¿Qué tal? Esta es la carta del director de Salvaje nº 24, que por algún motivo al algoritmo de Instagram no le ha gustado y la ha capado. Espero que a ti te guste más, y si es así, la compartas.
De toda la explosión de vida que me abofeteó este enero en mi primera visita a las Canarias, las muestras que más me impactaron, entre laurisilvas y bosques de pino canario, fueron un pequeño liquen azul adosado a una piedrecita volcánica en las Minas de San José del Teide, donde la NASA entrena a sus sondas por su parecido con Marte, y un draguito que crecía en el tubo de ventilación de la cocina de un restaurante. En las islas de la eterna primavera, florecer es la ley.
Se habla mucho de la fragilidad de la vida, de cómo en un instante, en un despiste al cruzar una calle, en un resfriado mal curado, se puede quebrar toda una existencia. Pero los frágiles somos los seres vivos, no la vida. La vida es implacable. La vida es una exminera leonesa a la que expulsaron de los Ángeles del Infierno por mal comportamiento, con un tatuaje en el cuello que pone “para que llore mi madre que llore la tuya”, y en el muslo la cara de Bambino (es una romántica).
La primavera nos recuerda que la vida es explosión, contagio, obsesión ciega por seguir expandiéndose en su esplendor geométrico. Trillones de ensayos de prueba y error sucediendo cada segundo, en cada bacteria, cada hongo, cada virus, cada célula desde hace 4.500 millones de años. Algunas ideas aciertan, como los cangrejos, otras pifian, como los alérgicos al queso, pero son siempre distintas, inauditas, locas. Mil caballos desbocados con el morro en llamas abriendo nuevos caminos en el bosque, pisoteando lo conocido, lo establecido, lo previsible.
Decía el antropólogo David Graeber que el objetivo del neoliberalismo es, ante todo, llevarnos a la desesperación para que creamos que no hay alternativa posible. Normal que los capitalofascistas odien la vida: su visión es la de un mundo estanco, estático, dedicado al único proceso de quemarlo todo y acumular sus cenizas en unos pocos bolsillos, el rostro de un rider de Glovo aplastado por la rueda de un Tesla ardiendo, para siempre.
La guerra presente contra el tecnofascismo es la guerra contra la antivida; por eso, la manera de participar en ella es emular a la evolución e inundar el mundo con posibilidades. Nuestro rol debe ser parir ideas deslumbrantes, absurdas, imposibles, crear con nuestras acciones la sopa primigenia de la que surjan un colibrí, una amanita, una secuoya. Plantar semillas de extrañas flores que crezcan en los respiraderos, en las tejas, en las grietas de la nada bajo la que ellos quieren enterrar la inteligencia, la creatividad, la compasión, el amor
a la vida y a su canción infinita.
Guillermo.
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