“El profesor no es una víctima más de la Falsa Conciencia;
es un agente, que agrede, de la Conciencia Desalmada:
sabe lo que hace, y sigue adelante.”
Seguro que se dijo, pero no sé cuándo ni por quién
Mientras el monopolio de la “violencia física” legal recaía tradicionalmente en los aparatos represivos (Policía, Ejército) del Estado Capitalista, la “violencia simbólica” distinguía a los aparatos ideológicos (Escuela, Medios de Comunicación,...). Sin borrar este dualismo, el demofascismo ascendente está moviendo el dibujo.
La invisibilización contemporánea de los mecanismos de poder y la dulcificación paralela de las figuras de autoridad han provocado, en la esfera escolar, un progresivo abandono de los procedimientos coactivos directos, inmediatos, flagrantes, y una promoción compensatoria de las estrategias sutiles, mediadas, difusas, que caen de lleno en el campo de una “violencia simbólica depurada”.
Las “pedagogías blancas” coetáneas sobreutilizan la “violencia simbólica opaca” hasta extremos de holocausto... Los cinco aspectos que vertebran toda práctica escolar acentúan, en las escuelas “reformadas”, su índole veladamente agresiva, tornándola psicológica, lingüística, procedimental.
Partiendo de la violencia originaria que subyace al postulado de la “obligatoriedad de la asistencia” y que convierte a todo alumno en un “prisionero a tiempo parcial”, el temario, aún flexibilizado, cierra el círculo de una operación refinadamente agresora: instaura una policía de los discursos, un trabajo de selección de los referentes que vigila y pesquisa los intercambios comunicativos. En un tercer paso escalofriante, el sistema de la inducción amable “recluye” al estudiante en una “dinámica participativa”, “implicación” que ahuyenta, del horizonte hipotético de su resistir, el odiado momento de la pasividad (no-escuchar y no-hablar). “Activados”, los alumnos ejercen de “auto-profesores”. Tal “activación” constituye, en rigor, una auténtica carnicería simbólica, una denegación estrictamente abyecta de la libertad del individuo, degradado en marioneta, títere patético, cobaya en un laboratorio.
Esta caricatura de sujeto autónomo que llamamos “estudiante participativo” alcanza el paroxismo de la auto-agresión haciéndose cargo de su propio proceso evaluador. La violencia inherente a toda forma de “examen” es ahora desatada, contra sí, por la propia víctima (auto-calificación), o por el conjunto de las víctimas (calificación por el grupo, por la clase...), o por un “pacto de honor” entre el victimario y el victimado (evaluación “consensuada”).
Por último, esa forma de maltrato simbólico que se cifra en la mentira elaborada, en la engañifa surtida por la Administración, hace creer al estudiante que se le requiere para la gestión democrática del Centro. La infamia de las asambleas, inevitablemente dirigidas por los adultos, concluye el perfil de esta inicua psico-bio-política “educativa”: control “indoloro” de los cuerpos y de las mentes, gobierno “incruento” del obrar y del pensar de la juventud confinada.
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