“Tu trabajo no te satisface, simplemente está impuesto por la Sociedad, sólo es una carga, un deber, una tarea. Recíprocamente, tu Sociedad no te satisface porque no te suministra más que trabajo. El trabajo debería satisfacerte en cuanto hombre, pero, por el contrario sólo satisface a la Sociedad; la Sociedad debería emplearte como Hombre, pero no te emplea sino como un trabajador indigente o un indigente trabajador.”
Max Stirner
El ocioso es un fugitivo y revoltoso histórico, en su rechazo al trabajo se encuentra su revuelta, es la piedra en el zapato de los estados disciplinarios y del orden burgués, no por su fracaso para la sociedad capitalista, sino porque es portador del ocio, el que al igual que la soledad son elementos prohibidos. Resulta inaceptable para el orden social que existan ociosos en un mundo donde la obligación al trabajo no es sólo un asunto económico, sino también cuestión ética y moral. Esa tortura que es el trabajo se presenta no como una obligación -aunque obviamente lo es-, sino mucho más como valor simbólico. Dirán que “el trabajo dignifica”, o inclusive será correctivo o terapéutico para el delincuente, para el miserable y por supuesto, para el ocioso; esto no será mera casualidad. Si revisamos la historia pasada entenderemos el acercamiento del ocio (incluyendo cualquier tipo de rechazo al trabajo) a la patología y enfermedad. El ocio como una forma de fuga no fue entendido como una conducta política (a veces fue pecado para la religión), pero fue sometido mucho más desde el discurso médico-psiquiátrico. El ocio, por ser un peligro para el capitalismo, se objetivará como una enfermedad, a la vez, con su respectiva cura: el trabajo.
Desde el siglo XVI el ocioso comenzará a ser sometido y entendido en la cultura europea como un “enemigo público”; surgirán entonces dos peligros para el orden burgués: la locura y la ociosidad, conceptos que ahora significarán lo mismo. Michel Foucault dirá que el internamiento médico de los locos partirá encerrando a los mendigos y ociosos, ejemplificándolo en el “Hospital General de París”, que perseguía estos fines: “Desde el principio, la institución se proponía tratar de impedir “la mendicidad y la ociosidad, como fuente de todos los desórdenes”. La locura y el rechazo al trabajo se acercaron porque en la época clásica el loco aparece en el campo de la inutilidad social. Foucault citará una ordenanza jurídica inglesa del siglo XVI en contra de los ociosos : “a todos aquellos que viven en la ociosidad y que no desean trabajar a cambio de salarios razonables, o los que gastan en las tabernas todo lo que tienen”. Es preciso castigarlos conforme a las leyes y llevarlos a las correccionales; en cuanto aquellos que tienen mujeres y niños, es necesario verficar si se han casado, si sus hijos han sido bautizados, “pues está gente vive como salvajes, sin ser casados, ni sepultados, ni bautizados; y es por esta libertad licenciosa por lo que tanto disfrutan siendo vagabundos”
La ociosidad con más fuerza en el siglo XVII se llevará al campo de la enfermedad; desde la protopsiquiatría no se tardará en proponer las casas de trabajo forzoso como terapia. La psiquiatría es una institución policíaca de la subjetividad dominante, nace al servicio de la Norma y del poder político hegemónico. Como tal, la institución psiquiátrica debió patologizar y perseguir al ocioso, quién era un fugitivo siempre en cercanía con la locura. Desde el poder psiquiátrico el ocio se encontrará como característica propia de la “enfermedad mental”. Los psiquiatras, entonces, debieron crear una serie de tratamientos que obligarán al ocioso a trabajar, y como éste era también un loco que, atrapado en su delirio no le daba valor al salario del trabajo, es preciso imponerle la realidad del sistema. En otras palabras, se trataba de que el ocioso reconociera el valor del dinero y la necesidad de trabajar para obtenerlo.
El ocio debe ser reconocido y reivindicado por su valor subversivo frente al trabajo: el corazón del sistema. El ocioso debe encontrarse enmarcado en el llamamiento que alguna vez hicieron anarquistas como Alfredo Bonnano o Bob Black, a destruir y abolir el trabajo como “la fuente de casi toda la miseria en el mundo”.
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