Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, marzo 15

Si no entiendes la rabia, es que ya estás muerto


La rabia forma parte de nosotros, de cualquier ser emocional. Está ahí y hay que saber utilizarla, sobre todo, hay que saber para qué utilizarla. Desde cualquier institución de la sociedad democrática (sea la escuela, los medios de información o cualquier gurú psi del siglo XXI) te conminarán a gestionarla, a expulsarla lejos de ti para poder crecer como persona y convertirte en alguien mejor. Luego te sonreirán y te apuntaran en la lista de incautos ciudadanos ejemplares de la que formamos parte casi todos. Nuevamente, obrarán su magia y tú saldrás convencido de que todo está en ti. Sin embargo las causas seguirán ahí y tarde o temprano volverán. La frustración y la percepción de injusticia son los precursores habituales de la rabia, por tanto, no hace falta ser muy espabilado para comprender que las toneladas de injustica sobre las que se edifica la sociedad moderna no dependen de uno mismo para ser erradicadas, hace falta más, muchísimos más. No sería difícil que cualquiera de nosotros estableciera un listado con una docena de cuestiones (desde las más cercanas hasta las más lejanas si es que se puede hacer esta distinción en un mundo tan globalizado donde todo nos afecta a todos) en las que perciba claramente la injusticia. Probablemente, algunas de ellas nos frustren y, otras tantas, nos indignen. Cuando estas cuestiones se van acumulando, la rabia aparece y se hace necesario tomar partido.

Existen diferentes vías para hacerlo, mejor dicho se nos ofrecen diferentes vías. Desde lo personal a lo global. Si todo falla, queda el camino institucional porque en toda sociedad democrática existe la forma de cambiar el estado de las cosas: vota, afíliate, manifiéstate… pero hazlo siempre dentro de un orden, dentro del marco que otros han establecido. Pero si quieres darte cuenta, pronto descubres que todo eso es una vía muerta, no lleva a ningún lugar. Cambian las personas, los partidos, las leyes, lo que quieras, pero el resultado siempre es el mismo: tú pierdes. Todos lo sabemos. Y la rabia aumenta.

Hace tiempo, podías conformarte, aceptar el papel de comparsa y tratar de seguir con tu vida mientras el futuro esplendoroso que te prometían llegaba. Pero pasaron las generaciones y las promesas se han desvanecido. La precariedad se ha convertido en el modo de vida habitual, la exclusión y la marginalidad son el pan de cada día para cada vez más gente que por toda respuesta obtiene la indiferencia social (en el mejor de los casos) o la represión, física, legal, económica… (en el resto de casos). Y la rabia aumenta.

Y no sólo aumenta, sino que se extiende. Los que se creían a salvo, los que se consideraban ejemplares porque siempre hicieron lo que estaba mandado, descubren que también van a caer. Que ya están cayendo, que no tienen nada que ofrecer a las generaciones venideras porque nada tienen ya. Y la rabia aumenta.

Y llega el día que desborda. Una simple chispa que enciende la mecha y el orden salta por los aires. La rabia toma la vida para posibilitar que nos volvamos a sentir humanos, con esperanza en algo mejor. Cuando esto ocurre ya no importa qué fue lo que encendió la mecha, sino lo rápido que se propaga el fuego, la amplitud de la onda expansiva. Aparecen sentimientos y emociones que creíamos olvidados, que ya no existían y las fuerzas surgen de donde no las había. Lo que parecía improbable, se torna real y lo que parecía imposible, empieza a atisbarse en el horizonte, tomando forma. En ese momento, las normas preexistentes dejan de tener valor, la justicia deja de estar ligada a la ley para aparecer en su verdadera forma: la solidaridad entre iguales. Es en esos instantes en que la rabia recorre su camino y deja ver el verdadero rostro que aguarda al final de ese camino: la libertad.


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