Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

lunes, abril 21

El trabajo no sirve para «conseguir las cosas que necesitamos»

El trabajo sirve para producir mercancías, o sea, para crear valor, determinar acumulación de capital, y no para otra cosa. No es verdad que el trabajo sirva para mejorar las condiciones de vida, y en cualquier caso sólo es verdad como efecto colateral, secundario, no como finalidad principal; en el mejor de los casos como subproducto. Hasta tal punto es así, que en la actualidad esa característica se ha reducido al mínimo y sigue reduciéndose.

No es cierto que el trabajo sea útil para las personas; no hay peor condición de vida que la esclavitud del trabajo asalariado (tanto es así, que la lucha obrera contra el tiempo de trabajo es tan vieja como el capitalismo), y los bienes útiles producidos no compensan ciertamente la fatiga de producirlos, aunque los obreros los puedan poseer.

El sistema de producción ha colonizado todos los sectores de la vida. Por si no fuera suficiente la servidumbre impuesta por el trabajo, el esclavo moderno sigue desperdiciando su tiempo en estúpidas y anonadantes actividades de esparcimiento. Ningún momento de su vida escapa al dominio del sistema que lo explota, más aún si cabe, incluso durante el denominado “tiempo libre”. Cada instante de su vida, física y psíquica, ha sido invadido, asaltado por “el mercado”. Es, pues, esclavo a tiempo completo.

El trabajo no sirve para «conseguir las cosas que necesitamos»: sirve para obtener un salario que apenas permite sobrevivir, reproducirse y seguir trabajando. Una teoría obrera de las necesidades bastaría, pues, para liquidar toda ideología burguesa sobre el trabajo y sobre su «utilidad». Y esta «teoría obrera de las necesidades» se resume así: LO QUEREMOS TODO.

El discurso sobre la contaminación (sería más apropiado llamarlo «nocividad ambiental») está contenido en estos problemas. No puede existir una fábrica limpia, un trabajo limpio, un capitalismo limpio, porque la ley del capitalismo es la mercancía y no las fábulas sobre la humanidad. En efecto, para el capitalismo la naturaleza es una prevaricación, no por rehuir las leyes de la propiedad —porque entonces bastaría con un peaje— sino porque rehuye la ley del valor. Al capital no le conviene que el sol sea «gratis», es algo que va contra su ley. Desearía destruirlo o convertirlo en mercancía. No es maldad o ignorancia, es regla. Si a los patronos les fuera posible apagar el sol y transformar las reacciones nucleares que constituyen su poder energético en un proceso industrial, el proceso se pondría en marcha inmediatamente, porque el capital tiene aspiraciones totalizantes, y como tal quiere imponer en todo la regla de la ley del valor. Es evidente que no puede «apagar el sol», pero sí colocar un «contador de luz» entre él y nosotros, cosa que está consiguiendo con la comercialización de las «energías alternativas».

La degradación generalizada de su medio ambiente, del aire que respira, de la comida que consume y del espacio que transita; la extremada presión de sus condiciones laborales y de la totalidad de su vida social son el origen de las nuevas enfermedades del esclavo moderno. Su condición servil es una enfermedad para la cual no existirá jamás ninguna medicina, sólo la completa liberación del estado en el que se encuentra permitiría al esclavo moderno reponerse de su sufrimiento, pues la medicina capitalista no conoce otros remedios contra los males que padece el esclavo moderno que la mutilación y el consumo. No ataca el origen del mal sino sus consecuencias, porque la búsqueda de las causas conduciría inevitablemente a la condenación implacable de la organización social en su totalidad. No podemos luchar contra la contaminación y la degradación del medio ambiente si no sabemos previamente cual es el verdadero enemigo a abatir. No responderemos a los llamamientos de la patronal contra la degradación ambiental, porque ya estamos respondiendo, concretamente, con una lucha en un frente mucho mayor en el que se encuentran el origen y las causas de dicha degradación.

Así como el sistema actual ha convertido cada elemento de nuestro mundo en simple mercancía, también lo ha hecho con nuestro cuerpo, reducido a objeto de estudio y experimentación para los seudo-sabios de la medicina mercantil y de la biología molecular. Los amos del mundo ya están a punto de patentar todo lo viviente. La secuencia completa del ADN del genoma humano es el punto de partida de una nueva estrategia puesta en marcha por el poder. La decodificación genética no tiene otra finalidad que la de ampliar considerablemente las formas de dominación y de control. Como tantas otras cosas, nuestro cuerpo ya no nos pertenece.

Al esclavo moderno se le hurta la vida mediante su propia complicidad porque la obediencia se ha convertido en su segunda naturaleza. Obedece sin saber por qué, simplemente porque cree que tiene que obedecer. Obedecer, producir y consumir, he ahí la trilogía que domina su vida. Obedece a sus padres, a sus profesores y a sus patrones, a sus propietarios y a sus mercaderes. Obedece la ley y a las fuerzas del orden, obedece a todos los poderes porque no sabe hacer otra cosa.
No hay nada que lo asuste más que la desobediencia, porque la desobediencia es el riesgo, la aventura, el cambio. Así como el niño entra en pánico apenas pierde de vista a sus padres, el esclavo moderno se siente desorientado sin el poder que lo ha conformado tal cual es. Por ello, continúa obedeciendo.
Si cedemos ante los amos del mundo aceptando esta humillante y miserable supervivencia, es principalmente por el miedo propagado por el poder, cuya fuerza sin embargo no proviene de su policía, sino de nuestro consentimiento. Así, justificamos nuestra cobardía a enfrentarnos legítimamente contra las fuerzas que nos oprimen con un discurso lleno de humanismo moralizador. El rechazo a la violencia revolucionaria está anclado en los espíritus de aquellos que se oponen al sistema defendiendo unos valores que el mismo sistema les ha enseñado, pero cuando se trata de conservar su hegemonía, el poder no vacila nunca en utilizar la violencia.

En este sistema, la libertad no existe sino para aquellos que defienden los imperativos mercantiles. Todo acto de rebelión o de resistencia contra dichos imperativos es tomado por actividad desviada o terrorista. La verdadera oposición al sistema dominante es, pues, totalmente clandestina. Contra la oposición, real y militante, la represión es la regla vigente, y el silencio de la mayoría frente a esta represión es justificada por el propósito mediático y político de negar el conflicto que existe en la sociedad real.

La destrucción de la sociedad mercantil totalitaria no es un asunto de opinión, es una necesidad innegable en un mundo que se sabe condenado. Ya que el poder está en todas partes, es por todas partes y durante todo el tiempo que hay que combatirlo.
La reinvención del lenguaje, el trastorno permanente de la vida cotidiana, la desobediencia y la resistencia son las palabras claves de la rebelión contra el orden establecido. Pero para que de esta rebelión surja una revolución hay que encaminar las subjetividades a un frente común.
Es en la unidad de todas las fuerzas revolucionarias que hay que obrar. Esta no se puede conseguir más que siendo conscientes de nuestros fracasos pasados: ni el reformismo estéril ni la burocracia totalitaria pueden ser una solución para nuestra inconformidad. Se trata de inventar nuevas formas de organización y de lucha.
La autogestión en las empresas y la democracia directa a escala comunal constituyen las bases de esta nueva organización que debe ser anti-jerárquica, tanto en la forma como en el contenido.

Al poder no hay que conquistarlo, hay que destruirlo.


Jean-François Brient / Ettore Tibaldi / Loam

1 comentario:

  1. Efectivamente, el trabajo no sirve para «conseguir las cosas que necesitamos», pero tenemos una larga y ardua tarea que cumplir: DESTRUIR EL PODER.

    Salud, cultura y anarquía!

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