento de riquezas, pasase a ser el motor del desarrollo social y económico del país. Por medio del interés individual vinculado a la propiedad privada se impulsó el crecimiento económico y las correspondientes dinámicas productivistas que convergieron con el desarrollo y ampliación de los mercados, tanto nacionales como internacionales.
El Estado logró varios objetivos de un modo simultáneo mediante el reconocimiento de la propiedad privada: facilitar su labor fiscalizadora de la economía al generalizarse la propiedad privada individual, de manera que por cada propiedad había un único propietario, lo que hizo que las tareas de recaudación de impuestos fuese más eficaz al estar claro a quién le correspondía el pago de los tributos; unido a lo anterior al Estado le resultaba mucho más fácil tasar la riqueza nacional, y establecer impuestos; por otra parte, al incentivar el desarrollo económico por medio del crecimiento de la producción, propició el crecimiento del volumen de la riqueza nacional disponible en la economía, lo que repercutió en un aumento de la base tributaria del Estado con la que costear sus medios de dominación política y militar; como consecuencia del aumento de la riqueza se produjo la expansión del mercado y del comercio, y con ellos los ingresos fiscales del Estado también crecieron; asimismo, la propiedad privada dio lugar a la aparición del trabajo asalariado, y facilitó de este modo la monetización de las relaciones sociales y del conjunto de la economía, lo que, a su vez, también facilitó la labor recaudadora del Estado e incrementó su capacidad para movilizar recursos financieros más rápidamente; como corolario de todo lo anterior nos encontramos con la aparición y desarrollo de un pujante sector financiero representado por importantes firmas bancarias, siendo sus principales funciones la custodia de la riqueza nacional, la labor de crédito para el desarrollo económico e industrial, y la concesión de préstamos al Estado.
Así las cosas, la propiedad privada ha tenido como principal función histórica sentar las bases para el posterior desarrollo del sistema capitalista. En este sentido comprobamos que fue creada por el Estado tanto para su propio beneficio como para el de los propietarios. Gracias a ella las formas de producción económicas evolucionaron hacia el capitalismo, lo que simplemente facilitó la movilización de los recursos disponibles, el incremento de la riqueza en la economía y el aumento de los ingresos del Estado para apoyar su poder político-militar tanto en la esfera doméstica como en la internacional. La consecuencia de todo esto no fue otra que el trasvase de riqueza de manos del pueblo a manos de una minoría que pasó a acapararla, lo que supuso no sólo el incremento de las desigualdades sociales sino sobre todo un fortalecimiento de las jerarquías ya existentes. La propiedad privada, por tanto, ha sido, y todavía es, un instrumento con fines económicos al permitir el enriquecimiento de la clase propietaria y del Estado, pero también un instrumento con fines políticos al ser la base material del poder político-militar estatal. En el terreno social la propiedad privada ha servido para una remodelación del conjunto de la estructura social por medio del trabajo asalariado, y a través de este el reforzamiento de las relaciones de poder y de explotación que le son inherentes.
De todo lo anterior puede concluirse que cualquier aspiración emancipadora pasa necesariamente por la abolición de la propiedad privada y del trabajo asalariado que le es inherente. Pero esto sólo es posible a través de la abolición del Estado que es su principal creador y protector a través de su burocracia y sus cuerpos represivos. De esta manera, mediante la abolición de las bases de la desigualdad social y política, es como puede construirse una sociedad sin clases, libre e igualitaria, basada en la posesión común de la riqueza.
Esteban Vidal
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