El trabajo sirve para producir mercancías, o sea, para
crear valor, determinar acumulación de capital, y no para otra cosa. No
es verdad que el trabajo sirva para mejorar las condiciones de vida, y
en cualquier caso sólo es verdad como efecto colateral, secundario, no
como finalidad principal; en el mejor de los casos como subproducto.
Hasta tal punto es así, que en la actualidad esa característica se ha
reducido al mínimo y sigue reduciéndose.
No
es cierto que el trabajo sea útil para las personas; no hay peor
condición de vida que la esclavitud del trabajo asalariado (tanto es
así, que la lucha obrera contra el tiempo de trabajo es tan vieja como
el capitalismo), y los bienes útiles producidos no compensan ciertamente
la fatiga de producirlos, aunque los obreros los puedan poseer.
El
sistema de producción ha colonizado todos los sectores de la vida. Por
si no fuera suficiente la servidumbre impuesta por el trabajo, el
esclavo moderno sigue desperdiciando su tiempo en estúpidas y
anonadantes actividades de esparcimiento. Ningún momento de su vida
escapa al dominio del sistema que lo explota, más aún si cabe, incluso
durante el denominado “tiempo libre”. Cada instante de su vida, física y
psíquica, ha sido invadido, asaltado por “el mercado”. Es, pues,
esclavo a tiempo completo.
El
trabajo no sirve para «conseguir las cosas que necesitamos»: sirve para
obtener un salario que apenas permite sobrevivir, reproducirse y seguir
trabajando. Una teoría obrera de las necesidades bastaría, pues, para
liquidar toda ideología burguesa sobre el trabajo y sobre su «utilidad».
Y esta «teoría obrera de las necesidades» se resume así: LO QUEREMOS
TODO.
El discurso
sobre la contaminación (sería más apropiado llamarlo «nocividad
ambiental») está contenido en estos problemas. No puede existir una fábrica limpia, un trabajo limpio, un capitalismo limpio,
porque la ley del capitalismo es la mercancía y no las fábulas sobre la
humanidad. En efecto, para el capitalismo la naturaleza es una
prevaricación, no por rehuir las leyes de la propiedad —porque entonces
bastaría con un peaje— sino porque rehuye la ley del valor. Al capital
no le conviene que el sol sea «gratis», es algo que va contra su ley.
Desearía destruirlo o convertirlo en mercancía. No es maldad o
ignorancia, es regla. Si a los patronos les fuera posible apagar el sol y
transformar las reacciones nucleares que constituyen su poder
energético en un proceso industrial, el proceso se pondría en marcha
inmediatamente, porque el capital tiene aspiraciones totalizantes, y
como tal quiere imponer en todo la regla de la ley del valor. Es
evidente que no puede «apagar el sol», pero sí colocar un «contador de
luz» entre él y nosotros, cosa que está consiguiendo con la
comercialización de las «energías alternativas».
La
degradación generalizada de su medio ambiente, del aire que respira, de
la comida que consume y del espacio que transita; la extremada presión
de sus condiciones laborales y de la totalidad de su vida social son el
origen de las nuevas enfermedades del esclavo moderno. Su condición
servil es una enfermedad para la cual no existirá jamás ninguna
medicina, sólo la completa liberación del estado en el que se encuentra
permitiría al esclavo moderno reponerse de su sufrimiento, pues la
medicina capitalista no conoce otros remedios contra los males que
padece el esclavo moderno que la mutilación y el consumo. No ataca el
origen del mal sino sus consecuencias, porque la búsqueda de las causas
conduciría inevitablemente a la condenación implacable de la
organización social en su totalidad. No podemos luchar contra la
contaminación y la degradación del medio ambiente si no sabemos
previamente cual es el verdadero enemigo a abatir. No responderemos a
los llamamientos de la patronal contra la degradación ambiental, porque
ya estamos respondiendo, concretamente, con una lucha en un frente mucho
mayor en el que se encuentran el origen y las causas de dicha
degradación.
Así como
el sistema actual ha convertido cada elemento de nuestro mundo en
simple mercancía, también lo ha hecho con nuestro cuerpo, reducido a
objeto de estudio y experimentación para los seudo-sabios de la medicina
mercantil y de la biología molecular. Los amos del mundo ya están a
punto de patentar todo lo viviente. La secuencia completa del ADN del
genoma humano es el punto de partida de una nueva estrategia puesta en
marcha por el poder. La decodificación genética no tiene otra finalidad
que la de ampliar considerablemente las formas de dominación y de
control. Como tantas otras cosas, nuestro cuerpo ya no nos pertenece.
Al
esclavo moderno se le hurta la vida mediante su propia complicidad
porque la obediencia se ha convertido en su segunda naturaleza. Obedece
sin saber por qué, simplemente porque cree que tiene que
obedecer. Obedecer, producir y consumir, he ahí la trilogía que domina
su vida. Obedece a sus padres, a sus profesores y a sus patrones, a sus
propietarios y a sus mercaderes. Obedece la ley y a las fuerzas del
orden, obedece a todos los poderes porque no sabe hacer otra cosa.
No
hay nada que lo asuste más que la desobediencia, porque la
desobediencia es el riesgo, la aventura, el cambio. Así como el niño
entra en pánico apenas pierde de vista a sus padres, el esclavo moderno
se siente desorientado sin el poder que lo ha conformado tal cual es.
Por ello, continúa obedeciendo.
Si
cedemos ante los amos del mundo aceptando esta humillante y miserable
supervivencia, es principalmente por el miedo propagado por el poder,
cuya fuerza sin embargo no proviene de su policía, sino de nuestro
consentimiento. Así, justificamos nuestra cobardía a enfrentarnos
legítimamente contra las fuerzas que nos oprimen con un discurso lleno
de humanismo moralizador. El rechazo a la violencia revolucionaria está
anclado en los espíritus de aquellos que se oponen al sistema
defendiendo unos valores que el mismo sistema les ha enseñado, pero
cuando se trata de conservar su hegemonía, el poder no vacila nunca en
utilizar la violencia.
En
este sistema, la libertad no existe sino para aquellos que defienden
los imperativos mercantiles. Todo acto de rebelión o de resistencia
contra dichos imperativos es tomado por actividad desviada o
terrorista. La verdadera oposición al sistema dominante es, pues,
totalmente clandestina. Contra la oposición, real y militante, la
represión es la regla vigente, y el silencio de la mayoría frente a esta
represión es justificada por el propósito mediático y político de negar
el conflicto que existe en la sociedad real.
La
destrucción de la sociedad mercantil totalitaria no es un asunto de
opinión, es una necesidad innegable en un mundo que se sabe condenado.
Ya que el poder está en todas partes, es por todas partes y durante todo
el tiempo que hay que combatirlo.
La
reinvención del lenguaje, el trastorno permanente de la vida cotidiana,
la desobediencia y la resistencia son las palabras claves de la
rebelión contra el orden establecido. Pero para que de esta rebelión
surja una revolución hay que encaminar las subjetividades a un frente
común.
Es en la unidad de todas las
fuerzas revolucionarias que hay que obrar. Esta no se puede conseguir
más que siendo conscientes de nuestros fracasos pasados: ni el
reformismo estéril ni la burocracia totalitaria pueden ser una solución
para nuestra inconformidad. Se trata de inventar nuevas formas de
organización y de lucha.
La
autogestión en las empresas y la democracia directa a escala comunal
constituyen las bases de esta nueva organización que debe ser
anti-jerárquica, tanto en la forma como en el contenido.
Al poder no hay que conquistarlo, hay que destruirlo.
Jean-François Brient / Ettore Tibaldi / Loam
Extraído de: http://arrezafe.blogspot.com.es/
Efectivamente, el trabajo no sirve para «conseguir las cosas que necesitamos», pero tenemos una larga y ardua tarea que cumplir: DESTRUIR EL PODER.
ResponderEliminarSalud, cultura y anarquía!