Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

viernes, septiembre 9

Esclavos tecnológicos

Todos los días aparecen en los medios de prensa, en forma de campañas publicitarias disfrazadas de noticias, presentaciones de nuevos y maravillosos aparatos electrónicos. Pantallas táctiles, consolas que no precisan ni mando, diseños que hace diez años ni los más locos soñaban pueblan ahora los hogares, los bolsillos y las revistas. Estos pequeños apa-ratos se han convertido en el objeto de pasión y culto de millones de personas en los países "avanzados". Pero existe una realidad cruel y despiadada detrás de todos estos magníficos aparatos que rara vez sale a la luz. En ninguna caja de embalaje se da cuenta de la realidad de las personas que han construido aquel in-genio, e inconscientemente pensamos que aquella maravilla debe haber sido fabricada en algún país industrializado, en líneas de pro-ducción modernas y casi de película de cien-cia ficción. La realidad no es esa. En contadas ocasiones alguna noticia salta a las primeras planas y nos devuelve a la realidad. Los re-cientes y múltiples suicidios en Foxconn, factoría que produce aparatos para Apple Inc. en China, son la excepción dada la repercusión misma de los productos del gigante de Cupertino y de su carismático líder Steve Jobs.
La realidad es desastrosa, pues Foxconn no es una excepción sino que es la tónica general. La fabricación de aparatos electrónicos, el ansia por competir en precios cada vez más bajos para "el primer mundo" y el desprecio absoluto al ser humano por parte de las grandes multinacionales ha llevado a tierras asiáticas el sistema laboral más cercano al esclavismo. Todos los gigantes de la electrónica, Apple, HP, Dell, IBM... han trasladado sus cadenas de producción a los países del sureste asiático en busca de salarios irrisorios, ausencia absoluta de lucha sindical y derechos laborales y cantidades ingentes de mano de obra de la que aprovecharse. Las altísimas tasas de paro, especialmente femenino, la dureza de la vida rural y la pobreza de sus países de origen son el caldo de cultivo para millones de obreros esclavizables. Estas obreras, la mayoría mujeres sin formación, son engañadas por empresas que las trasladan en grupos a barrios deshabitados donde las hacinan y controlan para luego subcontratarlas a las grandes factorías.

Ciudadanos de Nepal, Bangladesh o Indonesia viven en condiciones insalubres en suburbios malayos. Realizan jornadas laborales de hasta doce horas y seis días a la semana por sueldos mensuales que rara vez llegan a los 200 euros. Son obligados a mantener ritmos frenéticos de producción sin las más mínimas medidas de higiene o seguridad laboral bajo las amenazas de sus patronos opresivos. Desarrollan su jornada sin la necesaria protección que les defienda de los gases nocivos de metales pesados de las soldaduras que inhalan. Su constante diaria son las amenazas por mantener un volumen de producción mayor al humanamente posible sin protestar por su situación. Todos ellos han contraído grandes deudas bancarias en sus países de origen de hasta 1.000 euros para poder optar a un mísero puesto de trabajo y un permiso de cinco años en un país extranjero que en ningún momento les garantiza que no vayan a ser despedidos. En el caso de que no puedan pagar la deuda, sus familiares, avalistas de este sistema criminal, perderán sus pocas posesiones. Se han convertido en trabajadores forzosos, que con la falsa ilusión de salir de una situación de penuria se encuentran entre la espada y la pared. O tragan con un sistema explotador por un sueldo irrisorio o sus familiares serán desposeídos de sus escasas tierras o viviendas. Mediante este sistema se perpetúa en unas condiciones de pobreza a un amplio estrato de la población, lo que asegurará mano de obra barata y dócil para patronos sin entrañas. Aquél obrero que no traga con las injusticias de su vida actual y que clama por cambios y mejoras es despedido, pues siempre hay más de los que abusar.

Incluso hay una cara peor de la industria tecnológica: El reciclado de los componentes y las materias primas que los forman. Gran parte de todo el material electrónico que se desecha termina en centros de reciclaje en suburbios del tercer mundo. Lugares similares a vertederos, pero poblados de circuitos integrados y condensadores en lugar de restos orgánicos o envases. Niños y mujeres suelen ser la mano de obra de estos lugares. Su labor es extraer el oro o el platino de la circuitería para que vuelvan a ser empleados en las cadenas de producción. Utilizan para realizar su muy mal pagado trabajo productos altamente tóxicos y corrosivos que usan sin una mínima protección. Inhalar estas sustancias venenosas les causarán estragos en su salud. Cuando enfermen no tendrán un sistema sanitario más o menos eficiente, ni derecho a una baja laboral, ni un seguro que les cubra a ellos y sus familiares. Trabajarán hasta enfermar y luego serán reemplazados por otros. Morirán de los efectos nocivos del trabajo que realizaron de forma casi esclava, en condiciones infrahumanas.

Todos estos obreros son privados de una vida decente, contratados por sueldos paupérrimos, con jornadas interminables y sin las medidas mínimas de seguridad laboral en pos del avance de la sociedad industrializada y tecnificada. No se valora ni su salud ni sus derechos más elementales. Como aquella imágenes de la película de Fritz Lang "Metrópolis", marchan cabizbajos en línea a su puesto en la fábrica hundida en las profundidades de la ciudad mientras, en la parte alta, los ricos disfrutan de las comodidades y del progreso. Poco ha cambiado desde aquella visión distópica de Fritz Lang en los años 20. Más bien parece que se haya luchado por hacerla realidad. La diferencia entre el mal llamado primer mundo y los países pobres se acentúa. Cada día son más las empresas que trasladas líneas de producción de todo tipo a estos países. Buscan abaratar tanto como les sea posible los costes de producción al precio humano que sea necesario. Cuentan con el beneplácito de los gobiernos, que anteponen los beneficios de las corporaciones a los derechos de sus ciudadanos.

Estos obreros, iguales nuestros, mueren por culpa del ansia consumista de un primer mundo deslumbrado por las pequeñas pantallas de sus maravillosos teléfonos y televisores de plasma. Un primer mundo que demanda cada día más aparatos tecnológicos y más baratos está llevando a campos de trabajo, campos de muerte, a miles de sus iguales. En nuestra mano también está ayudar a cambiar esta situación. No podemos permanecer de brazos cruzados mientras nuestros compañeros se dejan la salud por un salario indigno para mayor beneficio de unos pocos. La movilización obrera está por encima de las fronteras en las que no creemos, las etnias o las costumbres.
En nosotros está la causa de su dolor y la llave para soltar sus cadenas.

Yvonne Sagan 

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