I.
La derrota del movimiento obrero fue la causa de
que la crítica social quedara aislada en pequeños círculos
de irreductibles. Los cambios profundos experimentados por
el sistema capitalista junto con el crecimiento del aparato
estatal bloquearon cualquier deriva que culminara en una
organización de la clase orientada hacia objetivos
revolucionarios. Las luchas se reorientaron hacia
reivindicaciones inmediatas centradas principalmente en la
conservación del empleo, mientras que la llama de las
grandes metas emancipadoras quedó apagada por el vendaval
participativo que produjo la apertura de las instituciones a
los partidos “obreros”. Tuvo lugar entonces en el terreno
teórico el paso de la crítica proletaria revolucionaria a la
ideología social liberal burguesa y, en el terreno de la
praxis, la trasformación de la lucha de clases en
sindicalismo de concertación y contienda electoral. El
proletariado no salió indemne de tanta sacudida, fundiéndose
con las nuevas clases medias en una masa amorfa adicta al
régimen productivista. Las crisis sucesivas nacidas de las
nuevas contradicciones originadas por la globalización
apenas han alterado la situación anterior. Las minorías
radicales siguen empeñándose en reproducir un obrerismo
ideológico sin sentido, aferrándose a las viejas fórmulas
superadas. Las alternativas individualistas, primitivistas y
ecologistas no son mucho más acertadas, ya que son simples
ideologías de recambio y no expresiones de movimientos
trasformadores apoyados en una comprensión real de las
condiciones históricas presentes.
II.
El nuevo régimen social se desarrolló a partir de
una fusión del Capital con el Estado, y, por
consiguiente, de la economía con el sindicalismo y la
política. El crecimiento económico era la condición sine
qua non para el acceso a “la sociedad del bienestar”,
objetivo que había reemplazado a la “autogestión” y el
“socialismo” y, por lo tanto, el imperativo principal de
cualquier política de partido. Según la mentalidad
progresista de los nuevos dirigentes, la abundancia de
mercancías y crédito, la propiedad inmobiliaria y los
servicios estatales, frutos de un “desarrollo”
tecnoeconómico creador de puestos de trabajo, disolverían
cualquier antagonismo social y pondrían fin a una época de
luchas de clase. Las masas, encerradas en su vida privada,
dejarían de buen grado los asuntos públicos y salariales en
manos de los profesionales de la negociación, obedeciendo
puntualmente a las indicaciones trasmitidas por los medios
de la comunicación espectacular. En consecuencia, la crítica
social tenía que ser forzosamente contraria al
desarrollismo, aunque solamente fuera por contrarrestar el
conformismo producido por dicho “bienestar”. Y había de ser,
complementariamente, antipatriarcal, antiestatista y
antipolítica. Tenía que romper tanto con la tradición
socialdemócrata y el obrerismo político, como con el
machismo y la ideología del Progreso, creencias espurias con
las que la burguesía había contaminado al proletariado.
III.
La integración de los trabajadores, en tanto que
principal fuerza de consumo, unificaba la industria con la
vida. El desarrollo era el arma mediante la cual el Capital
colonizaba la vida cotidiana y destruía la sociedad civil
–especialmente el medio obrero– privándola de la menor
autonomía. La descolonización no podía ser más que
antidesarrollista. La crítica de la idea de Progreso, como
la de la neutralidad de la técnica y del Estado que le
servía de corolario, era el nuevo punto de partida. Otras
razones venían a reafirmar el antidesarrollismo como
característica principal del anticapitalismo: las derivadas
de la fusión del territorio y la urbe en detrimento del
primero. El impacto destructivo de las políticas
desarrollistas sobre los individuos y el entorno que ponía
en peligro la permanencia de la vida misma en el planeta,
contaminaba, trastornaba el clima, despoblaba el campo,
agotaba los recursos, desequilibraba el territorio y forzaba
un estilo de vida urbano artificial y alienado. Así pues, la
crítica social incorporaba como elementos fundamentales la
crítica de la agricultura industrial, del despilfarro
energético, del consumismo y del urbanismo. La revolución no
provocaría una aceleración de la economía, sino que
activaría un freno de emergencia. La producción, la
circulación y la distribución capitalistas no son
autogestionables. La propiedad nacional o colectivista de
unos medios de producción y circulación eminentemente
destructivos no solucionaría ninguno de los problemas
planteados, por cuanto que la solución sería más bien el
resultado de diversos procesos de desglobalización,
desmantelamiento industrial, desurbanización y
desestatización.
IV.
La crítica social no puede prescindir de conceptos
como el de alienación, ideología, razón o sujeto histórico,
sin los cuales nunca rebasará el horizonte cultural de la
dominación. El sujeto revolucionario es un ser histórico,
una comunidad de individuos cuyos intereses son universales,
producida en el tiempo y que camina hacia su realización
plena en el tiempo. La crítica tradicional concedía el papel
de sujeto de la historia y redentor de la humanidad al
proletariado, pero dadas las condiciones económico-políticas
actuales, no puede atribuirse ese honor a la masa
desfavorecida de asalariados. Primero, porque ha perdido su
centralidad, ya que no es la principal fuerza productiva, lo
es la tecnología, la maquinización; segundo, porque no forma
un mundo aparte en el seno de la sociedad, con sus propios
valores, tradiciones y reglas. No puede constituirse un
sujeto –una comunidad, una clase– exclusivamente basándose
en la condición de asalariado. Tampoco los conflictos
laborales, aunque legítimos, son capaces de abrir unas
perspectivas anticapitalistas mínimas. Por otro lado, no son
precisamente los asalariados de hoy quienes reivindican el
honor de la primera fila en el combate por la abolición del
Capital y el Estado, prefiriendo de largo dejarse llevar por
las políticas posibilistas de las nuevas clases medias, las
únicas que han mostrado capacidad de iniciativa
institucional. El nuevo sujeto, es decir, la comunidad de
combatientes anticapitalistas, ha de emerger de conflictos
cuya resolución sea imposible en el marco del sistema actual
de dominio.
V.
Habiendo alcanzado sus límites internos y externos,
el capitalismo se ha instalado permanentemente en la crisis
y prosigue su marcha a través de innumerables
confrontaciones. Dejando aparte la geopolítica militar,
responsable de las guerras por el control de recursos, y
limitándonos a las condiciones locales, dos son los tipos de
lucha capaces de cuestionar la naturaleza del sistema: las
luchas urbanas y la defensa del territorio. En las
conurbaciones tienen lugar resistencias contra la exclusión
y el endurecimiento represivo que exige el control de las
masas excluidas. Son un buen ejemplo de ello las luchas
contra los desahucios, las privatizaciones, la precariedad y
los abusos jurídico-policiales. Sin embargo, es en el
territorio no urbano donde se generan los conflictos
mayores, aquellos que agravan las condiciones de vida y
ponen en peligro la supervivencia de la población, y que,
por lo tanto, son los que pueden aportar mayor conciencia
antidesarrollista. El territorio periurbano, expurgado de
actividades agrícolas, se ha convertido en escenario de
grandes proyectos especulativos sin ninguna utilidad para
sus habitantes: prospecciones de petróleo y gas no
convencionales, construcción de grandes infraestructuras, de
macrocárceles, de vertederos, de plantas incineradoras, de
centrales energéticas, de residencias vacacionales, etc. En
consecuencia, la defensa del territorio contra su
reordenación explotadora constituye el eje donde pivota la
lucha antidesarrollista, defensa que cuenta con la
particularidad de sobrepasar el horizonte rural: sus
efectivos proceden mayoritariamente de las conurbaciones.
VI.
El tipo organizativo que surge de la nueva
conflictividad se apoya en relaciones de vecindad, más que
de lugar de trabajo. El sujeto se reconstituye ante todo
como organización vecinal, no como sindicato, coalición o
partido, y eso es así porque la cuestión social se presenta
cada vez más como cuestión urbana y territorial. Esta clase
de organización, que abarca todas las esferas de la
actividad social, goza de la ventaja de estar mejor
prevenida contra la burocracia, pues funciona
horizontalmente, rotando cargos representativos y tareas. No
presenta un perfil único, pues es producto de condiciones
locales de lucha, actuando bien como asamblea o plataforma,
bien como grupo de apoyo o “zona a defender”. Tampoco está a
salvo de la recuperación o del reformismo, puesto que la
conciencia antidesarrollista no acompaña las luchas con la
suficiente contundencia como para volverlas irrecuperables y
revolucionarias. Y no las acompaña en la medida que el grado
de disidencia de los combatientes es pobre y el fetichismo
de la política es grande, cosa que impide hacer de la
segregación un arma. Pero precisamente porque el sistema es
irreformable, la lucha no se ha de centrar solamente en sus
aspectos negativos, sino también en aquellos que de alguna
forma constituyen embriones experimentales de una sociedad
nueva. La comunidad se crea tanto en la movilización y la
resistencia como en la obra constructiva y creadora. Y así
en el espacio urbano hemos visto aparecer ágoras de barrio,
coordinadoras asamblearias de trabajadores, huertos
comunitarios, comedores populares, clínicas alternativas,
talleres autogestionados y otras iniciativas más o menos
logradas como respuesta a problemas concretos. En el
territorio se producen experiencias ruralizadoras como
cooperativas integrales, ocupación de tierras, cultivos
salvajes, recuperación de bienes comunales, reivindicación
de prácticas de autogobierno tradicionales (juntas,
concejos, universidades), etc. Son ejemplos dispersos,
marginales, voluntaristas y mal equipados, pero de suma
importancia, puesto que indican el camino a seguir cuando un
verdadero movimiento social cristalice y supere el estadio
de las barricadas.
VII.
Recapitulando, el antidesarrollismo es una
reflexión crítica y una práctica antagonista nacida de los
conflictos provocados por el desarrollo en la fase última
del régimen capitalista. Es una teoría abierta que hace
balance de la lucha de clases pasada e incorpora a la vieja
tradición anarquista y socialista la crítica del urbanismo,
la ciencia, la tecnología y el progreso. Y es a la vez un
sentimiento difuso de futuro fallido que empuja a la acción.
La obsolescencia programada de la humanidad no podrá pararse
más que con el desmantelamiento de industrias e
infraestructuras, el reequilibrio poblacional entre ciudad y
campo, la descentralización social y la desestatización,
asuntos que los desastres de la mundialización han llevado a
la calle. El sujeto revolucionario surgirá de la confluencia
entre esa sensación de pérdida irreparable que comunican las
agresiones del Capital/Estado y la insurrección contra un
destino inacceptable.
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