Visión general del capitalismo en crisis partiendo de la obra de Jaime Semprun
Por Miquel Amorós
LA FASE CREPUSCULAR
”Si consideráis al mundo racionalmente,
él también os considerará racionalmente,
esto es una determinación recíproca.”
(Hegel, La Razón en la Historia)
En
una época abierta a todas las posibilidades de cambio radical como la
de los años sesenta y setenta del siglo pasado, la mayor preocupación de
sus partidarios giraba en torno a las formas de su realización total.
En multitud de países había llegado la hora de la acción revolucionaria y
había que superar con actos subversivos las contradicciones que
empujaban la vieja sociedad de clases a desaparecer. Típicos títulos
salidos de la pluma de Jaime Semprun durante esos años: “La Guerra
social en Portugal”, “Manuscrito encontrado en Vitoria”,
“Consideraciones sobre el estado actual de Polonia.” Era el momento de
la lucha, del movimiento inteligente de las fuerzas sociales
desplegadas, y, por consiguiente, de la táctica y de la estrategia. Se
pasaba de la teoría a la acción; de las armas de la crítica a la crítica
de las armas. Los escritos que mejor se corresponden con el periodo son
los de agitación y análisis panorámico, los que estudian la evolución
de la coyuntura y calculan su potencial. La verdad, largo tiempo
atrapada en la carcasa de lo viejo, pugnaba por salir a la luz y
mostrarse con toda su amplitud y su esplendor, objetiva y
subjetivamente. Se daba por supuesto que la verdad existía y que era
revolucionaria. De pronto, todo se simplificaba y aclaraba. Los opuestos
se reconciliaban dialécticamente, mientras que la fragmentación y el
particularismo típicos de la época moribunda cedían ante la unificación y
la universalidad de la etapa iconoclasta. Pero, ¿qué sucedió en los
ochenta, cuando las fuerzas liberadas por la crisis social no lograron
superar el profundo desgarro provocado por las contradicciones no
resueltas?
O bien el sujeto
revolucionario no fue lo bastante poderoso y fue derrotado, o bien
retrocedió ante la inmensidad de sus tareas hasta desvanecerse. No hubo
un nuevo amanecer al que saludar. La revolución dejó de estar a la orden
del día. Incluso se la acusó de traer consigo el totalitarismo y, por
consiguiente, de indeseable. El poder unificador del ciclo
revolucionario desapareció y los términos de la contradicción se
hicieron independientes unos de otros. Por un lado la economía, el
Estado, la civilización, el campo, la clase dominante; por el otro, la
sociedad, el individuo, la naturaleza, la urbe, las masas dominadas. Los
vínculos que los conectaban se rompieron. La subjetividad y la
objetividad, el ser y la nada, el cuerpo y el alma, los medios y los
fines, la afirmación y la negación, se separaron abruptamente. Fin de la
totalidad feliz de la revuelta y de la armonía colectiva de sus
protagonistas. La recuperación, trabajando para la industria de la
memoria, permitió mercantilizar sus fragmentos. Repercutió en la
filosofía, el arte, la cultura, la crítica social, la literatura y la
política, dando lugar a un sinfín de sucedáneos. “El Compendio de
Recuperación” es un texto de combate contra ella. Se acabaron las
utopías, los ideales, y en fin, la modernidad sólida. Triunfaron el
individualismo masificado y el encierro amueblado en la vida privada. La
libertad se convirtió en libertad de consumir y la sumisión a los
imperativos del consumo se volvió algo habitual y cotidiano. El proyecto
de comunidad universal devino yuxtaposición de átomos deshumanizados.
La cultura popular se redujo drásticamente a lo utilitario. El lenguaje
se empobreció, poblándose de neologismos técnicos y posestructuralistas.
La realidad resultaba entonces ininteligible y se envolvía en un cúmulo
de representaciones, todas ellas incompletas y arbitrarias, y, por lo
tanto, quiméricas y falsas. Las fantasmagorías que la sustituyeron desde
entonces no han hecho más que oscurecer las mentes y volver los seres
humanos ajenos a la vida real, ya que no alcanzan a entender su
racionalidad, pues su mirada no atraviesa la superficie de las cosas, no
va mas allá de lo contingente y se queda en las apariencias exteriores,
en el espectáculo.
La
transformación del mundo según pautas libertarias fue abortada
finalmente en los ochenta, quedando los revolucionarios forzados a un
repliegue sobre sí mismos del que sólo los más conspicuos intentaron
salir mediante la reflexión crítica. El pájaro de Minerva emprende el
vuelo a la medianoche. La elaboración teórica nace pues de la
constatación de un fracaso, el de la revolución social, al que no se
consideró definitivo. Las perspectivas de cambio revolucionario se
alejaban, pero la victoria de la dominación no había resuelto ninguna de
las contradicciones esenciales; más bien las había agudizado. Las
crisis eran por lo tanto inevitables. El movimiento antinuclear, la
juventud de Tien an menh, el pueblo de Soweto, la Solidarnosc de los
obreros polacos y la caída del muro de Berlín, por ejemplo, eran señales
de un futuro saludable. El pensamiento crítico no pretendía más que
tender puentes entre las revueltas pasadas y las futuras. Su tarea era
pasajera: intentaba actualizar la condena universal del actual estado de
cosas para salir de un laberinto cuyas vueltas se iban alargando
demasiado. La teoría era la herramienta con la que el crítico no sólo
intentaba explicar la época con el fin de sobrevivir a la miseria moral y
al vacío que la caracterizaban, sino con la que aspiraba a reunir de
nuevo las fuerzas latentes de la negación, aquellas que continuaban
haciendo de la insatisfacción su causa. Es el objeto, por ejemplo, de
libros como “La Nuclearización del Mundo” y de la revista “Enciclopedia
de la Nocividad”. Así pues, la teorización no significó en modo alguno
pasividad o retiro: la puerta siempre estuvo abierta para la acción por
mínima que fuera la ocasión de practicarse. Teoría y práctica no se
opusieron sino para fusionarse en una totalidad reconstruida, pero tal
fusión no sucedió y hoy por hoy aún está lejos de concretarse. No se
andaba desencaminado, pero se pecó de optimismo, se confió demasiado en
el poder disolvente de la verdad y se valoró en exceso la negatividad de
los conflictos: por un lado, la verdad se relativizaba y dejaba de
tener efecto alguno en un mundo dominado por la falsedad; por el otro,
la negación era incapaz de devenir pasión creadora. La crisis había
alcanzado también al movimiento obrero y a sus ideales de emancipación.
La sociedad capitalista sobrevivió y supo prevenirse contra los
escándalos y las revoluciones volviendo superflua, gracias a las nuevas
tecnologías, a una parte de la población obrera, la fuerza productiva
central. No es que cada vez más trabajadores potenciales rechazaran
ingresar en el mercado del trabajo, sino que dicho mercado rechazaba a
un número creciente de trabajadores. La presión del paro y el temor a la
exclusión causaron tantos estragos como la propaganda consumista, por
lo que, ni una conciencia universal ni menos una voluntad popular
pudieron cuajar, o dicho de otra manera, el sujeto revolucionario, las
fuerzas de la negación y la afirmación, la nueva comunidad combatiente
de individuos deseosos de organizar libremente su vida, no consiguió
formarse. Las reglas de la mercancía y la ideología del progreso
siguieron determinando las relaciones sociales tanto en la vida
cotidiana, cada vez más colonizada, como en la vida pública, cada vez
más profesionalizada. Al globalizarse el capitalismo y expandirse las
nuevas técnicas de comunicación, el espectáculo penetró tan
profundamente en el imaginario social que llegó a sustituir
completamente la realidad. De resultas, la irracionalidad contaminó
cualquier razonamiento. Y sin pensamiento racional no hay sujeto real.
El
ser humano solamente puede realizarse en una sociedad libre, pero en la
sociedad contemporánea la libertad se ofrece únicamente como
espectáculo, el no-lugar de la resolución ficticia de las
contradicciones sociales. Espectáculo también de la política, de la vida
social, de la cultura y de la revolución si cabe. Espectáculo de la
autorrealización, cada vez menos creíble, puesto que el grado de
frustración ya es demasiado elevado para contrarrestarse con simulacros.
Ante ello las seudomovidas “de izquierda” se emplean a fondo. Las
ideologías izquierdistas son al espectáculo lo que el pensamiento
crítico es a la revuelta. Constituyen el primer peldaño hacia la
sumisión espectacular. Cumplen la función consoladora en otro tiempo
encomendada primero a la religión y luego al consumo: hacer soportable
la miseria personal y la sensación de fracaso. El izquierdismo actual
intenta adoctrinar a los sectores desclasados, principalmente juveniles,
para movilizarlos en nombre de abstracciones como por ejemplo la clase
obrera, el pueblo o la ciudadania. No lo hace en pro de una sociedad en
libertad, sin Mercado ni Estado, sino en pos de una renovación de la
economia neoliberal que incluya mejoras del deteriorado estatus social
de dichos sectores. A eso llaman “transición al postcapitalismo”. A
pesar de la destrucción del medio obrero, de la proliferación de
funcionarios y empleados, y de la automatización de la industria, una
minoría vanguardista sigue asignando un papel redentor al proletariado
industrial. Apenas cuentan en sus analisis el desclasamiento y la
alienación, fáciles de comprobar en la generalización entre los
asalariados de una mentalidad idéntica a la de la clase media. En un
mundo sin sentido, cuando más absurdas sean las teorías mejor calado
tienen. Sin embargo, la mayoria de izquierdistas si que han adaptado sus
estrategias a la presencia estabilizadora de esa masa asalariada
filistea a la que llaman “ciudadania”. La “ciudadanía” surgió como el
sujeto imaginario del moderno cambio político, ocupando en el terreno
institucional la centralidad que la clase obrera dejó vacante al perder
su identidad y su ser. Ella se confirma por el hecho de votar, no por el
de pensar y actuar. El principio regulador de su ser es el derecho al
voto, no el derecho a la rebelión. En tanto que nueva clase universal no
fundamenta su existencia en el escándalo de la desigualdad, la
alienación y la opresión; más bien se apoya en su capacidad electoral y
en el poder del Estado. Se comporta pues más como un grupo de presión
que como una clase. Accede a la realidad gracias a las urnas, no a las
protestas.
No se suele dar mucha
importancia a la novedad clave de la civilización industrial posmoderna,
a saber, la expulsión a los márgenes de la sociedad, sin medios
materiales suficientes, de ingentes masas abandonadas a la degradación
psicológica y a la miseria. En efecto, actualmente más de mil millones
de pobres viven en las periferias metropolitanas del mundo. Hoy en día,
sólo las víctimas inmediatas de la economía -los campesinos expulsados
del campo, los excluidos del mercado laboral, los trabajadores
temporales y precarios, los parados y marginados, los endeudados y
desahuciados, los indocumentados y los sin techo, los refugiados y los
desplazados, etc.- son susceptibles de reaccionar violentamente contra
su situación material y espiritual inhumana, pero no están en
condiciones de inventar actividades libres que les encaminen hacia la
superación revolucionaria de su situación. La clase dirigente bien que
lo sabe, puesto que, aunque no tema en absoluto que ese subproletariado
se convierta en el “ejército de reserva” de una revolución inexistente y
que casi nadie desea, aprovecha su violencia para legitimar la
transformación del Estado “del bienestar” en un Estado penal, merced a
un endurecimiento punitivo, una legislación restrictiva y una policía
con amplios poderes y alto grado de impunidad. En definitiva, las
auténticas capas desfavorecidas han dejado de desempeñar función alguna
en las ideologías salvacionistas de la posmodernidad. La idea de
concederles una “renta básica” o de embarcarlas en proyectos
“cooperativos” subvencionados con el fin de reintegrarlas en el consumo,
es de origen neoliberal. Los izquierdistas hace tiempo que se
consagraron enteramente a las nuevas clases medias bajo amenaza de
depauperación, de conducta más previsible y políticamente más rentable.
El ciudadanismo representa la ideología del fin de la clase proletaria
como referente doctrinal. Pero ¿qué ocurre con los desarraigados de la
mundialización, con los habitantes de las zonas abandonadas por la
economía, extraños en un mundo hostil y en descomposición, sin esperanza
ni futuro?
El resultado del
desclasamiento general, fenómeno que discurre en paralelo a la
proletarización total, es una persona desubicada, ignorante, sin normas
ni valores, indiferente al conocimiento y al saber, frustrada y
rencorosa, enemiga de todo y de todos. Ya no estamos en una lucha de
clase contra clase, sino en una especie de guerra de todos contra todos.
Puede que a primera vista no sea tan evidente, pero a juzgar por el
frenesí y la histeria que subyacen en los hechos cotidianos, los
individuos parecen artefactos a punto de estallar. Sólo el miedo les
retiene, pero no por completo. Los valores de clase -el respeto, la
lealtad, la compasión, la generosidad, y, sobre todo, la solidaridad-
han dejado de practicarse, de suerte que los motines de la desesperación
sustituyen a las huelgas generales, pero sin efecto acumulativo alguno.
En la periferia metropolitana, se siguen produciendo levantamientos
desde 1981, año de la algarada de Brixton (desde agosto de 1965, si
tenemos en cuenta los disturbios raciales de Watts). Los alborotos
suburbanos son puramente destructivos, vandálicos; no reivindican ni se
coordinan, no emiten consignas ni tienen portavoces, están
despolitizados, desorganizados, sin objetivos. Una chispa de indignación
los enciende y el cansancio o el aburrimiento los apagan. Revueltas sin
conciencia sobradamente motivadas, pero que el Estado puede utilizar e
incluso provocar si necesita coartada para reforzar los mecanismos
autoritarios. Jaime ha sido el primero en hablar de esa posibilidad bien
real de montaje provocador en “El Abismo se repuebla”. No faltará quien
crea ver en tales movimientos, por supuesto desde lejos, el retorno del
verdadero proletariado, y habrá quien considere positivamente sus
monstruosas carencias, pero ello es debido a la fascinación que ejerce
la nada, rebautizada como deseo permanente de insurrección, sobre los
jóvenes urbanos intelectualizados, insumisos pero incapaces de una
rebelión propia. Estos nuevos ideólogos no se inquietan ante la
ignorancia y la sinrazón, enaltecen el egoismo, hacen tabla rasa de la
cultura, ignoran la historia y estetizan la violencia, los rasgos
típicos no sólo del desplazado suburbial, sino del individuo posmoderno,
solipsista, normalmente integrado. Glorifican el enfrentamiento con las
fuerzas del orden y los incendios en tanto que estadio supremo de la
revuelta. Bueno, no es exactamente la revuelta, sino el espectáculo del
caos, la “deconstrucción” total. Leyendo semejantes diatribas se tiene
la impresión de que tratan de ocultar la crisis en lugar de explicarla.
La retórica sofisticada y apocalíptica, a menudo salpicada con verdades
de cajón, citas escogidas y alusiones históricas estilo “Comité
Invisible”, no cambia la naturaleza oscura de las visiones tremendistas.
Al suprimir con más o menos destreza el pasado, la memoria, la verdad
objetiva y el mismo pensar, se suprime la contradicción, la tensión
entre posturas antagónicas, el contenido de la vida real y el sentido de
la lucha. Todo transcurre en una perspectiva lineal rigida que trata de
dar sentido a la proliferacion de hechos violentos inconexos,
artificialmente encadenados. La nada, como la muerte, es liberadora a su
manera. Si la verdad no existe, la realidad tampoco: cualquier
especulación está permitida, cuanto más catastrofista mejor. Como dice
Nietzsche: “No hay hechos, sólo interpretaciones.” Esta clase de
razonamiento conviene tanto a la dominación, que es perfectamente
legítimo preguntarse si acaso no es fruto de ella. El discurso del
poder, léxico aparte, no es esencialmente diferente. Asi pues, el
discurso de la revuelta no debe de apostar por la negatividad absoluta;
esa es una enseñanza aprendida del pasado. Los días felices de la
revolución nunca volverán a menos de que una masa considerable de gente
decida vivir de otro modo y se sitúe negativa y positivamente
–dialécticamente pues- al margen de lo establecido. Mas ¿es eso lo que
pasa?
El capitalismo, en la fase
tardía de la globalización, ha suprimido todo vínculo comunitario,
cultura autónoma, sociabilidad, práctica colectiva, identidad de grupo,
etc., despojando a los individuos de cualquier relación directa y
profunda con sus semejantes y con su entorno, enfrentando a los unos con
los otros. El homo posmoderno, privilegiado o marginado, es un
indigente psicológico, un narcisista insensible con una carencia
absoluta de empatía; cuando se desvanecen las apariencias y la función
termina, ante sí no tiene realmente más que soledad y vacío. La
experiencia social más verídica en el mundo tecnológico colonizado por
la mercancía es la de la ausencia y la nada. Así es la alienación en la
fase crepuscular. La mayoría tratará de huir, bien exigiendo seguridad
para sumergirse aún más en una vida privada deplorable, en gran medida
virtual y friki, bien recurriendo a identidades artificiosas y a causas
ficticias, refugiándose como antaño en las ideologías o en las
religiones. Los tiempos son propicios tanto para las evasiones
militantes como para la esquizofrenia (hechos ya relacionados por
Gabel), tanto para la falsa conciencia como para las reacciones
psicopáticas contra una sociedad contemplada como entorno extraño y
hostil. Quedan igual de abiertas la posibilidad de encerrarse en un
caparazón bien acondicionado y la de arrojarse al precipicio. La OMS
calcula que un 3 por ciento de la población mundial sufre psicopatías
(Reich diría peste emocional), es decir, 160 millones de personas.
Seguramente el porcentaje es mayor, el doble o incluso más. La
frustración ha llegado tan lejos, que una considerable minoría rechaza
acomodarse a una cotidianidad degradada y securizada y se lanza de
cabeza hacia la muerte, llevándose por delante a los primeros que se le
cruzan por el camino, figurantes involuntarios de sus hazañas. El
pánico, la angustia y la depresión propician la sumisión incondicional,
el cocooning y el suicidio silencioso, pero la rabia y el
resentimiento desembocan en psicosis, violencia criminal e ideales de
exterminio. No es algo exclusivo de una clase o subclase específica: la
atracción del abismo es casi lo único de esta civilización en horas
bajas que puede considerarse universal. Los frecuentes casos de jóvenes
armados de familia pudiente que cuelgan sus cavilaciones patológicas en
las redes sociales e incluso graban sus asesinatos en sus smart phones
momentos antes de suicidarse o ser abatidos, son un buen ejemplo de
hasta dónde puede llegar el revanchismo y la angustia existencial de los
desequilibrados nihilistas cuando salen de la burbuja de la privacidad.
Algo muy trivial, y sin embargo, muy corriente. En las condiciones
actuales de enajenación, incluso resulta natural. El tejido social se
deshilacha, se acaban los tiempos modernos y se repuebla el “abismo”,
como dice Jaime Semprun, pero con gente de todas las clases. El
extremismo suicida llama la atención al islamizarse, pero no nos
engañemos, no es el Corán lo que alienta a los yihadistas de los guetos
europeos, sino el desarraigo, el delirio, la sensación de poder y el
fetichismo de las armas. Hechos similares vienen sucediéndose desde
mucho antes. El mismo desprecio de la vida y el mismo culto a la muerte
subyacen en la conducta del copiloto de Germanwings o del
ultraderechista noruego responsable de la matanza en la isla de Utøya,
en la de los autores de la masacre del Instituto Colombine (imitados en
más de setenta ocasiones), o en los sicarios y las maras latinas.
La
población bajo el capitalismo global ha perdido el rumbo y no dispone
de líneas claras de conducta con las que orientarse: los modelos de la
clase media satisfacen cada día menos. Las condiciones dominantes son
pasablemente psicopáticas: bajo el complejo de Narciso, el enemigo
siempre son los otros. No son pues los voluntarios lumpen del
Estado Islámico un caso extremo de fundamentalismo mortífero que
responsabiliza a todos los “infieles” de la opresión de un supuesto
pueblo musulmán (otra abstracción), sino una de tantas apariciones de
esa aberración tan laica típica de un capitalismo globalizado: el
nihilismo. El Islam no tiene nada que ver, en cambio, internet sí. La
cosa juega ya un rol demasiado importante para ser soslayado y ya
podemos encontrar -por ejemplo, en Olivier Roy- estudios muy afinados.
La crisis de la cultura ha sido el resultado de la eliminación completa
de la subjetividad (del yo freudiano), los valores, la comunicación
directa y la vida interior (eso que Derrida llama “metafisica”),
consecuencia del dominio absoluto de la economía y de la apropiación
unilateral del conocimiento científico y técnico por parte de sus
ejecutivos.
Paradójicamente, el progresismo de los dirigentes y el
cientismo de los expertos han precipitado a la humanidad en la fosa del
irracionalismo, acontecimiento celebrado como un triunfo filosófico por
todos los pensadores posmodernos. Pero lo irracional no es real, el
saber instrumental no es cultura y la ciencia no es la única forma de
aprehensión de la realidad. Por otra parte, el progreso material termina
acarreando fuertes retrocesos éticos. Ni el objetivismo
tecnocientífico, ni la razón económica, determinan una manera humana de
vivir, sino una supervivencia mecanizada. Cuando los saberes han sido
desplazados de la vida real, o sea, de la cultura propiamente dicha
-cuando el ser humano universal ha sido liquidado en provecho del
individuo aislado, interseccionado y robotizado- nada tiene valor y todo
da igual. El nihilismo impregna el modo de vida inhumano de los nuevos
tiempos. Otros apuntarán a la sinrazón o la barbarie. Estamos no
solamente inmersos en una crisis social global, sino en una crisis de la
civilización, tanto en sus formas occidentales, como en las orientales.
No hay choque entre culturas, hay disolución generalizada de todas
ellas. En su punto culminante, la globalización, se han creado tales
alteraciones en la vida cotidiana, tales desarreglos en las mentes de
las personas, que la eticidad reguladora y moderadora de los
comportamientos sociales ha desaparecido por doquier, de Norte a Sur y
de Oriente a Occidente, convirtiéndose la sociedad global en una fabrica
planetaria de perturbados, muchos de ellos fuera de control y con
cargos dirigentes. Recordemos a propósito de esto último que, desde el
acceso al poder de los militares argentinos y chilenos y la irrupción
del narcotráfico a gran escala, la tortura, el asesinato y la
desaparición se han convertido en una forma nada excepcional de
gobierno.
La mundialización
capitalista es el principal enemigo de sí misma. No teme ni a los
conflictos ni a las crisis, siempre inevitables puesto que sus causas se
multiplican, sino al carácter incontrolable del mal que ella misma
fomenta (guerras incluidas), porque provoca fisuras en sus rangos y
debilita sus fundamentos; por eso el catastrofismo está presente en su
propaganda. La administración del desastre parte en busca de argumentos
con que explicar sus malos resultados y justificar sus funestas
decisiones. Y mira por dónde, al cubrirse una porción del nihilismo con
el velo islámico, proporciona ésta el pretexto ideal para la
construcción de un Estado mundial securitario, el instrumento con el que
los dirigentes de este mundo absurdo tratan de evitar su hundimiento,
aunque fuera al precio de sacrificar literalmente un amplio número de
gobernados. Los cuerpos de seguridad ya encabezan los cortejos de
manifestantes protestando contra el terrorismo. El control social
generalizado y la aplicación del Derecho Penal del Enemigo se justifican
de manera mucho más convincente con la proliferación de yihadistas
espontáneos y solitarios –“terroristas”- que con el alarmismo de la
descomposición social, basado hasta ahora en la delincuencia, el trafico
de estupefacientes, la inmigración refractaria y los idealistas
antisistema. Los “enemigos” son fundamentales para la estabilidad de una
sociedad globalizada abierta a catástrofes imprevisibles. No obstante,
repetimos, los verdaderos enemigos de la humanidad, los nihilistas de
elite, irresponsables y dementes, ocupan ahora los puestos de mayor
relevancia. Por desgracia, la insurrección queda todavía lejos; las
escaramuzas anticapitalistas son demasiado débiles y minoritarias,
cuentan con apoyos escasos y con no poco rechazo en la población
mayormente conformista y temerosa. Encima, arrastran el peso muerto del
reformismo ciudadanista y de las fórmulas convivenciales ilusorias tipo
redes de consumo “responsable”, bancos de “tiempo” y monedas “sociales”.
Como con el caos, hay que ser cruel con su valoración superlativa, que
no obedece más que al autoengaño, al bluff activista y a la demagogia
del ciudadanismo experimental. La mayoría de los que se embarcan en
tales proyectos sienten pánico ante los males a los que arrastraría el
derrumbe del edificio social, o ante la represión que podría
desencadenar una acción demasiado radical, por lo que prefieren cerrar
los ojos a lo evidente: el hecho de que ningún territorio significativo
puede funcionar al margen de la norma capitalista y competir con el
“sistema” sin que éste dé buena cuenta de él. A pesar de todo, por más
victorias parciales que el sistema se apunte en su haber, por más pavor
que inspire en la masa ciudadana su ruina, el capitalismo encierra
contradicciones colosales que le condenan sin remisión. La carrera
frenetica a favor del crecimiento economico ha desconyuntado
irreversiblemente la sociedad, ha mundializado la corrupción, ha
desencadenado guerras y engendrado dictaduras, y sin lugar a dudas
acabará destruyendo el planeta.
Los
revolucionarios de los sesenta y setenta subestimaron la capacidad de
supervivencia del régimen capitalista, pero no se equivocaron en el
diagnóstico. El que las minorías críticas no consigan hacerse oir por el
momento, no impide que el grado de insatisfacción progrese y que la
protesta lúcida pueda reaparecer y extenderse si una idea de vivir de
otra manera –una cristalización de la consciencia histórica- logra
prender en una masa de población numerosa donde estén bien representados
los excluidos. El desabastecimiento y el hambre contribuyen a ello,
pero no es lo determinante. Naturalmente, la supervivencia es lo
primero, pero la imposibilidad de satisfacer las mínimas necesidades
morales que dan forma al espíritu comunitario es el elemento de revuelta
principal. Así sucedió en las revoluciones proletarias del pasado y así
puede volver a suceder en las luchas en defensa del territorio, las
únicas realmente llenas de contenido vital y con capacidad idealista. La
reconstrucción de lazos comunitarios y la vuelta de la razón queda en
el horizonte de la posibilidad, sin garantías, puesto que no se dispone
de medios suficientes de autodefensa. Los resignados son por ahora
mayoría y los arribistas, depredadores y enfermos mentales, numerosos,
pero no cabe la menor duda de que la sociedad estatizada de mercado está
destinada al desguace. Eso es lo único que realmente puede darse por
seguro. Desde luego, esto no significa el triunfo automático de la causa
libertaria, puede que incluso signifique lo contrario, que gane el
Estado o que gane la barbarie nihilista, pero tampoco la libertad
victoriosa es descartable. Todavía queda mucha tela que cortar. La
historia nunca se detiene y a un periodo de sombras puede suceder una
epoca de luz.
Para la presentación de El Abismo se Repuebla, de Jaime Semprun, en la feria del libro anarquista de Gijón, el 8 de septiembre de 2017.
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