El sistema en el que vivimos, como con muchas otras cosas, normaliza
lo artificial para borrar las huellas de lo propiamente natural. El
trabajo ligado a la vida lo amputa, lo convierte en empleo, en trabajo
asalariado, de tal manera que sólo nos reconocemos como personas en
cuanto “currantes”, “expertos” o seres productivos. Esta violencia que
recae sobre nosotras nos obliga a vendernos cada día, pisar al de al
lado, subir escalones a costa de los demás y mirar a nuestros iguales
según su status social o su cuenta corriente. Nos dividen y enfrentan
entre falsas categorías (el buen ciudadano, el vago, el migrante, el
fiel trabajador que quiere levantar el país,el de aquí, el de fuera…)
que nos impiden ver nuestra condición de esclavos modernos que somos,
aquello que compartimos y a lo que podríamos poner fin si rompiéramos
dichas clasificaciones propias del INEM y de sus salas de espera .
El trabajo apesta y lo sabemos. Nos roba la energía, el tiempo para
dedicar a cuidar nuestras amistades, nuestras relaciones y nuestras
vidas. Nos obliga a relacionarnos forzadamente y perfeccionar nuestra
falsedad, saca lo peor de nosotros, esa capacidad de competir por una
mierda de salario que gastaremos en pagar nuestra propia celda a plazos,
o que derrocharemos en un ocio de usar y tirar que sólo busca contentar
de viernes a domingo para que el lunes la rueda siga girando a costa de
nuestras jaquecas, nuestro estrés y nuestra ansiedad, a costa del
chantaje constante que nos recuerda que sólo podremos cubrir nuestras
necesidades más básicas por medio del dinero y del consumo.
Es una mentira mediática muy integrada en nuestras cabezas que la
gente quiere trabajo. Lo que queremos todos los mortales es comida,
techo, calor y afecto. El arte del sistema y sus dispositivos
publicitarios consiste en hacernos creer a todos que nuestras
necesidades son las suyas, y que obtenerlas sólo es posible mediante la
violencia que corre entre el paro y el empleo, entre las políticas de
reinserción laboral y las prestaciones sociales .
Aunque a veces la realidad nos obligue a hacer cosas que no queremos,
existen herramientas que tenemos en nuestras manos, que nos ayudan a
liberar nuestro tiempo del trabajo asalariado. Reciclar los restos de
esta sociedad de consumo cuando se pone el sol, ocupar tierras para
cultivar y compartir los alimentos, robar en grandes superficies y estar
pendientes de lo que cada uno a nuestro alrededor necesita, organizar
nuestras vidas en relación a los demás y no en relación a nuestro éxito
personal y exclusivo, aporta la alegría de vivir que es necesaria para
luchar contra este sistema, cuya espina dorsal es el empleo. Nuestro
tiempo perdido no se recupera jamás.
Hoy en día la libertad sólo se concibe en función de lo que se pueda
gastar, así como el tiempo no tiene sentido tenerlo sino hay dinero con
que consumir sus horas. Esta locura normalizada, esta cordura tan
racional, es la base sobre la que se asienta nuestra obediencia. Las
personas que conocen las comisarías de Santander, el penal del dueso,
los juzgados de ciudad jardín o el desprecio social, no suelen ser
villanos cinematográficos, sino personas que experimentan que lo que
conocemos por libertad es un espejo que se hace añicos cuando no hay
ingresos a final de mes. Tanto daño nos han hecho que concebimos tener
“trabajo” como un regalo o un privilegio, y tener tiempo como una
condena de aburrimiento sin recompensa. Eso de que hay que ganarse la
vida es una chorrada, pues la ganamos desde que nacemos y somos tan
bellos como nuestros actos puedan demostrarlo. No necesitamos la
aprobación de ninguna institución para saber que merecemos la pena. Es
la vida la que se empieza a perder cuando sacar dinero se impone sobre
todo lo demás.
La vocación no es supervivencia, es algo que surge precisamente de
ese tiempo para valorar lo que nos motiva, ese tiempo que se nos escapa
en curros de mierda o en aulas de formación para adaptar nuestra fuerza
de trabajo a las necesidades actuales de la producción. Un trabajo no
dice nada de cada uno de nosotros. Nos quieren atados con sus falsas
promesas de pleno empleo, sus anuncios de vacaciones en Benidorm, sus
planes de pensiones con los días contados, sus préstamos bancarios con
sonrisas de plástico, pero la vida es otra cosa y podemos intentar
vivirla rebelándonos, una bella vocación que todas, en el fondo,
compartimos.
Texto repartido por las paredes de Santander
Fuente: Briega
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