Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, noviembre 12

Dios y el dinero

 
Este texto comprende, algo resumidas, las trascripciones, realizadas por Roberto García Tomé, de dos intervenciones orales de Agustín Carda Calvo: la primera en el Ateneo de Vic, la segunda en la Facultad de Sociología de la Universidad de Santiago. Las dos conferencias se celebraron durante el curso 1998-99.



Dios tiene que tener sobre todo dos condiciones: una es que tiene que ser real, más que nadie. Esto quiere decir más o menos lo mismo que se dice con ese verbo que nos han metido desde arriba a partir de las escuelas medievales, el verbo «existir»: real, existente; y, para ser real, aunque esto parezca una paradoja, tiene que ser ideal. Por el otro lado, tiene que ser, como algunos tal vez recuerdan del catecismo, personal: para mejor lograrlo, según la vieja teología católica, es tres Personas, que son un solo Dios verdadero. En todo caso, tiene que ser Persona. Cualquier dios, con más o menos éxito según las épocas y los sitios, tiene que reunir esas condiciones. En el Mundo Primero, en la Democracia Desarrollada, el Régimen que hoy padecemos, estas condiciones tienen que haberse elevado al grado más alto de potencia y de imperio. Si nos preguntamos cuál es el verdadero Dios en el Régimen más avanzado, no queda mucha duda, porque ese Dios tiene esencialmente la cara del Dinero: es el Dinero. Pero cualquiera de los otros dioses viejos que queden por ahí, si pueden colaborar con éste, con el Dios verdadero que hoy padecemos, es porque participan de las mismas condiciones.

En verdad el Dinero, la forma más alta y actual de Dios, no ha inventado esas condiciones: ya los dioses de las viejas religiones, según progresaban, iban avanzando en el mismo sentido; sólo que este Dios es el que las cumple de manera más perfecta. A primera vista, entre tener que ser real o existente y tener que ser personal puede haber una contradicción, y conviene que esta contradicción se aclare de la manera más precisa.
 
Dios tiene que ser real: tanto es así que en las religiones más avanzadas el verbo «existir» se inventó precisamente para eso. Aquí tenemos uno de los casos más ilustres en que, a lo mejor, se cree que se puede emplear este verbo de las Escuelas, más o menos divulgado, tranquilamente. Se puede incluso creer que un ateísmo verdaderamente eficaz puede decir «Dios no existe»: esto es una mentira, porque el verbo «existir» es coestensivo con Dios, se refiere a Él. No se puede decir inocentemente. Esta fórmula está condenada. Esto nunca lo puede decir el pueblo. Lo dicen las personas, porque les han hecho creer que este verbo «existir» es inocente. Cuando el pueblo se levantaba contra Dios, lo único que podía decir eran cosas del tipo de «no hay Dios», «no hay Dios que valga». Eso es popular. Ahí no hay ni una sola palabra que venga de arriba. ¿De qué va a servir que se diga que no existe, si primero se le ha puesto como sujeto de eso, se le ha hecho existente en el mismo momento de decirlo? ¿De qué va a servir que después se añada «no existe», si ya al decir de Dios tal o cual cosa, al hablar de Dios, se le está haciendo real? Porque ésta es la condición de la realidad: real es aquello de lo que se habla. No lo que habla, pues lo que habla, cuando se le deja (el pueblo, el lenguaje, yo cuando no soy nadie, cuando no soy persona), eso no es real. Una cosa es el que habla, que actúa, por tanto, y otra cosa es de lo que se habla. Con eso creo que se comprende bastante bien que la Realidad tiene que ser ideal. Todos los que os enseñan a contraponer «real» con «ideal», «realista» con «idealista» os están engañando. Para que se hable de una cosa, ésta tiene que tener su nombre, tiene que estar hecha de ideas, y por tanto no cabe pensar en ninguna realidad o existencia que no pase por las ideas. Aquel que por afán de realismo adopta las armas del Poder, proyecto, idea de futuro y demás, ése cae bajo el engaño, precisamente porque ha adoptado las ideas, la idealidad, lo que es propio y esencial del Poder. Frente a esas dos cosas, lo real y lo ideal, está aquello que no es de lo que se habla, sino el que habla, del que no se tiene idea: yo, que no es nadie. Pueblo, que no se sabe qué es, que no existe. Ése es el que actúa gracias a no ser real, a no existir, gracias a eso vive y actúa. Contra la realidad y las ideas juntamente está el lenguaje corriente y moliente, no las jergas: la razón común.
 
Así, Dios, ya en la vieja teología católica, era el ser más real de todos los seres: lo que los teólogos medievales decían ens realissimum. En cierto modo la realidad de las realidades. Ésta es la condición justamente que cumple hoy nuestro Dios: el Dinero tiene esa condición. El Dinero es la realidad de las realidades. Todas las cosas se cambian en Dinero, y una cosa es tanto más real cuanto más se puede cambiar en Dinero, cuanto más Dinero vale. El Dinero es la cosa de las cosas, la cosa a la que todas las cosas se reducen; y cumple su función: para ello es ideal. No hay cosa más ideal que el Dinero. Recuerdo de paso la corriente estupidez de llamar «material» al Dinero, que es la cosa más impalpable, la cosa que está, como Dios, en todas partes y en ninguna, que cumple las condiciones de la idealidad de la manera más perfecta. No se vaya a confundir, sin embargo, esas monedillas que uno tiene en el bolsillo, o lo que tiene en el Banco, con el Dinero: esas cosas son como aquellas imágenes que se podían hacer de Dios: son representaciones, estampitas; pero el Dinero no es eso: es totalmente ideal, y para ser la realidad de las realidades tiene que ser ideal, como cualquiera de los viejos dioses.
 

 


 
Pasamos a la otra condición. Ya en las viejas religiones también Dios tenía que ser personal. Eso parece a primera vista contradictorio porque estamos acostumbrados a pensar que a las cosas o realidades se les contraponen las personas: uno no es una cosa, uno es Persona. Ya en las viejas religiones más avanzadas Dios tenía que ser el existente entre los existentes, pero al mismo tiempo tenía que conservar su condición personal. Para que ejerciera su dominio, tenía que tener las dos caras. Persona o, como en la forma más avanzada de la Teología cristiana, tres personas, que en el mismo hecho de ser tres costituían un solo Dios verdadero. Estoy usando las viejas formas de Dios, las viejas religiones, como ilustración del Dios actual, porque, como las religiones más viejas no eran más que progresos hacia la actual, preparaciones de esta forma de poder, a veces, echando una mirada a ellas, recibe uno alguna iluminación.
 
La confusión acerca de esto de «personal» es una confusión que se descubre preguntándose: «¿Quién soy yo?». Si os preguntáis de veras eso, os encontráis de narices con la confusión que ahí late. ¿Soy yo Don Agustín Carda, por ejemplo? Por un lado tengo que reconocerlo: ésa es mi realidad, la que dice mi Documento de Identidad, pero yo, ¿soy ése? Yo no soy ese. Hay algo por debajo de mí que está diciendo «Yo no soy ése». Algo que me queda de mí por ahí abajo, algo que me queda de pueblo, frente a mi nombre propio y mi documento. Ahí veis en qué sentido rige esta confusión: Dios, por un lado, tendría que comportarse igual que yo, es decir, ser una contradicción, y lo era de hecho, en las viejas teologías, porque por un lado tenía que ser una persona real, tenía que tener su identidad, y por el otro tenía que ser una persona de verdad. A pesar de la propia teología y el dogma, vivía la contradicción entre el Dios del que se hablaba y el Dios que hablaba, como en mí. Era el Dios que hablaba el que no era un Dios real, como yo, nunca del todo y cerradamente Fulano. Así de sencillo. La dificultad está precisamente en que es demasiado sencillo.
 
Evidentemente hay algo que no es real, que no es de lo que se habla, precisamente porque es el que habla. La teología pensaba encontrar un artilugio definitivo y victorioso: la persona de Dios era la persona real, y por tanto estaba sometida y servía al sometimiento. En la medida en que el Poder y su Teología no conseguía esto, había algo que seguía diciendo «Eso no es cierto». Por eso es por lo que es tan difícil prescindir del nombre de Dios incluso desde la revuelta, porque la palabra sigue siendo, a pesar de todo, ambigua. La religión, por tanto, que verdaderamente padecemos es la religión que está representada por un Dios que es Dinero, realidad de las realidades. ¿Cómo es que el dinero es personal? ¿Cómo es que el dinero, esa forma más avanzada de Dios, cumple también esa segunda condición?
 
 
 
Apenas hay más que recordarlo: el dinero es personal. En tiempos en que la moneda era una forma de Dinero, en la moneda estaba la cara del monarca, la cara personal, con sus rasgos, del César, del Emperador o del Rey. Eso era una preparación para lo actual: en la Democracia no hay reyes de verdad, no hay más reyes que la Persona. Que se sigan haciendo moneditas del antiguo régimen sirve para distraer. El dinero de verdad es ese dinero del que la Persona dispone. Ya podéis ser vosotros muy modestos al estampar vuestra firma en la Banca, pero en el ordenador del Banco figura vuestro nombre, y éste representa las cifras, sean rojas o negras, pero en todo caso es vuestro nombre el que vale eso. Valéis eso, y ese dinero, esas cifras, sólo valen en la medida en que son de una persona, en que la representan.
 
La Persona puede ser, como se sabe, un consorcio o una persona jurídica o lo que sea, pero, en todo caso, una persona. Una persona que puede fácilmente hacer todos los jueguecitos que sabéis: entablar tratos con otras personas, intercambiarse, etc. Una persona que puede jugar en la Bolsa o en ese cruce de pantallazos todo alrededor del globo por medio de la Red Informática Universal, que permite estar en siete u ocho Bolsas al mismo tiempo y establecer ese juego. Nada de eso se podría hacer si no fueran personas las que costituyen la verdadera esencia del Dinero. Esto quiere decir que, si el dinero consiste en la Persona, su firma, el crédito de que goza y su firma le atribuye, entonces tenemos unas personas que son cosas, cada una de vuestras almitas personalmente.
 
No es ya sólo aquello tan viejo de «tanto tienes, tanto vales», sino que vales lo que tienes, y ése eres tú, en cuanto ente real, y no hay otra forma de alma real más que esa que está representada por la firma y el crédito de que uno goza en la Banca, desde los escalones más bajos a los más altos, que juegan con el Dinero en los Mercados de la Red Informática Universal bajo la bendición Urbis et Orbe.
 
Es por eso por lo que hay que insistir finalmente en que esta Religión actual, como las viejas, está sostenida por la Fe. Si se dejara de creer, caería sin más. Lo estáis sosteniendo todos los días en la medida en que creéis, os fiáis de las cifras del crédito, creéis en lo que vuestro capitalito va a rendir al cabo de tres meses o tres años. Como esta condición de la Fe –que en la Banca se llama crédito, de creer, que es la verdadera esencia del Dinero, que es todo Futuro, todo Fe– es la misma que en las viejas religiones (la Fe en Dios está inmediatamente ligada con la salvación, con esperanza de la Gloria Eterna), por eso mismo, la necesidad de Fe, es por lo que se llevan tan bien la verdadera Religión del Régimen con los restos de las otras religiones. Es de suma conveniencia para el Poder que sigan conviviendo juntas unas con otras. Evidentemente la nueva Religión alzará sus nuevas catedrales, sus iglesias sucursales y Bancos más o menos horripilantes que el Capital levanta por todas partes, pero conservando las viejas catedrales y muchas de las iglesias, y conservará igualmente las formas de culto pasadas de moda. Es una conveniencia. ¿Cómo no se van a llevar bien si, después de todo, todas son formas del mismo Dios, que solamente cambian para seguir manteniendo su imperio?
 
 
 
Empresas de producción de Dinero
 
La Empresa en general es una istitución que se dedica a la producción. Producción naturalmente de algo, de alguna cosa. En principio, la producción debía ser una producción de cosas, y añadámosle todavía, útiles, es decir, que sirvieran para algo. Entonces el productor se pregunta cómo se sabe cuáles cosas son útiles y cuáles no lo son, qué cosas sirven para algo y cuáles no. La economía tradicional dice que quien decide eso es el público. Se supone que hay un público que es el que pide o no pide tales cosas, y entonces se supone que las que pide son las cosas útiles, las que sirven para algo, para comer, para trasladarse, para enterrarse si llega el caso, etc.
 
No es por tanto ninguna arbitrariedad si se equipara eso de «útiles» con lo de demandadas. Útiles no quiere decir más que las cosas que están demandadas: la demanda crea un hueco, o un vacío aspirador, y entonces viene la producción y satisface la demanda ante ese vacío. Parece que la Ley de la oferta y la demanda está aquí en juego en su forma más primitiva: la empresa productora debería producir cosas que satisficieran una demanda previa que se supone que promueve y justifica la producción de las cosas demandadas.
 
Bajo el Régimen que hoy padecemos habréis oído cuentos como ésos, que se refieren a una especie de Economía que a lo mejor para los abuelos o tatarabuelos seguramente tenía algún sentido, pero, ahora, cuando oímos decir esas cosas seguramente os suena como que os están contando un cuento, cuando os hablan de ese juego de la oferta y la demanda. Eso es desde luego algo pasado de moda: en el Régimen que padecemos las cosas, desde luego, no juegan así. El gran proceso, el que ha llevado a esta forma de Régimen que hoy sufrimos, consiste en que eso se ha convertido en una producción de cosas inútiles. En su progreso, la Empresa ha venido a convertirse en una productora de cosas sencillamente vendibles. Cosas vendibles quiere decir cosas que, según un cálculo de previsión que se considera sensato, van a poderse vender en cantidad suficiente para compensar los esfuerzos y gastos de la producción. 
 
Evidentemente «vendibles» introduce la posibilidad y el futuro: las que, según un cálculo prudente y acomodado a la realidad, van a poderse vender de manera suficientemente amplia y fácil como para justificar el esfuerzo de la producción.
 
Qué es venderse, qué es vender, es una cosa que todo el mundo sabe: cosas vendibles son las convertibles en Dinero; y por otra parte, toda cosa convertible en Dinero se va a producir, va a encontrar su Empresa. Ésta es la Ley del Mercado en la situación actual. El hecho de que hayamos venido a esta situación económica tiene múltiples consecuencias.
 
Esta trasformación o paso de la producción de cosas que valen para algo a la producción de cosas vendibles arrastra consigo a su vez la creación de otra empresa que todos conocéis muy bien: es la Empresa que se encarga de sostener y realizar ese proceso, la Empresa de fabricación de necesidades.
 
Es una empresa fundamental: evidentemente, hacer pasar a las cosas de útiles a vendibles, convertibles en dinero, implica que el juego de oferta y demanda se ha vuelto del revés. Ésta es la condición para ese paso. Si nos contentáramos con las necesidades que se suelen llamar primitivas o verdaderas, entonces no habría ni progreso de la Empresa, ni padeceríamos bajo el Régimen que padecemos. Ésta, la que cubre necesidades primitivas, es una empresa que hoy se mira con sumo desprecio, porque una empresa de este tipo, que produce cosas útiles, es hasta una empresa agrícola; hasta el señor que produce patatas en su campo es una empresa en este sentido primitivo, pero eso no es una empresa seria. Incluso, no ya la empresa agrícola o sector primario, que es el más despreciable de todos bajo el Régimen, sino el sector secundario, la industria, la producción de cosas, si se atiene a esto, si no vuelve del revés la ley de la oferta y la demanda, pues tampoco es digna de figurar en el Régimen progresado. Incluso esa industria, que puede tener un derivado muy interesante, que son las máquinas productoras de máquinas, mientras se mantenga en eso nada más, tampoco tiene nada que hacer. Es preciso llegar al sector terciario, que es precisamente el de empresas de ese tipo, empresas dedicadas a volver del revés la Ley de la oferta y la demanda.
 
Esto se suele llamar Servicios (ya con mayúscula), que son servicios directamente ligados con el Dinero, servicios al Dinero, a ese Dios, sin andarse con cosas primitivas como la agricultura o ni siquiera la industria tradicional. Este proceso ha hecho pues pasar a la noción de «trabajo» por todas estas etapas. Mirad cómo cualquier empresario, alto o mediano, mira hoy desde lo alto al pobre labrador que todavía se afana en pretender que él está haciendo algo que vale cuando produce y lanza al mercado algunas patatas o algunas coles o cualquier otra cosa, cómo desde lo alto dice: «Eso no es nada». Lo mismo ocurre con los pocos obreros que quedan en el Estado del Bienestar, que la mayor parte, como sabéis, son mano de obra traída de fuera, porque, ¿cómo van a quedarse los ciudadanos del Bienestar en el sector secundario, en la producción con máquinas, cosiendo, forjando herramientas, o incluso en la producción de máquinas que producen máquinas? Aunque, por supuesto, cuanto más complicada es esa producción, más digna se vuelve para el Estado del Bienestar.
 
 
Hay que aspirar a caer en el sector terciario: hacer un trabajo que no produce nada. Fijáos que hacer un trabajo que no produce nada es una cosa interesante por los dos lados: primero, porque no produce nada, y luego porque sigue siendo trabajo. Si no cumple las dos funciones, no sirve: porque, evidentemente, tirarse a la bartola o dar saltos por la pradera tampoco produce nada, pero eso no sirve, porque eso no es trabajo. Tiene que seguir siendo un trabajo para nada, un trabajo que gire en el vacío, pero que siga siendo trabajo de todas maneras y un trabajo dedicado precisamente a eso, a proseguir esa inversión de la ley de la oferta y demanda que consiste en empresas de producción de necesidades. Para que a la gente se le haga creer que necesita todo lo que se le vende bajo el nombre de cosas en el Estado del Bienestar, hace falta un trabajo.
 
La gente no nace tonta del todo, aunque en una buena parte sí; y por tanto hay un trabajo que es el trabajo de convencerla de qué necesita. Imaginaos convencerla de que necesita estar viendo la televisión todas las noches (cosa que en tiempo de vuestros abuelos nadie había pedido ni se les había ocurrido): eso requiere una labor seria, que se llevó a cabo en los años 40 y 50, de convencimiento de que sin televisión no se vive. E imaginaos cuando os convencen de la necesidad de que tengáis un telefonillo móvil para llevaros de un lado para otro, o que estabais deseando desde el comienzo de la Historia, desde la espulsión del paraíso, que efectivamente os concedieran la gracia de tener una autopista. No os habíais dado cuenta, pero para eso están los técnicos de producción de necesidades, para que os deis cuenta de que desde el comienzo de la Historia estabais deseando disponer de una Red Informática Universal para que vuestras transacciones y vuestras ideas se trasladen de una punta a otra del globo con la rapidez que la electricidad proporciona. Simplemente tienen que convenceros con esa creación de necesidades, o de deseos, que son deseos falsos igual que las necesidades. Ésa es la gran industria que implica la inversión que hemos visto: no es ya ninguna demanda verdadera la que rige la producción, sino que, por el contrario, la producción principal está destinada a la creación de demandas que, por lo tanto, no son previas, sino posteriores a la oferta, que están justamente sosteniendo la oferta y haciendo funcionar esa industria.
 
Llegados a este punto, el último paso ya es muy fácil: las cosas vendibles en dinero han sustituido a las cosas útiles. La duda de si una cosa sirve para algo puede presentarse de vez en cuando, pero ¿quién se pregunta ya para qué sirven esos chismes una vez que están ahí? Han nacido para venderse. La única función para la que han venido a este mundo es la de la compraventa. Si después hay un señor o alguna señora que se cree que son muy útiles, bendito sea, porque es quien está sosteniendo el negocio. Sin ilusión, por lo menos mayoritaria, la cosa no marcharía.
 
La última forma de Empresa, la representada por la Banca entre los servicios, es ya una mera ratificación: una vez que lo que se produce son cosas que son dinero, ¿por qué no se va a producir directamente dinero? De manera que hay empresas directamente productoras de dinero, lo que no hace más que presentar de la manera más desnuda el tipo de empresa que está mandado. No es que pueda ser del todo la única Empresa: eso casi nos colocaría en una situación apocalíptica; pero evidentemente el Régimen que padecemos se acerca a ello. Por todas las ciudades del Bienestar continuamente vemos cómo otras empresas, incluso las de servicios, caen bajo la garra de la Banca. Veis cafeterías, tiendas de esto o de lo otro más o menos viejas, convertidas en sucursales de Banca, de manera que la tendencia está clara: entre las muchas empresas productoras de cosas que son Dinero tiene que ocupar una posición preeminente la empresa productora directamente de Dinero. Cuando todas las cafeterías del mundo, y todas las ferreterías y todas las tiendas de modas se hubieran convertido en Bancos, esto nos colocaría en una situación tan apocalíptica que parecería deseable, porque se habría desnudado entonces del todo el tinglado: ¡Todo son Bancos! Se ha declarado con una franqueza inconveniente que todas las cosas que se vendían en las tiendas eran Dinero, y que eran formas de Banca y, por tanto, no habría más producción que la de Dinero, producción que consiste en el puro movimiento del Capital. Pero todo esto es en el ideal, más o menos apocalíptico. También es cierto, y esto es un respiro del pueblo desde abajo, que eso jamás puede cumplirse del todo. Eso funciona en el ideal de los que efectivamente quieren convertir todo trabajo en servicios al Dinero, en el ideal de los que están seguros de que pueden indefinidamente producir necesidades para seguir vendiendo más y más sin tener en cuenta para nada lo que a la gente le sirva, y que todas las producciones vengan a ser producciones de tipo bancario. En el ideal está, pero está por debajo del ideal lo que nos quede de vivo, de gente que no acaba de vivir sólo de ilusiones, a la que de vez en cuando a lo mejor se le ocurre que podría saborear algún fruto, ver alguna nube que no estuviera en el Mercado. Hay cosas que no son cosas, en el sentido de cosas reducibles a Dinero. Hay algo que no es Dinero, hay siempre algo que no se puede comprar con Dinero. El intento del Régimen es, por supuesto, que no quede nada; pero ese intento es tan solo un ideal. Siempre queda algo que no se deja convertir en Dinero. 
 
Siempre quedan cosas a las que todavía el Mercado y la Banca no han echado la zarpa.

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