La democracia es un sistema de gobierno ejercido por las mayorías. Pese a que la democracia es adjetivada de muchas maneras como representativa, popular, parlamentaria, directa, orgánica, constitucional, real, socialista, obrera, etc., siempre es el mismo sistema de gobierno en el que la voluntad de la mayoría se hace ley, y donde para hacer efectiva esa voluntad existen medios de coerción para obligar a la minoría a acatar las decisiones tomadas por la mayoría. La democracia es, en definitiva, la dictadura de las mayorías, independientemente de dónde se produzca esa imposición: un parlamento, un foro público, una asamblea, un consejo, etc. La democracia es una forma específica de despotismo ejercido por las mayorías, de tal manera que para ella la voluntad popular es sinónimo de la voluntad de la mayoría. Sobre esto Ricardo Mella habló pormenorizadamente en su ensayo La ley del número.
La dinámica autoritaria de la democracia se retroalimenta a sí misma cuando en medios de la disidencia política y social se asume la lógica democrática, la lógica de las mayorías y con ella se impone la ley del número a la que se refirió Ricardo Mella. Ciertamente el sistema de dominación logra perpetuarse gracias a que sus sometidos interiorizan sus planteamientos autoritarios que son llevados a su práctica organizativa, de tal manera que las iniciativas de carácter autoorganizativo, con vocación autogestionaria y emancipadora, devienen en réplicas a pequeña escala del mismo sistema de dominación que aspiran a abolir. En caso de triunfar estas iniciativas, guiadas por ese mismo principio de las mayorías, no harían otra cosa que recrear bajo una forma nueva al actual sistema de dominación, y generar con ello nuevas relaciones de dominación que darían lugar a un nuevo régimen igual o más opresivo que el que le precedió.
Por desgracia todo lo anterior se ha naturalizado y normalizado en la práctica organizativa de una parte sustancial de los medios de la disidencia, hasta el punto de que la dinámica interna de numerosos colectivos obedece a la lógica de las mayorías, a la lógica democrática en la que una mayoría se impone y fuerza la voluntad del resto. Esto es cada vez más frecuente en asambleas de ateneos, centros sociales ocupados, sindicatos, grupos de afinidad, etc. Así se explica, al menos en parte, el mal ambiente que impera en el entorno del radicalismo político e ideológico, donde son habituales los desencuentros, las interminables luchas internas, las expulsiones (y excomuniones), las coacciones, la censura, la amenaza, el hostigamiento, el boicot, etc. Espacios en los que todo se resuelve con cada vez mayor frecuencia por medio de los dictados de la mayoría, lo que hace innecesario el debate, la reflexión y sobre todo el esfuerzo colectivo de intentar llegar a consensos que permitan acuerdos basados en la cooperación y no en la imposición.
La escasa formación ideológica y la falta de una cultura política junto a la ausencia de una experiencia en prácticas organizativas no autoritarias de no pocos militantes de la disidencia es, también, un factor explicativo de la deriva que ciertos sectores han tomado. Por esta razón es relativamente habitual encontrar a militantes que se manifiestan partidarios de prácticas organizativas democráticas, y consecuentemente son favorables a que las asambleas sean espacios a los que se va a votar para que la voluntad del mayor número se haga norma, y por tanto obligar a los que están en desacuerdo a acatar las decisiones adoptadas bajo la tan manida excusa de la responsabilidad, o de lo contrario atenerse a las consecuencias que puedan derivarse de su “irresponsabilidad”. El resultado es la formación de un entorno sectario en el que se exige la sumisión a la mayoría, donde no hay libertad ni para las minorías y mucho menos para el individuo. De un entorno de estas características, forjado a través de prácticas que recrean la misma dominación del sistema que nos oprime, nunca saldrá un mundo nuevo ni una humanidad nueva.
La práctica organizativa libertaria dista mucho de los planteamientos autoritarios de la democracia. Obedece a una lógica muy distinta que es la de la cooperación entre los participantes en las asambleas, lo que excluye la dinámica competitiva que se da entre mayorías y minorías. Las asambleas, lejos de ser espacios donde votar, son el lugar en el que se busca tomar acuerdos a través del consenso, lo que significa la integración de los puntos de vista de todos los participantes en un acuerdo que resulte satisfactorio y eficaz. A los participantes de una asamblea es a quienes les corresponde determinar el modo de llegar a consensos con los que tomar las correspondientes decisiones en la forma de acuerdos. Si bien es cierto que los consensos pueden ser directos, cuando nadie se opone rotundamente a una determinada propuesta, también pueden ser indirectos cuando existe oposición y se requiere un proceso de reformulación de la misma para integrar los puntos de vista de quienes se oponen. De esta manera, cuando se llega a algún consenso, las decisiones finales de la asamblea cuentan con un grado de legitimidad que redunda en beneficio del propio colectivo al favorecer su cohesión. El objetivo no es que unos ganen y otros pierdan sino que todos los participantes ganen.
Como rápidamente puede deducirse de lo anterior la práctica libertaria requiere una actitud específica, orientada a la colaboración, la empatía, el debate y la reflexión colectivas, todo lo cual implica una serie de dificultades que para ser superadas exigen, a su vez, un esfuerzo. Y el esfuerzo implica dolor, pues significa asumir la existencia de opiniones o puntos de vista diferentes de los propios, que es preciso desarrollar argumentos en la defensa de la postura que cada uno defienda para confrontarlos con aquellos otros argumentos sobre los que se basan las opiniones contrarias para, así, tratar de llegar a un punto común que permita tomar un acuerdo satisfactorio para todas las partes. Se trata de un proceso que requiere paciencia y tiempo, además de respeto, empatía y capacidad de reflexión, todo lo cual entra en contradicción con las actitudes más comunes de la sociedad burguesa actual y su mentalidad democrática arraigada en la comodidad del mínimo esfuerzo, la inmediatez y la incomprensión del otro. La dinámica democrática no requiere mayor diálogo, como tampoco el esfuerzo preciso para ponerse en el lugar del otro, de aquel que opina diferente, lo que conduce directamente a la incomprensión, y con ella a la negación del que es diferente en tanto en cuanto las decisiones son tomadas por la mayoría que es considerada la única legítima, por lo que cualquier oposición o disidencia termina siendo inaceptable.
En muchas ocasiones se argumenta que el consenso no es factible y que esto exige recurrir al voto e imponer así la dinámica de mayorías y minorías. Lo cierto es que cuando el consenso no es posible existen otras alternativas distintas de la imposición que se deriva de una votación. A lo largo de la historia se ha comprobado que las votaciones, independientemente del ámbito en el que estas hayan tenido lugar, nunca han solucionado nada. Por el contrario en numerosas ocasiones las votaciones han contribuido a agravar problemas ya existentes o incluso a crearlos allí donde no los había. Así, cuando el consenso no es posible siempre cabe la opción de que cada parte se lleve su propia preferencia, y aún cuando esto fuera imposible porque las diferencias fueran irreconciliables, siempre está la opción de la escisión.
La práctica libertaria en el terreno organizativo se plantea ser la prefiguración del mundo nuevo que aspira a construir. Por esta razón en dicho tipo de práctica no tiene cabida la imposición que conlleva forzar la voluntad de la minoría para obligarle a acatar los dictados de la mayoría. La anarquía supone un orden basado en una convivencia no forzada, y consecuentemente donde impera la libertad tanto individual como colectiva ante la ausencia de medios de coerción. Si los medios que son empleados en la praxis organizativa no guardan coherencia con los fines perseguidos el resultado final será muy distinto del deseado. Nada cambiará si no cambiamos nuestros métodos organizativos, si estos persisten en reproducir los vicios de la sociedad burguesa, pues al no hacerlo simplemente demostraremos una contradicción entre el discurso y los hechos concretos, entre la teoría y la práctica, de lo que se desprende que sin la necesaria coherencia las ideas nunca son materializadas y los discursos sólo son palabras huecas.
Esteban Vidal
No hay comentarios:
Publicar un comentario