Lo fácil es pensar que las cosas son como son
porque así tienen que ser. Ese es el argumento jefe de un pensamiento
perezoso, un pensamiento miedoso. Pero, a veces, llega un puñado de
palabras y sacude el espejismo en el que millones de personas han
construido su vida. Esto ocurre, por ejemplo, cuando uno se tumba en el
sofá y lee un libro que comienza así: “Nadie debería trabajar”.
El primer párrafo de La abolición del trabajo, de Bob Black,
proclama: “El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo.
Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo o de
vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir tenemos que dejar de trabajar”.
¡¿☠☹☣?!
–¿Es esto una provocación? –te preguntas al leer las primeras frases.
–No –te respondes al llegar a la última página.
El escritor estadounidense propone en este ensayo, publicado en 1985 y recuperado ahora por Pepitas de calabaza,
“una nueva forma de vivir basada en el juego (…), una convivencia
lúdica, comensalismo o, tal vez, incluso arte. (…) Yo agito por un
festejo permanente”.
Black utiliza la palabra ‘juego’ en un sentido mucho más extenso que el de diversión. El politólogo plantea “una aventura colectiva en alegría generalizada y exuberancia libremente interdependiente”. Y
sabe que la propuesta es atrevida porque la mayoría de las ideologías
que han ido modelando el presente “creen en el trabajo”. Desde la moral
calvinista o el protestantismo hasta el marxismo y la mayor parte de las
ramas del anarquismo (estas dos últimas “defienden el trabajo aún más
fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa”, asegura en su
ensayo).
El filósofo desmonta la concepción del
trabajo que se ha ido forjando durante siglos, especialmente, desde la
industrialización. Pero sabe que encontrará cierta resistencia porque “vivimos tan cerca del mundo del trabajo que no vemos lo que nos hace”.
Y por eso –dice– busca en la sabiduría de “observadores externos de
otros tiempos y otras culturas para apreciar el extremismo y la
patología de nuestra posición presente”.
“La monotonía y la exclusividad de un empleo destruye el interés de cualquier actividad y todo su potencial lúdico”
Desde
este alejamiento mental propone una “definición mínima del trabajo”
como “labor forzada” y asegura que, además, se trata de una “producción
impuesta por medios económicos o políticos”. “El trabajo”, asegura en su
ensayo, “nunca es hecho por amor al trabajo mismo, sino para obtener un
producto o resultado que el trabajador (o, con más frecuencia, alguien
más) recibe del mismo”.
Dice Black que “los
trabajadores industriales (y de oficina) se encuentran bajo el tipo de
supervisión que asegura el servilismo”. La monotonía y la exclusividad
que supone, no ya trabajar, sino “tener un empleo”, destruye el interés
de cualquier actividad y todo su potencial lúdico. “Un empleo que podría
atraer la energía de algunas personas por un tiempo razonable, por pura
diversión, es tan solo una carga para aquellos que tienen que hacerlo
por 40 horas a la semana sin voz ni voto sobre cómo debería hacerse,
para beneficio de propietarios que no contribuyen en nada al proyecto, y
sin oportunidad de compartir las tareas o distribuir el trabajo entre
aquellos que tienen que hacerlo. Este es el verdadero mundo del trabajo:
un mundo de estupidez burocrática, acoso sexual y discriminación, de
jefes cabeza hueca explotando y descargando la culpa sobre sus
subordinados, quienes –según cualquier criterio tecnicoracional–
deberían estar dirigiendo todo”.
La ‘oligarquía de oficina’
Para
el estadounidense, “la degradación que experimentan la mayoría de los
trabajadores es la suma de varias indignidades que pueden ser
denominadas como disciplina”. Esta palabra reúne “la totalidad de los
controles totalitarios en el lugar de trabajo (supervisión, movimientos
repetitivos, ritmos de trabajo impuestos, cuotas de producción,
fichar…)”. “La disciplina es lo que la fábrica, la oficina y la tienda
comparten con la cárcel, la escuela y el hospital psiquiátrico. Es algo
históricamente nuevo y horrible. Va más allá de las capacidades de los
dictadores demoníacos de antaño como Nerón, Gengis Khan e Iván el
Terrible. Pese a sus malas intenciones, ellos no tenían la maquinaria
para controlar tanto a sus súbditos como los déspotas modernos. Eso es
el trabajo”, asegura, “el juego es todo lo contrario”.
El
trabajo es forzado. El juego es voluntario y no se hace a cambio de
dinero. Su recompensa es “la experiencia de la actividad misma”.
Black hace alusión a los estudios del filósofo Michel Foucault que sostenían que “las
cárceles y las fábricas surgieron casi a la vez, y sus operadores
copiaron conscientemente las técnicas de control de unas y otras”.
“Un trabajador es un esclavo a tiempo parcial. El jefe dice cuándo ha de
llegar, cuándo tiene que irse y qué hacer entre esos dos momentos. (…)
Puede llevar su control hasta extremos humillantes mediante la
regulación, si le da la gana, de la ropa que ha de vestir y cuántas
veces puede ir al baño”.
Este “humillante sistema de dominación”, continúa,
“rige sobre la mitad de las horas de vigilia de una mayoría de mujeres y
la vasta mayoría de los hombres durante décadas, durante la mayor parte
de sus vidas”. Y, por eso, Black considera que la forma más correcta de
llamar a este sistema es “fascismo de fábrica” y “oligarquía de oficina”.
En
esos modelos no cabe la libertad, según el graduado en Derecho. No solo
de actos. También de pensamiento y crecimiento intelectual. Y eso,
definitivamente, es lo más trágico. “Eres lo que haces”, escribe. “Si
haces trabajo aburrido, estúpido y monótono, lo más probable es que tú
mismo acabes siendo aburrido, estúpido y monótono. El trabajo explica la
creciente cretinización a nuestro alrededor mucho mejor que otros
mecanismos idiotizantes como la televisión y la educación. Quienes viven
marcando el paso, todas sus vidas, llevados de la escuela al trabajo y
enmarcados por la familia al comienzo y el asilo al final, están
habituados a la jerarquía y esclavizados psicológicamente. Su aptitud
para la autonomía se encuentra tan atrofiada que su miedo a la libertad
es una de sus pocas fobias con base racional. El entrenamiento de
obediencia en el trabajo se traslada hacia las familias que inician,
reproduciendo así el sistema en más de una forma, y hacia la política,
la cultura y todo lo demás. Una vez que absorbes la vitalidad de la
gente en el trabajo es probable que se sometan a la jerarquía y la
experticia en todo. Están acostumbrados a ello”.
El trabajo desde una perspectiva histórica
Cuenta
Black que “hubo un tiempo en nuestro pasado en que la ética del trabajo
hubiese sido incomprensible”. La idea de trabajar duro y acumular
riqueza como forma de salvación individual nació hace apenas unos
siglos. Su justificación teórica quedó recogida en el libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber (1864-1920), pero, además, el sociólogo alemán dio un impulso meteórico a esta idea al asociarla al protestantismo y el calvinismo, según el estadounidense.
“Solo tenemos que usar la sabiduría de la antigüedad para poner el trabajo en perspectiva”, indica. “Sócrates
dijo que los trabajadores manuales suelen ser malos amigos y malos
ciudadanos, porque no tienen tiempo de cumplir con las responsabilidades
de la amistad y la ciudadanía. Tenía razón (…). El tiempo libre
está dedicado en su mayoría a prepararse para ir al trabajo, regresar
del trabajo y recobrarse del trabajo. El tiempo libre es un eufemismo
para la forma en que el trabajador, como factor de producción, no solo
se transporta a sí mismo a sus propias expensas, desde y hacia el puesto
de trabajo, sino que además asume la responsabilidad de su propio
mantenimiento y reparación. El carbón y el acero no hacen eso. Las
máquinas fresadoras y las de escribir no hacen eso. Pero los empleados
sí”.
A. Smith: “El hombre que pasa la vida
efectuando operaciones simples (…) se vuelve tan estúpido e ignorante
como es posible que una criatura humana llegue a serlo”
Esto tampoco es así en todas las culturas. Los Kapauku,
una tribu que vive en el oeste de Nueva Guinea, establecen un
equilibrio entre trabajo y tiempo destinado a otras actividades. El
antropólogo Leopold Pospisil dice, en sus investigaciones, que esta comunidad dedica un día a trabajar y el siguiente a descansar.
Black es consciente de que esta idea de reducir el trabajo hoy hace temblar de pánico
a la mayoría del mundo. Pero el estadounidense argumenta que ese miedo
empezó a alentarse hace mucho tiempo. La literatura universal está
plagada de pensadores, como Thomas Hobbes (1588-1679), encargados de asustar a la sociedad igualando el colapso de la autoridad con la violencia y el caos.
El autor de este ensayo dice que hasta Adam Smith (1723-1790),
defensor a ultranza del mercado y la división del trabajo, supo ver el
“lado más oscuro” de una sociedad construida en torno al trabajo. El
economista y filósofo escocés escribió que “el entendimiento de la mayoría de los hombres se forma necesariamente de sus ocupaciones habituales. El
hombre que se pasa la vida efectuando unas cuantas operaciones simples
no tiene ocasión de ejercer su entendimiento. Por lo general se vuelve
tan estúpido e ignorante como es posible que una criatura humana llegue a
serlo”.
El trabajo es genocidio
Bob
Black continúa su defensa de la abolición del trabajo con un argumento
más tajante: “El trabajo es asesinato en masa o genocidio. Directa o
indirectamente matará a la mayoría de los que lean estas palabras. Entre
14.000 y 25.000 trabajadores mueren en EE UU en el lugar de trabajo.
Más de dos millones quedan inhabilitados. (…) Las estadísticas hablan de
100.000 mineros que padecen el mal del pulmón negro. Cuatro mil de
ellos mueren cada año, una tasa de mortalidad mucho mayor que la del
sida, por ejemplo, que recibe tanta atención de los medios”.
“Aun
si no quedas muerto o inválido mientras trabajas, puedes morir mientras
vas al trabajo, regresas del trabajo, buscas trabajo o tratas de
olvidarte del trabajo”, prosigue. “El trabajo, entonces,
institucionaliza el homicidio como forma de vida”.
Black
pasa, a continuación, de la fábrica a la oficina. “El 40% de la fuerza
laboral son trabajadores de cuello blanco. La mayoría de ellos tienen
algunos de los empleos más tediosos e idiotas jamás concebidos.
Industrias enteras, seguros y bancos y bienes raíces, por ejemplo, que
no consisten nada más que en mover papeles inútiles de un lado a otro”.
Jugar en vez de trabajar convertiría la creación en recreación, según Bob Black
El
autor se sorprende de que, a pesar de todo lo que expone, “el
sentimiento que prevalece, universal entre patronos y sus agentes, y muy
extendido entre los trabajadores, es que el trabajo es inevitable y
necesario”. Él discrepa. “Es posible abolir el trabajo y reemplazarlo
por nuevos tipos de actividades libres”, dice. Su propuesta se basa en
“recortar masivamente la cantidad de trabajo” (porque, “en la
actualidad, la mayor parte es inútil”) y en “tomar el trabajo útil que
queda y transformarlo en una agradable variedad de pasatiempos parecidos
al juego y la artesanía (…) que generan productos útiles (…). La
creación se convertiría en recreación y podríamos dejar de vivir
temerosos los unos de los otros”.
Los recortes
podrían aplicarse a la “producción de guerras, la energía nuclear, la
comida basura, los desodorantes de higiene femenina y parte de la
industria automovilística”, propone Black. Y así, “sin haberlo intentado
siquiera, hemos resuelto la crisis de energía, la crisis ambiental y un
montón de problemas sociales insolubles”.
“Los
científicos, ingenieros y técnicos, liberados de investigar sobre la
guerra y la obsolescencia programada, lo pasarían en grande inventado
medios para eliminar la fatiga, el tedio y el peligro de actividades
como la minería”, plantea. “Sin duda, encontrarán otros proyectos en los
que divertirse”.
El paso del trabajo al juego
también tiene que ver con cambiar las circunstancias en las que se
desarrolla una actividad. La mayor parte de las tareas resultan más
agradables si no se realizan bajo el acecho de un supervisor, en un
entorno amable o se les puede imprimir un toque de creatividad.
En
ese sistema de “festejo permanente”, Black piensa que “presenciaremos
una edad de oro de la creatividad que hará pasar vergüenza al
Renacimiento. No habrá más empleos. Solo cosas que hacer y gente que las
haga”.
El derecho a la pereza
Esta visión del trabajo no es exclusiva de Bob Black. Paul Lafargue escribió El derecho a la pereza en
1880. El periodista y teórico político francés defendía en este ensayo
el uso de las máquinas y la reducción de la jornada laboral para que los
ciudadanos pudieran dedicar más tiempo a la ciencia, el arte y las
necesidades humanas fundamentales.
Henry David Thoreau,
unos 40 años antes, criticó el modelo productivo industrial porque, a
su juicio, suponía la explotación de los humanos. Rechazó también el
culto al éxito y el credo puritano del trabajo constante porque
significaba la explotación de uno mismo.
Thoreau
trató el tema del trabajo en algunos ensayos (Ganarse la vida, Vidas
malgastadas, De qué le aprovecha al hombre…) y mostró su sorpresa por
que hubiera “tan poco o casi nada escrito, que yo recuerde, sobre el
tema de ganarse la vida, cómo hacer de ganarse la vida no solo algo
valioso y honorable, sino también algo apetecible y glorioso, porque si
ganarse la vida no es de ese modo, esto no sería vivir”.
En La desobediencia civil indica: “Yo
creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la
poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar”.
Thoreau
se enfrentó a las teorías del trabajo como objetivo vital y a la
doctrina calvinista con estas palabras. “Si un hombre pasea por el
bosque, por placer, todos los días, corre el riesgo de que le tomen por
un haragán pero si se dedica el día entero a especular cortando bosques y
dejando la tierra árida antes de tiempo, se le estima por ser un
ciudadano trabajador y emprendedor. ¡Como si una ciudad no tuviera más
interés en sus bosques que el de talarlos!”.
“El
propósito del obrero debería ser, no ganarse la vida o conseguir ‘un
buen trabajo’, sino realizar bien un determinado trabajo y hasta (…)
sería económico para una ciudad pagar a sus obreros tan bien que no
sintieran que estaban trabajando por lo mínimo, sino que trabajaban por
fines científicos o morales. No contrates a un hombre que te hace el
trabajo por dinero, sino a aquél que lo hace porque le gusta, aunque lo
realice muy despacio”.
Thoreau criticó muchas prácticas económicas de su
tiempo, a mediados del siglo XIX, que mantienen un paralelismo absoluto
con muchas actividades empresariales de la actualidad. “La afluencia
masiva de buscadores de oro a California, por ejemplo, y la actitud no
simplemente de los comerciantes, sino también de los filósofos y los
profetas respecto a ella, refleja el gran desastre de la humanidad. ¡Que
tantos esperen vivir de la suerte y así tener el modo de encargar el
trabajo a otros menos afortunados y todo ello sin aportar nada a la
sociedad! ¡Y a eso le llaman negocio! No conozco desarrollo más
sorprendente de la inmoralidad en el comercio y en los demás
procedimientos habituales para ganarse la vida. La filosofía y la poesía
y la religión de semejante humanidad no merecen el polvo de un bejín”
(La desobediencia civil).
El filósofo
naturalista habló también de la ambición humana y de la forma en que la
especulación y la avaricia se imponían sobre el talento y la
inteligencia en este sistema económico. “Dios entregó al hombre honrado
un certificado capacitándolo para alimentarse y vestirse, pero el hombre
malvado encontró un facsímil del mismo en los cofres de Dios, se
apropió de él y obtuvo alimento y vestido como el primero. Es uno de los
sistemas de falsificación más extendidos que conoce el mundo. Yo no
sabía que la humanidad padeciera por falta de oro. Yo lo he visto en
pequeña cantidad. Sé que es muy maleable, pero no tan maleable como el
ingenio. Un grano de oro puede dorar una gran superficie, pero no tanto
como un grano de buen juicio (…). Si ganas, la sociedad pierde. (…) El
buscador de oro es el enemigo del trabajador honrado”.
Thoreau: “No preguntes cómo se consigue la mantequilla para tu pan. Se te revolverá el estómago al enterarte”
En su obra ya adelantó un problema que ha ido cada vez a más: el expolio del planeta. Thoreau leyó Tierra, trabajos, oro, de Alfred William Howitt,
y escribió: “Me quedaron grabados en la mente toda la noche los
numerosos valles con sus arroyos, todo cortado por pozos pestilentes de
tres a 30 metros de profundidad y cuatro metros de ancho, tan justos
como les fue posible cavarlos y medio cubiertos de agua. El lugar al que
se lanzan con furia muchos hombres para buscar fortuna, sin saber dónde
deben abrir sus agujeros, sin saber si el oro está bajo su mismo
campamento, cavando a veces 50 metros antes de dar con la veta o
perdiéndola por centímetros, convertidos en demonios y sin respetar los
derechos de los demás en su sed de riqueza. Valles enteros a lo largo
de cincuenta kilómetros aparecen de repente como panales de miel por
los pozos de los mineros de tal suerte que cientos de estos mueren allí
agotados. Metidos en el agua y cubiertos de barro y arcilla trabajan día y noche, y mueren de frío y enfermedad”.
El
filósofo abolicionista continúa: “Howitt dice del hombre que encontró
la gran pepita de 12 kilogramos en las excavaciones de Bendigo, en
Australia: ‘Pronto empezó a beber, cogió un caballo y cabalgó por los
alrededores, casi siempre al galope, y cuando encontraba gente la
llamaba para preguntarle si sabía quién era él. A continuación le
informaba, muy amable, de que él era el maldito miserable que había
encontrado la pepita. Al final, cabalgando a todo galope, se estrelló
contra un árbol, casi se salta los sesos. De todos modos, yo creo que no
hubo ningún peligro en su caída porque ya se había saltado los sesos
contra la pepita. Howitt añade: ‘Es un hombre completamente acabado’.
Pero es un ejemplo de esa clase. Todos estos son hombres disipados.
Escuchad algunos nombres de los lugares que excavan: llano del imbécil,
barranco de la cabeza del carnero, vado del asesino. ¿No hay sátira en
estos nombres? Dejadlos que arrastren su mal ganada riqueza adonde
quieran, yo creo que el lugar en que vivan será siempre el llano del
imbécil, si no el vado del asesino”.
Thoreau llegó a decir: “No preguntes cómo se consigue la mantequilla para tu pan. Se te revolverá el estómago al enterarte”. Y Bob Black acabó su libro con la misma frase que empezó: “Nadie debería trabajar”.
Pero, además, incluyó una exhortación: “Proletarios del mundo… ¡descansad!”.
Excelente-
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