Este texto comprende, algo resumidas, las trascripciones, realizadas por Roberto García Tomé, de dos intervenciones orales de Agustín Carda Calvo: la primera en el Ateneo de Vic, la segunda en la Facultad de Sociología de la Universidad de Santiago. Las dos conferencias se celebraron durante el curso 1998-99.
Dios tiene que tener sobre todo dos condiciones: una es que tiene que ser real, más que nadie. Esto quiere decir más o menos lo mismo que se dice con ese verbo que nos han metido desde arriba a partir de las escuelas medievales, el verbo «existir»: real, existente; y, para ser real, aunque esto parezca una paradoja, tiene que ser ideal. Por el otro lado, tiene que ser, como algunos tal vez recuerdan del catecismo, personal: para mejor lograrlo, según la vieja teología católica, es tres Personas, que son un solo Dios verdadero. En todo caso, tiene que ser Persona. Cualquier dios, con más o menos éxito según las épocas y los sitios, tiene que reunir esas condiciones. En el Mundo Primero, en la Democracia Desarrollada, el Régimen que hoy padecemos, estas condiciones tienen que haberse elevado al grado más alto de potencia y de imperio. Si nos preguntamos cuál es el verdadero Dios en el Régimen más avanzado, no queda mucha duda, porque ese Dios tiene esencialmente la cara del Dinero: es el Dinero. Pero cualquiera de los otros dioses viejos que queden por ahí, si pueden colaborar con éste, con el Dios verdadero que hoy padecemos, es porque participan de las mismas condiciones.
En
verdad el Dinero, la forma más alta y actual de Dios, no ha inventado
esas condiciones: ya los dioses de las viejas religiones, según
progresaban, iban avanzando en el mismo sentido; sólo que este Dios es
el que las cumple de manera más perfecta. A primera vista, entre tener
que ser real o existente y tener que ser personal puede haber una
contradicción, y conviene que esta contradicción se aclare de la manera
más precisa.
Dios tiene que ser
real: tanto es así que en las religiones más avanzadas el verbo
«existir» se inventó precisamente para eso. Aquí tenemos uno de los
casos más ilustres en que, a lo mejor, se cree que se puede emplear este
verbo de las Escuelas, más o menos divulgado, tranquilamente. Se puede
incluso creer que un ateísmo verdaderamente eficaz puede decir «Dios no
existe»: esto es una mentira, porque el verbo «existir» es coestensivo
con Dios, se refiere a Él. No se puede decir inocentemente. Esta fórmula
está condenada. Esto nunca lo puede decir el pueblo. Lo dicen las
personas, porque les han hecho creer que este verbo «existir» es
inocente. Cuando el pueblo se levantaba contra Dios, lo único que podía
decir eran cosas del tipo de «no hay Dios», «no hay Dios que valga». Eso
es popular. Ahí no hay ni una sola palabra que venga de arriba. ¿De qué
va a servir que se diga que no existe, si primero se le ha puesto como
sujeto de eso, se le ha hecho existente en el mismo momento de decirlo?
¿De qué va a servir que después se añada «no existe», si ya al decir de
Dios tal o cual cosa, al hablar de Dios, se le está haciendo real?
Porque ésta es la condición de la realidad: real es aquello de lo que se
habla. No lo que habla, pues lo que habla, cuando se le deja (el
pueblo, el lenguaje, yo cuando no soy nadie, cuando no soy persona), eso
no es real. Una cosa es el que habla, que actúa, por tanto, y otra cosa
es de lo que se habla. Con eso creo que se comprende bastante bien que
la Realidad tiene que ser ideal. Todos los que os enseñan a contraponer
«real» con «ideal», «realista» con «idealista» os están engañando. Para
que se hable de una cosa, ésta tiene que tener su nombre, tiene que
estar hecha de ideas, y por tanto no cabe pensar en ninguna realidad o
existencia que no pase por las ideas. Aquel que por afán de realismo
adopta las armas del Poder, proyecto, idea de futuro y demás, ése cae
bajo el engaño, precisamente porque ha adoptado las ideas, la idealidad,
lo que es propio y esencial del Poder. Frente a esas dos cosas, lo real
y lo ideal, está aquello que no es de lo que se habla, sino el que
habla, del que no se tiene idea: yo, que no es nadie. Pueblo, que no se
sabe qué es, que no existe. Ése es el que actúa gracias a no ser real, a
no existir, gracias a eso vive y actúa. Contra la realidad y las ideas
juntamente está el lenguaje corriente y moliente, no las jergas: la
razón común.
Así, Dios, ya en la vieja teología católica, era el ser más real de todos los seres: lo que los teólogos medievales decían ens realissimum.
En cierto modo la realidad de las realidades. Ésta es la condición
justamente que cumple hoy nuestro Dios: el Dinero tiene esa condición.
El Dinero es la realidad de las realidades. Todas las cosas se cambian
en Dinero, y una cosa es tanto más real cuanto más se puede cambiar en
Dinero, cuanto más Dinero vale. El Dinero es la cosa de las cosas, la
cosa a la que todas las cosas se reducen; y cumple su función: para ello
es ideal. No hay cosa más ideal que el Dinero. Recuerdo de paso la
corriente estupidez de llamar «material» al Dinero, que es la cosa más
impalpable, la cosa que está, como Dios, en todas partes y en ninguna,
que cumple las condiciones de la idealidad de la manera más perfecta. No
se vaya a confundir, sin embargo, esas monedillas que uno tiene en el
bolsillo, o lo que tiene en el Banco, con el Dinero: esas cosas son como
aquellas imágenes que se podían hacer de Dios: son representaciones,
estampitas; pero el Dinero no es eso: es totalmente ideal, y para ser la
realidad de las realidades tiene que ser ideal, como cualquiera de los
viejos dioses.
Pasamos a la otra condición. Ya en las
viejas religiones también Dios tenía que ser personal. Eso parece a
primera vista contradictorio porque estamos acostumbrados a pensar que a
las cosas o realidades se les contraponen las personas: uno no es una
cosa, uno es Persona. Ya en las viejas religiones más avanzadas Dios
tenía que ser el existente entre los existentes, pero al mismo tiempo
tenía que conservar su condición personal. Para que ejerciera su
dominio, tenía que tener las dos caras. Persona o, como en la forma más
avanzada de la Teología cristiana, tres personas, que en el mismo hecho
de ser tres costituían un solo Dios verdadero. Estoy usando las viejas
formas de Dios, las viejas religiones, como ilustración del Dios actual,
porque, como las religiones más viejas no eran más que progresos hacia
la actual, preparaciones de esta forma de poder, a veces, echando una
mirada a ellas, recibe uno alguna iluminación.
La
confusión acerca de esto de «personal» es una confusión que se descubre
preguntándose: «¿Quién soy yo?». Si os preguntáis de veras eso, os
encontráis de narices con la confusión que ahí late. ¿Soy yo Don Agustín
Carda, por ejemplo? Por un lado tengo que reconocerlo: ésa es mi
realidad, la que dice mi Documento de Identidad, pero yo, ¿soy ése? Yo
no soy ese. Hay algo por debajo de mí que está diciendo «Yo no soy ése».
Algo que me queda de mí por ahí abajo, algo que me queda de pueblo,
frente a mi nombre propio y mi documento. Ahí veis en qué sentido rige
esta confusión: Dios, por un lado, tendría que comportarse igual que yo,
es decir, ser una contradicción, y lo era de hecho, en las viejas
teologías, porque por un lado tenía que ser una persona real, tenía que
tener su identidad, y por el otro tenía que ser una persona de verdad. A
pesar de la propia teología y el dogma, vivía la contradicción entre el
Dios del que se hablaba y el Dios que hablaba, como en mí. Era el Dios
que hablaba el que no era un Dios real, como yo, nunca del todo y
cerradamente Fulano. Así de sencillo. La dificultad está precisamente en
que es demasiado sencillo.
Evidentemente
hay algo que no es real, que no es de lo que se habla, precisamente
porque es el que habla. La teología pensaba encontrar un artilugio
definitivo y victorioso: la persona de Dios era la persona real, y por
tanto estaba sometida y servía al sometimiento. En la medida en que el
Poder y su Teología no conseguía esto, había algo que seguía diciendo
«Eso no es cierto». Por eso es por lo que es tan difícil prescindir del
nombre de Dios incluso desde la revuelta, porque la palabra sigue
siendo, a pesar de todo, ambigua. La religión, por tanto, que
verdaderamente padecemos es la religión que está representada por un
Dios que es Dinero, realidad de las realidades. ¿Cómo es que el dinero
es personal? ¿Cómo es que el dinero, esa forma más avanzada de Dios,
cumple también esa segunda condición?
Apenas hay más que recordarlo: el
dinero es personal. En tiempos en que la moneda era una forma de Dinero,
en la moneda estaba la cara del monarca, la cara personal, con sus
rasgos, del César, del Emperador o del Rey. Eso era una preparación para
lo actual: en la Democracia no hay reyes de verdad, no hay más reyes
que la Persona. Que se sigan haciendo moneditas del antiguo régimen
sirve para distraer. El dinero de verdad es ese dinero del que la
Persona dispone. Ya podéis ser vosotros muy modestos al estampar vuestra
firma en la Banca, pero en el ordenador del Banco figura vuestro
nombre, y éste representa las cifras, sean rojas o negras, pero en todo
caso es vuestro nombre el que vale eso. Valéis eso, y ese dinero, esas
cifras, sólo valen en la medida en que son de una persona, en que la
representan.
La Persona puede ser,
como se sabe, un consorcio o una persona jurídica o lo que sea, pero, en
todo caso, una persona. Una persona que puede fácilmente hacer todos
los jueguecitos que sabéis: entablar tratos con otras personas,
intercambiarse, etc. Una persona que puede jugar en la Bolsa o en ese
cruce de pantallazos todo alrededor del globo por medio de la Red
Informática Universal, que permite estar en siete u ocho Bolsas al mismo
tiempo y establecer ese juego. Nada de eso se podría hacer si no fueran
personas las que costituyen la verdadera esencia del Dinero. Esto
quiere decir que, si el dinero consiste en la Persona, su firma, el
crédito de que goza y su firma le atribuye, entonces tenemos unas
personas que son cosas, cada una de vuestras almitas personalmente.
No
es ya sólo aquello tan viejo de «tanto tienes, tanto vales», sino que
vales lo que tienes, y ése eres tú, en cuanto ente real, y no hay otra
forma de alma real más que esa que está representada por la firma y el
crédito de que uno goza en la Banca, desde los escalones más bajos a los
más altos, que juegan con el Dinero en los Mercados de la Red
Informática Universal bajo la bendición Urbis et Orbe.
Es
por eso por lo que hay que insistir finalmente en que esta Religión
actual, como las viejas, está sostenida por la Fe. Si se dejara de
creer, caería sin más. Lo estáis sosteniendo todos los días en la medida
en que creéis, os fiáis de las cifras del crédito, creéis en lo que
vuestro capitalito va a rendir al cabo de tres meses o tres años. Como
esta condición de la Fe –que en la Banca se llama crédito, de creer, que
es la verdadera esencia del Dinero, que es todo Futuro, todo Fe– es la
misma que en las viejas religiones (la Fe en Dios está inmediatamente
ligada con la salvación, con esperanza de la Gloria Eterna), por eso
mismo, la necesidad de Fe, es por lo que se llevan tan bien la verdadera
Religión del Régimen con los restos de las otras religiones. Es de suma
conveniencia para el Poder que sigan conviviendo juntas unas con otras.
Evidentemente la nueva Religión alzará sus nuevas catedrales, sus
iglesias sucursales y Bancos más o menos horripilantes que el Capital
levanta por todas partes, pero conservando las viejas catedrales y
muchas de las iglesias, y conservará igualmente las formas de culto
pasadas de moda. Es una conveniencia. ¿Cómo no se van a llevar bien si,
después de todo, todas son formas del mismo Dios, que solamente cambian
para seguir manteniendo su imperio?
Empresas de producción de Dinero
La
Empresa en general es una istitución que se dedica a la producción.
Producción naturalmente de algo, de alguna cosa. En principio, la
producción debía ser una producción de cosas, y añadámosle todavía,
útiles, es decir, que sirvieran para algo. Entonces el productor se
pregunta cómo se sabe cuáles cosas son útiles y cuáles no lo son, qué
cosas sirven para algo y cuáles no. La economía tradicional dice que
quien decide eso es el público. Se supone que hay un público que es el
que pide o no pide tales cosas, y entonces se supone que las que pide
son las cosas útiles, las que sirven para algo, para comer, para
trasladarse, para enterrarse si llega el caso, etc.
No
es por tanto ninguna arbitrariedad si se equipara eso de «útiles» con
lo de demandadas. Útiles no quiere decir más que las cosas que están
demandadas: la demanda crea un hueco, o un vacío aspirador, y entonces
viene la producción y satisface la demanda ante ese vacío. Parece que la
Ley de la oferta y la demanda está aquí en juego en su forma más
primitiva: la empresa productora debería producir cosas que
satisficieran una demanda previa que se supone que promueve y justifica
la producción de las cosas demandadas.
Bajo
el Régimen que hoy padecemos habréis oído cuentos como ésos, que se
refieren a una especie de Economía que a lo mejor para los abuelos o
tatarabuelos seguramente tenía algún sentido, pero, ahora, cuando oímos
decir esas cosas seguramente os suena como que os están contando un
cuento, cuando os hablan de ese juego de la oferta y la demanda. Eso es
desde luego algo pasado de moda: en el Régimen que padecemos las cosas,
desde luego, no juegan así. El gran proceso, el que ha llevado a esta
forma de Régimen que hoy sufrimos, consiste en que eso se ha convertido
en una producción de cosas inútiles. En su progreso, la Empresa ha
venido a convertirse en una productora de cosas sencillamente vendibles.
Cosas vendibles quiere decir cosas que, según un cálculo de previsión
que se considera sensato, van a poderse vender en cantidad suficiente
para compensar los esfuerzos y gastos de la producción.
Evidentemente
«vendibles» introduce la posibilidad y el futuro: las que, según un
cálculo prudente y acomodado a la realidad, van a poderse vender de
manera suficientemente amplia y fácil como para justificar el esfuerzo
de la producción.
Qué es venderse,
qué es vender, es una cosa que todo el mundo sabe: cosas vendibles son
las convertibles en Dinero; y por otra parte, toda cosa convertible en
Dinero se va a producir, va a encontrar su Empresa. Ésta es la Ley del
Mercado en la situación actual. El hecho de que hayamos venido a esta
situación económica tiene múltiples consecuencias.
Esta
trasformación o paso de la producción de cosas que valen para algo a la
producción de cosas vendibles arrastra consigo a su vez la creación de
otra empresa que todos conocéis muy bien: es la Empresa que se encarga
de sostener y realizar ese proceso, la Empresa de fabricación de
necesidades.
Es una empresa
fundamental: evidentemente, hacer pasar a las cosas de útiles a
vendibles, convertibles en dinero, implica que el juego de oferta y
demanda se ha vuelto del revés. Ésta es la condición para ese paso. Si
nos contentáramos con las necesidades que se suelen llamar primitivas o
verdaderas, entonces no habría ni progreso de la Empresa, ni
padeceríamos bajo el Régimen que padecemos. Ésta, la que cubre
necesidades primitivas, es una empresa que hoy se mira con sumo
desprecio, porque una empresa de este tipo, que produce cosas útiles, es
hasta una empresa agrícola; hasta el señor que produce patatas en su
campo es una empresa en este sentido primitivo, pero eso no es una
empresa seria. Incluso, no ya la empresa agrícola o sector primario, que
es el más despreciable de todos bajo el Régimen, sino el sector
secundario, la industria, la producción de cosas, si se atiene a esto,
si no vuelve del revés la ley de la oferta y la demanda, pues tampoco es
digna de figurar en el Régimen progresado. Incluso esa industria, que
puede tener un derivado muy interesante, que son las máquinas
productoras de máquinas, mientras se mantenga en eso nada más, tampoco
tiene nada que hacer. Es preciso llegar al sector terciario, que es
precisamente el de empresas de ese tipo, empresas dedicadas a volver del
revés la Ley de la oferta y la demanda.
Esto
se suele llamar Servicios (ya con mayúscula), que son servicios
directamente ligados con el Dinero, servicios al Dinero, a ese Dios, sin
andarse con cosas primitivas como la agricultura o ni siquiera la
industria tradicional. Este proceso ha hecho pues pasar a la noción de
«trabajo» por todas estas etapas. Mirad cómo cualquier empresario, alto o
mediano, mira hoy desde lo alto al pobre labrador que todavía se afana
en pretender que él está haciendo algo que vale cuando produce y lanza
al mercado algunas patatas o algunas coles o cualquier otra cosa, cómo
desde lo alto dice: «Eso no es nada». Lo mismo ocurre con los pocos
obreros que quedan en el Estado del Bienestar, que la mayor parte, como
sabéis, son mano de obra traída de fuera, porque, ¿cómo van a quedarse
los ciudadanos del Bienestar en el sector secundario, en la producción
con máquinas, cosiendo, forjando herramientas, o incluso en la
producción de máquinas que producen máquinas? Aunque, por supuesto,
cuanto más complicada es esa producción, más digna se vuelve para el
Estado del Bienestar.
Hay que aspirar a caer en el sector
terciario: hacer un trabajo que no produce nada. Fijáos que hacer un
trabajo que no produce nada es una cosa interesante por los dos lados:
primero, porque no produce nada, y luego porque sigue siendo trabajo. Si
no cumple las dos funciones, no sirve: porque, evidentemente, tirarse a
la bartola o dar saltos por la pradera tampoco produce nada, pero eso
no sirve, porque eso no es trabajo. Tiene que seguir siendo un trabajo
para nada, un trabajo que gire en el vacío, pero que siga siendo trabajo
de todas maneras y un trabajo dedicado precisamente a eso, a proseguir
esa inversión de la ley de la oferta y demanda que consiste en empresas
de producción de necesidades. Para que a la gente se le haga creer que
necesita todo lo que se le vende bajo el nombre de cosas en el Estado
del Bienestar, hace falta un trabajo.
La
gente no nace tonta del todo, aunque en una buena parte sí; y por tanto
hay un trabajo que es el trabajo de convencerla de qué necesita.
Imaginaos convencerla de que necesita estar viendo la televisión todas
las noches (cosa que en tiempo de vuestros abuelos nadie había pedido ni
se les había ocurrido): eso requiere una labor seria, que se llevó a
cabo en los años 40 y 50, de convencimiento de que sin televisión no se
vive. E imaginaos cuando os convencen de la necesidad de que tengáis un
telefonillo móvil para llevaros de un lado para otro, o que estabais
deseando desde el comienzo de la Historia, desde la espulsión del
paraíso, que efectivamente os concedieran la gracia de tener una
autopista. No os habíais dado cuenta, pero para eso están los técnicos
de producción de necesidades, para que os deis cuenta de que desde el
comienzo de la Historia estabais deseando disponer de una Red
Informática Universal para que vuestras transacciones y vuestras ideas
se trasladen de una punta a otra del globo con la rapidez que la
electricidad proporciona. Simplemente tienen que convenceros con esa
creación de necesidades, o de deseos, que son deseos falsos igual que
las necesidades. Ésa es la gran industria que implica la inversión que
hemos visto: no es ya ninguna demanda verdadera la que rige la
producción, sino que, por el contrario, la producción principal está
destinada a la creación de demandas que, por lo tanto, no son previas,
sino posteriores a la oferta, que están justamente sosteniendo la oferta
y haciendo funcionar esa industria.
Llegados
a este punto, el último paso ya es muy fácil: las cosas vendibles en
dinero han sustituido a las cosas útiles. La duda de si una cosa sirve
para algo puede presentarse de vez en cuando, pero ¿quién se pregunta ya
para qué sirven esos chismes una vez que están ahí? Han nacido para
venderse. La única función para la que han venido a este mundo es la de
la compraventa. Si después hay un señor o alguna señora que se cree que
son muy útiles, bendito sea, porque es quien está sosteniendo el
negocio. Sin ilusión, por lo menos mayoritaria, la cosa no marcharía.
La
última forma de Empresa, la representada por la Banca entre los
servicios, es ya una mera ratificación: una vez que lo que se produce
son cosas que son dinero, ¿por qué no se va a producir directamente
dinero? De manera que hay empresas directamente productoras de dinero,
lo que no hace más que presentar de la manera más desnuda el tipo de
empresa que está mandado. No es que pueda ser del todo la única Empresa:
eso casi nos colocaría en una situación apocalíptica; pero
evidentemente el Régimen que padecemos se acerca a ello. Por todas las
ciudades del Bienestar continuamente vemos cómo otras empresas, incluso
las de servicios, caen bajo la garra de la Banca. Veis cafeterías,
tiendas de esto o de lo otro más o menos viejas, convertidas en
sucursales de Banca, de manera que la tendencia está clara: entre las
muchas empresas productoras de cosas que son Dinero tiene que ocupar una
posición preeminente la empresa productora directamente de Dinero.
Cuando todas las cafeterías del mundo, y todas las ferreterías y todas
las tiendas de modas se hubieran convertido en Bancos, esto nos
colocaría en una situación tan apocalíptica que parecería deseable,
porque se habría desnudado entonces del todo el tinglado: ¡Todo son
Bancos! Se ha declarado con una franqueza inconveniente que todas las
cosas que se vendían en las tiendas eran Dinero, y que eran formas de
Banca y, por tanto, no habría más producción que la de Dinero,
producción que consiste en el puro movimiento del Capital. Pero todo
esto es en el ideal, más o menos apocalíptico. También es cierto, y esto
es un respiro del pueblo desde abajo, que eso jamás puede cumplirse del
todo. Eso funciona en el ideal de los que efectivamente quieren
convertir todo trabajo en servicios al Dinero, en el ideal de los que
están seguros de que pueden indefinidamente producir necesidades para
seguir vendiendo más y más sin tener en cuenta para nada lo que a la
gente le sirva, y que todas las producciones vengan a ser producciones
de tipo bancario. En el ideal está, pero está por debajo del ideal lo
que nos quede de vivo, de gente que no acaba de vivir sólo de ilusiones,
a la que de vez en cuando a lo mejor se le ocurre que podría saborear
algún fruto, ver alguna nube que no estuviera en el Mercado. Hay cosas
que no son cosas, en el sentido de cosas reducibles a Dinero. Hay algo
que no es Dinero, hay siempre algo que no se puede comprar con Dinero.
El intento del Régimen es, por supuesto, que no quede nada; pero ese
intento es tan solo un ideal. Siempre queda algo que no se deja
convertir en Dinero.
Siempre quedan cosas a las que todavía el Mercado y
la Banca no han echado la zarpa.
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