“El turismo es la libertad de los empleados para llevar el capital de un mercado a otro, la polinización del dinero”
Del poemario Mañana sin amo, de Juako Escaso
Viajar
se ha convertido en esa mezcla bastarda de necesidad, derecho y premio
que nos promete “cargar las pilas” y “desconectar” de la sofocante
cotidianidad. Detrás de los anuncios de viajes asoma siempre la idea de
que nuestro día a día es algo que bien merece una “escapada”, en una
muestra de que el capitalismo es capaz incluso de rentabilizar la
conciencia de que el mundo que ha creado es difícilmente soportable.
Basta con ser ciudadanos documentados y trabajadores para ocupar una
plaza en alguna de las lanzaderas del transporte moderno y aterrizar de
forma rápida y confortable en cualquier oasis lejos de donde vivimos y
trabajamos. Allí correrá el aire. Podremos, por fin, degustar cierta
libertad individual y disfrutar de un sinfín de comodidades y cosas
bonitas. Un afuera en el cual alimentar nuestro espíritu y gozar de experiencias intensas, olvidando inocentemente
nuestras obligaciones. Con la sola condición, eso sí, de que al cierre
de este higiénico paréntesis volvamos más frescos a la tensión del
trabajo, a las responsabilidades de la máquina de la que formemos parte.
Este
discurso en torno al “viaje” se difunde masivamente tras la II Guerra
Mundial y es entonces cuando la apuesta turística es estructurada a
nivel global. El contexto de posguerra requiere abrir nuevos frentes
económicos y muchos Estados -que en adelante serían del Bienestar-
compran y venden la idea de viajar como fuente de ingresos y placer para
sus contribuyentes. Es el momento de democratizar el viaje y de
incorporar a las clases trabajadoras al gusto de “hacer turismo”,
convirtiendo esta industria en un motor esencial de la globalización
capitalista. El gigante despierta y toma cuerpo en una época marcada por
la innovación técnica en los transportes, especialmente en el sector
aeronáutico. A la cabeza, empresas de Europa occidental, Estados Unidos
y, posteriormente, Japón, que convierten al Mediterráneo y al Caribe en
las primeras piscinas del turismo internacional. Así, llamaremos
“turismo industrial” a la forma que adopta el viaje cuando se realiza
mediante el sistema de relaciones e infraestructuras que el Capital y
los Estados han dispuesto para la explotación turística de lugares a
escala mundial. Esto conlleva urbanizar los territorios,
infraestructuras avanzadas de transporte para llegar a ellos, concentrar
los servicios en torno a empresas especializadas, colocar a los
destinos en los circuitos de agencias de viaje, y una oferta
estructurada para satisfacer los deseos de los visitantes. En pocas
palabras, la producción en cadena de ocio y viaje, así como el mercadeo de los aspectos materiales e inmateriales de los territorios turistizados.
Imaginamos
que habrá gente “viajada” que no se sienta identificada con el turismo
de masas ni con la idea de viaje apuntada al inicio. Nos pasa algo
parecido, pero no nos interesa entrar en el manido y tramposo debate de
turistas versus viajeros, ni profundizar en qué queremos de
nuestros propios viajes. Lo que sí afirmamos es que si en algún momento
hemos conseguido viajar, ha sido sobre todo cuando corríamos
despavoridos huyendo del turismo industrial -y de sus huellas en
nuestras propias actitudes y prácticas1.
Más lejos, ¡vayámonos más lejos!
En
décadas más recientes, junto a esta idea de “viaje” abrazada por el
turismo de masas, se ha venido promocionando todo el imaginario que
sugiere lo exótico, hasta el punto de que no parece extraño desconocer nuestra comarca pero ser unos entusiastas de la cultura masái.
En este texto hablaremos de lugares exóticos
como aquellos que desde una perspectiva occidental representan la
lejanía y la alteridad, tanto geográfica como cultural y de paisaje. Nos
referimos a territorios que principalmente se ubican en el Sur
económico, con una marginal o muy reciente inserción en la sociedad
industrial y donde predominan aún modos de vida rurales no tecnificados.
Lugares cuyos habitantes jamás podrán devolver la visita a los
turistas, a no ser que lo hagan como fuerza de trabajo migrante. Y
lugares, también, por los que de vez en cuando hay que dejarse caer de
vacaciones, para conocer otras culturas – mucho mejor cuanto más
alejadas y diferentes a la propia-, y para no quedar excluido de cierto
estatus como “personas de mundo”.
Personas
de mundo y, al mismo tiempo, agentes colonizadores. No es casual que la
industria comience a promocionar esta marca exótica de forma paralela
al proceso de descolonización. La creciente intervención del capital
transnacional y las políticas desarrollistas aplicadas por los
organismos internacionales desde los 60’, continuaron en la práctica el
mismo proyecto histórico del colonialismo, dando alcance a un número
creciente de territorios dispuestos a ser convenientemente civilizados,
modernizados y explotados.
Por otro lado, la consolidación en el mercado de este ingrediente exótico
coincide además con las necesidades de un sector que ha pasado de
modelos turísticos fordistas y a gran escala, a una diversificación y
segmentación que pide nuevas rutas, ofertas personalizadas, paquetes
sofisticados y alternativas a un modelo tradicional que con su tedio de masas generó también el deseo de novedad y distinción.
En este sentido, no existe una misma noción de lo exótico compartida
por todos los turistas. Su invocación se da en muy diversos nichos del
turismo industrial: etnoturismo, turismo rural comunitario, turismo
espiritual, turismo humanitario, turismo sexual, ecoturismo, turismo de
riesgo, turismo de la miseria, turismo curativo…2 Si bien todos ellos comparten esa pulsión por confrontarse con lo otro
-con lo que está fuera y es extraño, diferente-, la actitud, los fines y
la forma de esa confrontación tienen tantos matices que se requeriría
más tiempo y espacio para adentrarse en el asunto. Por poner solo un
ejemplo de esta diversidad, imaginemos por un lado a quien ve en lo exótico una oportunidad para cuestionar su propia epistemología y lograr “desnudar las certezas” 3,
y a quien desea satisfacer el capricho de ser masajeado por manos
indígenas mientras absorbe un daikiri en una playa paradisiaca.
En este texto hablaremos de cómo lo exótico
engrasa la máquina turística, señalando las prácticas e ideas que
transforman los lugares en mercancía, tasados por su valor de cambio y
confeccionados para ser objetos de consumo. Nos centraremos en el
lado de los visitantes, en sus motivaciones, discursos y acciones,
describiendo también las consecuencias más visibles que esta forma de
mercantilización tiene en los territorios y en la vida de sus
pobladores.
La propaganda del paraíso
Permítanos
(…) venderle este maravilloso “multidestino”. Usted podrá encontrar
todo lo que ha soñado para sus vacaciones: hermosas y paradisiacas
playas cubiertas de fina arena blanca, tocadas por el inconfundible mar
turquesa del Caribe; (…) Áreas Naturales Protegidas, costeras,
selváticas y marinas, lagunas, bosques y arrecifes de gran biodiversidad
(…); un bosque tropical imaginariamente bien conservado, antes
territorio de chicleros y otros montaraces (…). Una tierra de historias
de piratas, aventuras y huellas de su presencia (…). Igualmente, podrá
disfrutar de ciudades de historia colonial como Mérida, (…); arena, sol y
sexo en Cancún (…); contacto con la naturaleza “virgen” Punta Herrero;
experiencias espirituales y esotéricas en Tulum o contacto cultural en
las innumerables localidades mayas selváticas que han emprendido sus
propios proyectos eco-turísticos. Por supuesto, imposible dejar de
mencionar el impresionante circuito de sitios arqueológicos encabezados
por Chichen Itzá (…); las haciendas henequeneras convertidas en hoteles
boutique; los parques temáticos o ecológicos como Xcaret o Xel Ha; las
tradiciones culinarias de la región, los ritmos musicales y el carácter
tropical de su gente, por ende alegres y sensuales para atenderle a
usted4.
La publicidad, el discurso de las agencias de viaje y los contenidos de la industria cultural relacionada con el turismo5, han conseguido acercarnos
al deseo de conocer lugares y países de los que apenas habíamos oído
hablar y que de la noche a la mañana se convierten en tendencia mundial.
Lo que se sabe en la calle sobre ciertas regiones viene mediado
exclusivamente por estos mensajes publicitarios, y tal vez por alguna
propaganda de ONG6,
pues ni siquiera aparecen en las noticias de los medios de masas. El
desconocimiento de la vida de la gente o de la situación política suele
ser absoluto. Se trata, al fin y al cabo, de una serie de jardines coloniales
a los que realizar agradables visitas, llevar la civilización y el
desarrollo, y prestar una atención “humanitaria” en momentos puntuales.
Una
estrategia importante de esta publicidad desplegada por los Estados y
las empresas se basa en que el turismo es ese “placer inocente en el que
todos ganan”7.
Esta idea fuerza ha logrado convencer a las clases turistas y a gran
parte de las poblaciones anfitrionas de que, a diferencia de otros
sectores, se trata de una industria sin humos, muy amiga del
medio ambiente, sostenible, generadora de riqueza y empleo, y una
encantadora vía para el enriquecimiento cultural mutuo y la
revitalización de las identidades locales. Nos dicen, en resumen, que es
una actividad beneficiosa para todos los que entran en juego, sobre
todo y precisamente para aquellas regiones que el etnocentrismo
capitalista considera “menos desarrolladas”, que es donde se suelen
ubicar estos destinos exóticos.
¿Cómo
se ha conseguido esta aceptación social? Una de las causas es la menor
visibilidad de los impactos directos del modo de producción, en
comparación, por ejemplo, con la imagen de una fábrica que contamina
aires, suelos y ríos. Esto se debe a que la industria turística es en sí
un sistema compuesto por multitud de procesos deslocalizados, cuyas
ramificaciones se extienden a la práctica totalidad de la sociedad
industrial, desde la fabricación de los aviones que desplazarán a los
turistas (dependientes a su vez de la industria del petróleo), pasando
por el sector de la construcción y la especulación inmobiliaria, hasta
llegar en sí a la producción de todas las cosas y servicios que los
propios turistas usarán en sus destinos. Por otra parte, la imposición
capitalista a escala mundial de las ideas de progreso, crecimiento y
desarrollo, identifica a las regiones no insertas en esa lógica como
eriales subdesarrollados o poco y mal civilizados8, que deben ser modernizados y ubicados por fin en la distribución productiva y funcional del capitalismo global9.
Por el contrario, y como iremos viendo, esta inocente industria oculta
sistemáticamente una nocividad que se deja ver a poco que miremos entre
los pliegues de ese “desarrollo” que defiende con tanto orgullo.
Puedes leer el artículo completo aquí
Lo mismo que ayunar, necesario para quienes se alimentan con cadaver,
ResponderEliminaren un ciclo dietético sado-maso,
el turismo puede ser una droga mas, cara por demas y por tanto solo para algunos,
( cada vez mas solo para algunos ),
pero necesaria después de estar sometido a una vida frustrante y acelerada,
enfocada a producir en vez de a realizarse como persona ,
en un ciclo sado-maso impuesto por el capitalismo.
Pero para mas inri suele ser bastante amenudo una experiencia frustrante : lejos de casa, de la comodidad, masificado, siempre en la calle, incomunicado, intoxicaciones, precios desorbitados,
expuesto a robos fácilmente etc etc etc
Buscando una evasión y experiencia , aveces "loca" ,
debido a que la moral – etc actuales, no nos permite ser felices ni realizarnos .
Ademas nunca podemos huir de nos mismos.
Si alguien quiere viajar por interes cultural, investigación etc, se deberia plantear antes un serio autointerrogatorio critico.
buen articulo el turismo es una de las mejores actividades a realizar ya sea en solitaria o con una pareja o familia
ResponderEliminarGran artículo.
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