Un relato de ciencia-ficción del polaco Stanislaw Lem [en sus Diarios de las estrellas], que narramos de forma muy resumida, dice así: “En un lejano futuro, el ser humano domina los viajes interestelares y descubre que en el universo hay miles de planetas poblados por los seres más diversos, muchos de ellos de una gran inteligencia. La mayoría de estas especies se han aliado en una suerte de ONU, la Organización de los Planetas Unidos, y un buen día invitan a un ser humano a una sesión de la asamblea para decidir si incorporan a la humanidad a este organismo. Un representante de la organización pregunta al terráqueo: ¿en qué creen los humanos?, y éste, delante de miles de especies distintas, le responde: creemos que el ser humano es la medida de todas las cosas. No le hace falta decir nada más. Los miembros de la asamblea se dan cuenta de inmediato de que una vez más les ha caído otra especie que también se cree que Dios los hizo a su imagen y semejanza, que poseen un alma inmortal que los demás no tienen, etc., etc., etc. Un científico de otro planeta lamenta tener que decepcionar al humano respecto a su origen y su importancia. En realidad, explica, los humanos no son creación divina. Lo que sucedió fue que un par de individuos de una lejana galaxia estaban realizando un largo viaje interestelar, y tenían los contenedores de basura orgánica llenos. Casualmente pasaban entonces junto a un planeta deshabitado, así que vaciaron en él sus contenedores de basura. Uno de los pilotos, resfriado, estornudó sobre los desperdicios. Esos restos de basura y ese estornudo fueron el origen de la vida en la tierra. También le revela que según la clasificación galáctica de las especies, el nombre científico de la especie humana no es Homo Sapiens, sino Cadaverófilo Furioso, por el modo en que destruye la vida en su propio planeta.”
El cuento de Stanislaw Lem sintetiza mucho mejor que cualquier tratado filosófico la obsesión del ser humano por afirmarse a sí mismo, no sólo como superior a los demás seres vivos, sino incluso de origen radicalmente distinto a cualquier otra forma de vida; la obsesión por afirmar que en nada es comparable a ninguna otra especie animal, y que la singularidad de sus capacidades, de su alma, de su origen divino, lo colocan al otro lado de un abismo infranqueable. Las consecuencias de esa creencia han sido terribles. Ya advertía Kant que la inmoralidad comienza precisamente cuando alguien se quiere a sí mismo como la excepción.
En realidad, lo que sobre todo hace singular al ser humano es su empeño por considerarse a sí mismo singular. En lo demás, hay continuidad. Las emociones o la inteligencia son algo que compartimos, en diferentes grados, con los otros animales. Los animales ríen y lloran como nosotros, aman y odian, se pelean y se reconcilian, sufren y son felices. Los ingredientes de que estamos hechos son los mismos, y lo único que cambia son las cantidades y las proporciones.
Cierto es que esas diferentes cantidades y proporciones nos han convertido en el animal más inteligente. Pero resulta paradójico que el animal más inteligente sea el único capaz de olvidarse de que es un animal. Durante siglos, cientos de generaciones de humanos olvidaron, en el caso de amnesia colectiva más extenso de la historia evolutiva, que eran una especie más. Los científicos miraban a los chimpancés, los orangutanes, los gorilas, y afirmaban contundentes: no existe ningún parecido entre ellos y nosotros. Descartes consideraba que por supuesto un chimpancé se parece más a un reloj que a un ser humano, mientras se empeñaba en encontrar la glándula por la que el cuerpo humano se comunica con su espíritu inmortal. Durante siglos, el ser humano dijo recordar claramente haber sido creado por varios dioses diversos, y haber caído en este planeta por error, o como castigo, o bien para superar alguna extraña prueba, pero negando siempre que el planeta tierra fuera su verdadero hogar y los otros animales sus únicos compañeros de viaje, añorando siempre una vida futura en algún otro mundo. La actitud del ser humano recuerda en mucho esa soberbia de la que suele acusarse a los nuevos ricos. Cuando la especie humana se enriqueció gracias al desarrollo de su inteligencia, del lenguaje, se avergonzó de sus humildes orígenes, y se negó a reconocer como sus parientes a sus hermanos y primos.
Los árboles, para crecer, necesitan raíces. El futuro, para desarrollarse, necesita enraizar en el pasado. No hay futuro sin memoria de nuestros orígenes y nuestra historia. Y el pasado nos une con el resto de seres de este planeta. Tenemos una historia en común. Somos lo que ellos son. Y nuestro destino es el suyo.
(…) Como decía Milan Kundera en La insoportable levedad del ser, si queremos comprobar la integridad moral de un ser humano, no nos preguntaremos cómo trata a sus iguales, porque eso es lo fácil. Nos preguntaremos cómo trata a quienes están a su merced, a quienes no pueden quejarse si los maltrata, ni darle las gracias si los ayuda. Quienes dependen de su voluntad y están indefensos ante ella. Precisamente por ello, es ahí donde se juega la ética, es ahí donde se decide lo más importante. La ética se juega en la relación con los niños, con los discapacitados o con los animales. Ésa es la verdadera prueba de la moral. Y ésa es la prueba que suspendemos día tras día.[1]
Marta I. GONZÁLEZ, Jorge RIECHMANN,
Jimena RODRÍGUEZ CARREÑO y Marta TAFALLA en 2008
[1] Introducción a Marta I. González, Jorge Riechmann, Jimena Rodríguez Carreño y Marta Tafalla (coords.), Razonar y actuar en defensa de los animales, Catarata, Madrid 2008, p. 9-10 y 13.
Jorge Riechmann. En defensa de los animales. Ed. de la Catarata, 2017
Fotografía de Juan Sánchez Amorós.
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