Y no es que creamos a priori que
los organizadores sean mercaderes declarados o tipos ególatras,
iluminados e incomprendidos genios ocupando un merecido espacio en el
debate cultural. No. Lo que ocurre es que la cultura en general, y el
arte en particular, han devenido en cadáveres mil veces ultrajados por
la necrofilia especialista. Lo que ocurre es que, siguiendo a Marx, bajo
el régimen de propiedad privada capitalista el arte cae bajo la “ley
general de la producción”, que configura una contradicción –cada vez más
sofisticada en nuestros días– entre arte y capitalismo, producción
mercantil y libertad de creación.
No obstante este hecho no es nuevo y los eventos mencionados no son más que ramplonas manifestaciones de un fenómeno históricamente constituido.
Las primeras colecciones de arte
comienzan a conformarse en el siglo XVI. Se inician como encargos de la
nobleza, viajes de compra (tours, de los que deriva la palabra turismo),
pero no es sino hasta la consolidada burguesía del siglo XIX cuando el
coleccionismo masivo se hace patente y se vuelve grotesco en el siglo
pasado con el sistemático saqueo nazi y la política de compra de arte
patrocinada por el gobierno norteamericano tras la Segunda Guerra
Mundial. Sin duda, el interés que movía a unos y otros, burgueses y
burócratas, “totalitarios” y “demócratas”, era la misma: acumular
capital simbólico, status, prestigio social o nacional, incentivar el
turismo cultural (que expande la tercerización del trabajo hasta hoy).
En otras palabras, la posesión de una mercancía de alto valor de cambio,
nulo valor de uso; inservible, pero decorativa.
Tras la revolución burguesa de 1789, el artista se vio arrojado al mercado, tal como el resto de los artesanos (en progresiva proletarización); ahora con una libertad que realizar, pero lanzado al reino de la mercancía, en el que sus antiguos clientes cautivos (reyes, nobles, monasterios, iglesias, palacios, salones) ahora son quienes ponen los precios. Porque la nueva mentalidad exigió un mercado del arte, que separó a los artistas de su obra, mitificó al “genio” y la “obra maestra”, elitizó el acceso y producción de arte, alejó progresivamente a la clase embrutecida en largas jornadas de trabajo de las discusiones en torno a él, alimentó las apariencias y se coronó como la más siniestra de las mercancías hasta nuestros días.
Simplificando, en este escenario al artista le quedaban dos caminos: convertirse en el actual artista de becas y subvenciones del poder, la caricatura del artista “crítico” y profesional o, en el marco de la relativa autonomía, independencia y originalidad del desarrollo artístico, llegar a la conclusión de que es hora de cambiar la vida, más allá de lo estrictamente estético e integrar sus investigaciones a la lucha del proletariado por la destrucción de la sociedad de clases, es decir, integrarse a la crítica unitaria de las condiciones de vida, transformar el mundo, cuestionando la propia significación de la actividad artística y la de los contemporáneos, y las condiciones de la vida, en general.
Y no es que creamos que los/as artistas
son una lacra. Es un sistema que los/as controla de manera objetiva y
subjetiva, mimándolos y disociándolos del conjunto social, el que los
hace no llevar la crítica hasta la raíz. A pesar de eso, sabemos que la
complacencia frívola y el éxito (Warhol, el trivial mercader por
excelencia, como ícono), motivan la reproducción del modelo de vida y la
integración y recuperación de los posibles “revoltosos” al engranaje.
Las vanguardias históricas, especialmente el futurismo, dada y el surrealismo, fueron potentes gestos negadores de la triste historia garabateada más arriba, pero más triste resulta ver convertida hoy su lucha en una mercancía más, en decoración de museos, en vestigios de un asalto nunca perpetrado con éxito. ¿Qué pensaría el fantasma de Breton sobrevolando la galería Sotheby’s en 2008, cuando se pagaron 3,2 millones de euros por nueve de sus manuscritos? Las vanguardias idearon y difundieron nuevos valores subversivos, pero fueron rápidamente trivializados por el poder dominante. La clave estuvo en lo mismo: esterilizar los descubrimientos al separarlos de la investigación global y de la crítica total. El mecanismo comercial y la especialización alejaron estos elementos del proletariado, evitando así la comprensión y utilización de estos gestos potencialmente revolucionarios por parte del movimiento obrero. Luego de esto, la mayoría de los artistas han optado por la primera de las opciones anteriormente enunciadas.
Las vanguardias nos dieron la posibilidad de negarlo todo y recomenzar. Hoy los artistas ni siquiera niegan, tan solo buscan y describen la miseria que encuentran o entregan elementos para una evasión colorida. Una crítica que se aísle del todo antagónico, que no entregue posibilidades, que hoy no pueden ser sino radicales, es reaccionaria. En el actual estado de descomposición del arte, nada mejor que enterrar el cadáver mil veces ultrajado: la crítica radical del mismo y del mundo como la mejor obra de arte, el comienzo de la obra de arte total.
¿Qué podría parecernos más bello que la propagación e intensificación del incendio y el derrumbe de las condiciones actuales de sobrevivencia humana?
Titulo original "Miserias de la industria cultural". Extraído de la revista Comunismo Difuso 2&3.
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