Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, abril 24

Aceite de palma, violencia, escasez... y mujeres en resistencia


 

En comunidades campesinas asediadas por el monocultivo de palma aceitera en Colombia, las mujeres sostienen los procesos de resistencia, comenzando por el más elemental de todos: el cuidado de la vida de la comunidad. 

 

En Marialabaja (Colombia), las necesidades alimentarias se resuelven diariamente gracias al trasiego cotidiano de las mujeres, que pasan la mañana circulando de una casa a la otra. Fernanda pasa por la casa de Meliza y recoge una diminuta bolsa con la ración de aceite que necesita para preparar el almuerzo; Meliza va a la casa de su madre, doña Gabriela, para llevarse un pescado; una vecina trae unas yucas y un plátano de su cosecha para que Meliza lo comparta con sus hermanas. Entre todas, logran que todo el mundo coma, no solo en sus hogares sino en la comunidad. Porque, como le escucho una tarde a Alfredo, “lo que no se ha visto en estas veredas ha sido la indigencia”. Aquí, en territorios rurales donde perviven formas de vida comunitarias que se han ido descomponiendo en otros lugares mejor adaptados al avance del orden neoliberal, lo poco que hay se comparte, porque esa es la clave de la supervivencia.

Vereda es el nombre que reciben en Colombia las pedanías; y esta vereda de Marialabaja, un municipio de la región de los Montes de María, en el Caribe colombiano, es una de las que más impactadas por la súbita llegada a la región, dos décadas atrás, del monocultivo de palma aceitera, que socavó las economías campesinas de las comunidades campesinas y afrodescendientes. A la rápida expansión de las plantaciones de palma antecedió la incursión del paramilitarismo, que obligó a huir a miles de personas, dejando atrás sus casas, sus tierras y sus vidas.

Al volver, meses o años después, cuando pensaban que todo estaría más tranquilo, descubrieron que en las tierras antes destinadas al pancoger —así se refieren en Colombia al cultivo de alimentos para el autoconsumo, como el ñame, la yuca o el maíz— ahora solo había hileras de palma, ordenadas como si se tratase de una fábrica al aire libre. Fue entonces, cuentan las campesinas afrodescendientes de Marialabaja, que comenzó a reinar la escasez donde antes había abundancia. Llegó la escasez de agua y alimento en estas tierras conocidas como la despensa de la región: los agroquímicos y las plagas que trajo consigo el monocultivo relegaron a un lugar marginal los cultivos de ñame, yuca y maíz, así como los huertos de verduras y hortalizas, el pescado otrora abundante e incluso los árboles frutales.

Desde entonces, Fernanda, Meliza, Gabriela y muchas otras como ellas se las apañan para que a nadie le falte un plato de comida, aunque a veces escaseen las proteínas o las vitaminas en su dieta. La provisión de agua es, en estas veredas, la tarea más pesada con la que cargan las mujeres, un peso que recae literalmente sobre sus cabezas. Existe una precaria red de tuberías que llevan agua a las casas, pero no es agua potable: es de la represa cercana, que llega tan sucia que no hay en el pueblo mujer que se libre de picores vaginales. Asimismo, abundan múltiples enfermedades estomacales y dermatológicas. Las mujeres de Marialabaja lo atribuyen a los agroquímicos que se aplican a la palma porque, aseguran, el agua estaba mucho más limpia antes de la llegada del monocultivo. 

Además, antes de la palma podían beber agua de los pozos artesanales que había en la comunidad; esos mismos que se secaron por la enorme cantidad de agua que absorbe el monocultivo palmero. Así que el agua que llega en las tuberías se destina a la higiene personal y la limpieza, mientras que, para beber, las mujeres deben proveerse de agua que recogen del lugar de la represa, donde el agua está menos turbia. Está lejos de ser potable, pero en algunas casas cuentan con filtros que les consiguió una oenegé europea. En otras, no. Y las hay que ni siquiera agua sucia reciben en tuberías, porque un día se estropearon y nadie llegó a arreglarlas.

Cocinar y abastecer al pueblo de agua limpia, pero también barrer los patios, cuidar de los animales que aún son criados en los patios, limpiar el pescado cuando algo hay, criar a los niños, limpiar la casa y quemar la basura, porque a estas veredas no llega el camión de la basura y algo tienen que hacer con los desechos. Son actos cotidianos, invisibilizados, que sostienen la vida en las comunidades de Marialabaja y permiten que estas resistan, que sigan siendo campesinas, que haya todavía quien preserve un pequeño pedazo de tierra para seguir cultivando yuca y ñame. Para que esos saberes y esos sabores no se pierdan. Porque, como dice un campesino orgulloso en estas veredas: “Cada año salen cientos de ingenieros agrónomos de una facultad de Ingeniería, pero para que haya un campesino hacen falta generaciones enteras, porque eso no está en los libros”. Es un saber que se aprende con el cuerpo, a través de la experiencia.

Cuidar es un acto político

Las mujeres sostienen la vida en las veredas de Marialabaja, pero también están al frente de diversos procesos comunitarios que reclaman al Estado mejores condiciones de vida. Por la casa de Meliza, que tiene dos puertas y ambas siempre abiertas de par en par, pasan diariamente varias personas preguntando dudas de lo más variopintas. A veces, para rellenar un formulario y pedir una yuca. Otras, para preguntar por el pozo artesanal que ella abrió en su patio, pero que se secó pronto. Cuando no, por un consejo, para tomar un tinto —un café solo— y compartir recuerdos de los tiempos difíciles que ellas adornan con risas.

El orden patriarcal niega el valor de las tareas de cuidado al tiempo que las asigna a las mujeres. Estas tareas no son apenas valoradas: son invisibles, a pesar de que son absolutamente esenciales para el cuidado de la vida y para la propia existencia de la comunidad. También se les niega su carácter eminentemente político: “Las mujeres han estado en todos los conflictos, anónimas e indispensables. Pero, desde una lectura patriarcal de qué son las luchas y qué es político, se ocultan sus activismos, así como el trabajo reproductivo y de cuidado. Se olvida que la práctica política surge en la cotidianidad”, apunta Helena Silvestre, militante afroindígena en favelas y ocupaciones de tierras de São Paulo.

 “En las ocupaciones de tierras y en las favelas, las mujeres siempre tuvieron un lugar silencioso, pero imprescindible. No existe comunidad sin el trabajo de las mujeres”, añade Silvestre. Porque, sea en las comunidades rurales o en las periferias de las grandes urbes, las tareas domésticas no se desarrollan de puertas adentro, sino que salen a la calle y se resuelven colectivamente. Las ‘ollas populares’, también conocidas como ‘ollas comunes’, se despliegan en barrios populares de países como Chile, Argentina y Perú, cuando las mujeres se organizan para cocinar y dar de comer a todo el colectivo. Una vez más, lo poco que hay se reparte. Porque estas mujeres saben que no es una opción quedarse esperando a que el Estado resuelva los problemas. Y estas luchas “encierran una identidad colectiva, constituyen un contrapoder y abren un proceso de autovaloración y autodeterminación del cual tenemos mucho que aprender”, escribe Silvia Federici en Reencantar el mundo. Feminismo y Política de los comunes (Traficantes de Sueños, 2020).

Estos procesos permiten observar cómo se interseccionan las dimensiones de raza, género y clase en el avance del modelo extractivista y necropolítico que está en la base del sistema de producción, distribución y consumo en el que estamos inmersas. Por eso, como plantea la economista alemana Maria Mies en Patriarcado y acumulación (Traficantes de Sueños, 2019), un movimiento de liberación feminista debe redescubrir las relaciones concretas entre personas que ocultan las mercancías, trazando la historia que hay por detrás de tales mercancías: cómo las historias de muerte y destrucción que a su paso deja la palma de aceite en países como Colombia, Ecuador o Indonesia. 

La violencia se escribe sobre el cuerpo de las mujeres

Mientras tanto, las mujeres son víctimas también de la violencia con la que avanza el modelo extractivista sobre territorios como Marialabaja. En Colombia, en el marco del conflicto armado, más de 875.000 mujeres sufrieron violencia sexual entre 2010 y 2015. Solo un 22% lo denunció, según Oxfam. “A las mujeres nos ha tocado la peor parte. Unas perdimos el marido y nos tocó ese rol de sacar adelante todo. Muchas fuimos víctimas de violencia sexual. Muchas ni han podido denunciar. Eso es un dolor profundo, y un trauma que es físico, que está muy adentro”, cuenta Danilia en Marialabaja.

Es un precio más, un precio muy alto, que pagan las mujeres de Marialabaja por la expansión del monocultivo de palma de aceite. Dice Willy, un campesino, que “violencia y palma, eso viene muy amarradito”. En el pueblo todos saben que los paramilitares que sembraron el terror en los Montes de María, entre 1998 y 2003, eran los mismos que por el día se paseaban con uniformes militares, y por la noche los cambiaban por los uniformes de los grupos de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Igualmente es sabido en Colombia la relación de las AUC con el expresidente Álvaro Uribe Vélez, y ha sido ampliamente estudiado cómo la estrategia del terror paramilitar se ha colocado desde hace décadas al servicio del avance de actividades extractivas vinculadas a capitales locales y trasnacionales.

Dos décadas después, permanece el hostigamiento de los paramilitares frente a los campesinos. Por eso, los nombres que aparecen en este artículo son falsos, y tampoco se detalla el nombre de la vereda donde se recogió esta información. En toda Colombia, y con más virulencia en regiones como los Montes de María, el pasado 20 de enero, la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ) denunció que la población de El Salado lleva meses sufriendo amenazas a través de sus teléfonos móviles, de panfletos y grafitis en los que los paramilitares instan al desplazamiento forzado de líderes sociales y defensores del territorio. Llegan incluso a amenazar con repetir la brutal masacre de febrero del año 2000, que dejó un centenar de muertos en El Salado.

La violencia, que siempre estuvo ahí, vuelve a desbocarse en Colombia, donde la situación de excepcionalidad que deja pandemia ha coincidido con el gobierno uribista de Iván Duque. Según la Oficina de la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, en 2020 se produjeron en el país 66 masacres que dejaron 255 muertes, el doble que el año anterior. Y el motivo sigue siendo el mismo: expandir un modelo económico que favorece a unos pocos, destruyendo las economías campesinas que podrían dar las claves para una forma de vida más sostenible y más justa.

  

cofundadora del proyecto Carro de Combate.

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