El reciente escrito de Raoul Vaneigem -un autor que “apuesta por la radicalización espontánea de los individuos y las colectividades”, tal como dice en su último libro- tiene suficientes elementos de debate sobre el momento crítico actual para merecer una amplia difusión.
El traductor, Miguel Amorós
Aquí estamos ¡al comienzo de todo!
Los bruscos ataques de la libertad a la hidra capitalista que la asfixia, hacen que el epicentro de las perturbaciones sísmicas fluctúe sin parar. Los territorios mundialmente afectados por el sistema del beneficio privado quedan expuestos al desencadenamiento de movimientos insurreccionales. La conciencia se ve forzada a correr tras oleadas sucesivas de acontecimientos, reaccionando ante constantes conmociones, paradójicamente previsibles e inesperadas.
Dos realidades combaten entre sí, enfrentándose con violencia. Una es la realidad de la mentira. Beneficiándose del progreso tecnológico, trata de manipular a la opinión pública en provecho del poder establecido. La otra es la realidad de la vida cotidiana de la población.
Por un lado están las palabras hueras de la jerga de los negocios que muestran la importancia de las cifras, los sondeos y las estadísticas; que pululan en falsos debates cuya proliferación sirve para ocultar los verdaderos problemas: las reivindicaciones existenciales y sociales. Los ventanales mediáticos de la mentira vierten todos los días un montón de trapicheos y conflictos de intereses triviales que no nos interesan, pero cuyas consecuencias negativas nos afectan. Sus guerras de devastación rentable no son las nuestras; no tienen más objeto que disuadirnos de llevar a cabo la única guerra que nos concierne, la guerra contra la inhumanidad propagada mundialmente.
Por ese mismo lado, de acuerdo con la absurda verdad de los dirigentes, las cosas son claras: el reivindicar los derechos del ser humano es propio de la violencia antidemocrática. La democracia consistiría pues en reprimir al pueblo, lanzando contra él a una horda de policías que, al desenvolverse en la impunidad garantizada por el gobierno y los candidatos de una oposición ávida en sucederle, incita a conductas fascistizantes. ¡Imagínense solamente los cánticos de los zombis mediáticos si se diera el caso de que la inmolación por el fuego de una víctima de la pauperización desembocara en el incendio del sistema responsable!
Por otro lado, la realidad vivida por el pueblo es igual de clara. Nunca admitiremos que pueda reducirse a objeto de transacciones comerciales la losa del trabajo mal remunerado, la presión burocrática que aumenta las tasas y disminuye el montante de las pensiones y las conquistas sociales, la presión salarial que reduce la vida a una estricta supervivencia. La realidad vivida no es un número, es un sentimiento de indignidad, es la sensación de no ser nada entre las garras del Estado, un monstruo que se encoge como la piel de zapa ante el drenaje de las malversaciones financieras internacionales.
Pues bien, en el choque entre estas dos realidades –la que impone el fetichismo del dinero y la que habla en nombre de la vida- una chispa, a menudo minúscula, ha llegado a encender la mecha.
No existe hoy en día nada, por nimio que sea, que no sea capaz de desencadenar la violencia contenida en la vida reprimida, en la vida resuelta a quebrar todo lo que amenaza con extinguirla.
La inercia secular y el letargo, bajo el paraguas de la vieja receta de “pan y circo”, son la base del formidable poder de la servidumbre voluntaria. Denunciada en el siglo XVI por La Boétie, sigue siendo nuestro enemigo más implacable. Al atacarnos desde dentro, la servidumbre voluntaria favorece una inclinación en muchos que funciona como si de una droga se tratara: la voluntad de ejercer un poder, de cargar con el papel de guía. Con frecuencia, el morbo de la autoridad de unos cuantos ha infectado los medios libertarios, por lo cual conviene congratularse por la determinación de los Chalecos Amarillos y demás insurgentes de la vida cotidiana en sacar a colación constantemente su rechazo de las jefaturas, de los delegados auto-nombrados, de los mentores y de las ranas de los estanques de agua bendita políticos o sindicales.
Libres sean los que se complazcan en morir en paz esperando la parca en el confort del ataúd y la televisión, pero nosotros no permitiremos que la senilidad se apodere de nuestra voluntad de vivir.
Queremos la soberanía del ser humano, ni más, ni menos.
La depauperación llama a las puertas con creciente violencia, amenazando con echarlas abajo. Se acabó ese hedonismo del pasado reciente que nos machacaba con el eslogan consumista y gubernamental: “¡disfruten hoy, que mañana será peor!”. Lo peor ya es hoy, sobre todo si seguimos acomodándonos a él. Hemos de dejar de creer en la omnipotencia del capitalismo y del fetichismo del dinero. Nos hemos percatado de que la gran farsa macabra que hace que el mundo baile a su son es fruto de una sórdida motivación, la del beneficio a corto plazo, la de la absurda rapacidad de un tendero en quiebra rascando el fondo de los cajones.
No hablo de esperanza. Ella no es más que la carnada de la desesperación. Me refiero a todas las regiones de la tierra donde una insurrección de la vida cotidiana –llamadla como queráis- se está empeñando en desmantelar la dictadura del beneficio privado y en derrocar a los Estados que la imponen a los pueblos que dicen representar. Lo que queremos no es para mañana, sino para hoy mismo, como muy bien lo expresan los cuidadores, enfermeras, enfermeros, paramédicos y médicos que se enfrentan a la gestión económica que deshumaniza el sector hospitalario.
El sistema de explotación de la naturaleza terrestre y humana rebasa todos los horizontes. El manto de la rentabilidad a cualquier precio cierra todas las salidas a la generosidad de la vida y al sentimiento humano que favorece su práctica.
Obviamente, explotadores y explotados están convencidos de que la olla está a punto de explotar. La violencia es ineluctable. El problema no reside en ella. El planteamiento a resolver sin ambigüedades descansa en una alternativa.
¿Toleraremos que la explosión social desemboque en un estado de guerra civil endémico, en un caos de venganzas y de odios que a fin de cuentas solamente beneficiará a las mafias multinacionales, ya en plena libertad para continuar impunemente y hasta la auto-destrucción con su proyecto de desertificación lucrativa?
¿O bien crearemos microsociedades liberadas de la tiranía del Estado y la mercancía, territorios federados donde la inteligencia de los individuos pueda librarse de ese individualismo de rebaño en busca de un guía supremo que lo lleve al matadero? ¿Vamos por fin a tomar las riendas de nuestro propio destino y hacer tabla rasa de esa jungla social donde los animales de carga no tienen más libertad que la de elegir a los animales de presa que les van a devorar?
En 1888, Octave Mirabeau escribía lo siguiente: “Los corderos van al matadero. No dicen nada ni nada esperan. Pero al menos, no votan por el carnicero que va a matarlos ni por el burgués que va a comerlos. Peor que los animales, más aborregado que los borregos, el elector elige a su carnicero y escoge a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar el derecho a obrar de tal modo.”
¿No os han volteado de generación en generación con la misma e indesgastable moneda: Cara, la porra del orden; cruz, la mentira humanitarista?
No hay “voto del mal menor”, lo que hay es una democracia totalitaria, que únicamente podrá ser revocada por la democracia directa ejercida por el pueblo y para el pueblo. A propósito, me he divertido con un eslogan que, por somero que sea, requiere una reflexión algo más profunda: “¡Macron, Le Pen, Mélenchon, el mismo combate de gilipollas!” Hubiera preferido “cagados” en lugar de “gilis”, pues la negación de toda forma de poder y de diálogo con el Estado forma parte de esos pequeños placeres responsables de las grandes mareas de gozo individual y colectivo.
Autonomía, autoorganización y autodefensa.
Las instancias del Poder nunca tolerarán que el pueblo se libere de su tiranía. Hemos de prepararnos para una larga lucha. La que habrá de llevarse contra la servidumbre voluntaria no será la más corta. El único asidero al que podrá agarrarse el despotismo será la obsesión por la seguridad de los resignados, el resentimiento suicida de una mayoría pretendidamente silenciosa que proclama a gritos su odio a la vida.
La mejor defensa siempre es la ofensiva. Este principio, ampliamente demostrado por la tradición militar, me gustaría que fuera sustituido por el principio de la apertura, porque a la ventaja de la ruptura del asedio se añade el placer de acabar con el acuartelamiento.
La apertura a la vida podemos verla actuar en la acérrima determinación de las insurrecciones en curso. Aunque algunas lleguen a apagarse, siempre vuelven a la carga con más bríos. Lo notamos en el carácter festivo de las manifestaciones de protesta que perduran, por más que tropiecen con la ceguera, sordera y rabia represora de los gobiernos. Hablo de pacifismo insurreccional basándome en esta clase de apertura.
El pacifismo insurreccional no es ni pacífico, en el sentido de rebaño, ni insurreccional, si por ello se entiende la aberración de la guerrilla urbana o guevarista.
No tengo ni vocación de guerrero, ni de mártir. Me remito a la vida y a su que procura superar los contrarios para que no se vuelvan una contrariedad. En fin, para que escapen a la dualidad maniquea del por y el contra. Yo apuesto por la creatividad de los individuos para inventar una revolución de la que no hay ejemplos en el pasado. El malestar y la incertidumbre de una civilización que nace no tienen nada que ver con el malestar de una civilización que cuya única certeza es la de que va a morir.
Filósofos, sociólogos y expertos en pensar, ahorradnos las sempiternas discusiones sobre la malignidad del capitalismo capaz de rentabilizar su agonía. Todo el mundo está de acuerdo en ese punto, incluso los capitalistas. Por contra, los verdaderos problemas no han sido abordados, los de la base, los de los pueblos y barriadas urbanas, los de nuestro cuerpo, que, por cierto, recordemos que es quien decide realmente nuestro destino ¿o no?
Cuanto más se extienden las luchas por el planeta, mayor radicalismo alcanza su significado, tanto en hondura, como en experiencia vivida. Cuanto más numerosas, mejor pueden prescindir del compromiso militante, burlarse de los intelectuales, especialistas en manipulación subversiva y reaccionaria (puesto que la manipulación trata a ambas como las dos caras de una misma moneda). Los individuos, tanto en sus vivencias existenciales como en su función social, se descubren a sí mismos cuando su aspiración a la vida comienza a socavar y abrir el muro que las cifras comerciales les oponen, como si su destino se detuviera ante él.
No, ya no se puede hablar del hombre en abstracto, el único que reconocen las estadísticas, los cálculos presupuestarios y la retórica de quienes –laicos o religiosos, humanistas o racistas, progresistas o conservadores- son responsables de palizas, cegueras, violaciones, encierros, masacres..., mientras que, agazapados en sus guetos de cobardes, cuentan con el cretinismo arrogante del dinero para asegurarse la impunidad y la seguridad.
La dictadura del beneficio privado es una agresión contra los cuerpos. Confiar a la vida el cuidado de inmunizarnos contra el cáncer financiero que corrompe nuestra carne implica una lucha poética y solidaria. ¡Nada mejor que el resplandor de la alegría de vivir para reducir a cenizas la morbidez del mundo! La revolución tiene virtudes terapéuticas insospechadas hasta en nuestros días.
Ecologistas que lloráis por un mejor clima ante los Estados que se mofan de vosotros contaminando cada día más, mientras urge actuar sobre un terreno en que las cuestiones no tienen nada que ver con mundanidades intelectuales. Cuestiones como las que siguen:
¿Cómo ir de las tierras emponzoñadas por la industria agroalimentaria a su restauración mediante la permacultura?
¿Cómo prohibir los plaguicidas sin perjudicar a los campesinos que, atrapados por Monsanto, Total y compañía, destruyen su salud, destruyendo de paso la de los demás?
¿Cómo reconstruir sobre bases nuevas las pequeñas escuelas rurales y de barrio que el Estado ha arruinado y prohibido a fin de promover una enseñanza concentracionaria?
¿Cómo boicotear los productos nocivos e inútiles que el acoso publicitario nos fuerza a comprar?
¿Cómo constituir bancos de inversión local cuya moneda de cambio fuera capaz de contrarrestar los efectos del marasmo monetario y del crac financiero programado?
¿Cómo acabar con las retenciones fiscales que el Estado destina a cubrir las malversaciones bancarias, para emplearlas en la autofinanciación de proyectos regionales y locales?
Y sobre todo, ¿Cómo propagar en todas partes el principio de una gratuidad que la vida reivindica por propia naturaleza y que el fetichismo del dinero desnaturaliza. Gratuidad de los trenes y de los transportes públicos, gratuidad de los cuidados, gratuidad del hábitat y de la autoconstrucción, gratuidad gradual de la producción artesanal y de alimentos local.
¿Utopía? ¿No es peor utopía la maraña de proyectos absurdos y deletéreos que ventilan, ante la mirada fatigada de los espectadores, esos histriones sin talento que agitan los fantasmas de sus guerras de viajantes de comercio, que repiten sin parar la payasada de la lucha de los jefes, que ocultan con falsos debates los verdaderos problemas existenciales y sociales, y que eclipsan el terrorismo de Estado mediante un terrorismo de crónica de sucesos, donde la locura suicida aumenta con la pauperización y una atmósfera cada vez más irrespirable?
¿Nos hemos dado cuenta suficiente de que, en su diversidad, incluso en sus divergencias, los Chalecos Amarillos y los movimientos reivindicativos formaban un formidable grupo de presión capaz de boicotear, bloquear, paralizar, destruir todo lo que contamine, envenene, empobrezca o amenace nuestro entorno? El subestimar nuestra fuerza y nuestra creatividad es más propio de los mecanismos democráticos de la tiranía del Estado y del Mercado. Mucho más que los gendarmes, la fuerza ilusoria del Estado descansa en el efecto de una propaganda que a cada instante nos empuja a renunciar al poder poético que tenemos en nosotros, a esa fuerza de vida a la que ninguna tiranía logrará poner fin.
Ahora bien, mientras tanto...
En Chile, la lucha contra los gusanos que proliferan sobre el cadáver de Pinochet ha reavivado la conciencia de que todo ha de volver a empezar desde la base, de que los representantes del pueblo no son el pueblo, de que el individualismo manipulado por el ánimo gregario no se corresponde con el individuo capaz de reflexionar por sí mismo y tomar partido por la vida contra el partido del dinero que mata. Hay que dejar que el pueblo alcance la conciencia que le es propia, esa de la que distintas formas de poder intentan desposeerle.
Algo parecido sucede en Argelia, Sudan. Líbano e Irak. Confío en que Rojava transforme su retirada momentánea en ofensiva. En lo que respecta a los zapatistas, estos han respondido a los argumentos economicistas del socialista López Obrador con el aumento de sus bases (los caracoles) y de sus Consejos de Buen Gobierno, donde las decisiones son tomadas por y para el pueblo.
La reivindicación obstinada de una democracia en Hong Kong oscila entre una cólera ciega dispuesta a darse por satisfecha con un parlamentarismo cuestionado por todos, y una cólera lúcida que mina y hace temblar por su persistencia la gigantesca pirámide del régimen totalitario chino, por otra parte inquieto por la amenaza de un crac financiero. ¿Quién sabe? La hiedra se infiltra por todos lados y el pasado insurreccional de Shangai no queda lejos.
En Sudán se sacude el yugo de la tiranía y del poder militar, Irán vacila. Las protestas del Líbano son un toque de atención para Hezbollah y el islamismo, cuyos oropeles religiosos ya no enmascaran su objetivo político-petrolero. En Argelia no quieren una capa de pintura gubernamental. En Irak se pone al descubierto que la realidad social puede más que la importancia otorgada a las rivalidades religiosas. Quedan los catalanes, los únicos que quieren un Estado cuando el “más frío de los monstruos fríos” se encuentra por todas partes cribado de flechas. No obstante, no es imposible que los independentistas, debatiéndose en un impasse por culpa del pulso que mantiene el Estado madrileño con la no menos estatista Generalitat, acaben respirando los efluvios del cadáver franquista que el espíritu nacionalista ha obligado a salir del cementerio. Tampoco es imposible que les vengan a la memoria las colectividades libertarias de la revolución del 36, esa que forjó una auténtica independencia, la que fue aplastada por el Partido Comunista y su aliado, el Estado Catalán.
Todo esto no es más que un sueño, pero la vida es sueño y nosotros acabamos de entrar en una era en que la poesía no es sino el paso del sueño a la realidad, algo que señala el final de la pesadilla y de su valle de lágrimas.
Abrir un espacio vital a quienes paralizan el malestar y la angustia del futuro ¿No es eso la práctica poética que lleva consigo la insolente novedad de la insurrección de la vida cotidiana? ¿No la contemplamos en el declive del militantismo y en la erosión del viejo reflejo militar que multiplica los jefezuelos y sus asustados rebaños?
En la variedad de los pretextos, la única reivindicación que hoy puede expresarse sin reservas es la vida plena y entera.
¿Quién se llamaría a engaño? No nos encontramos sumergidos en un tumulto de revueltas previsibles o inesperadas, estamos en el seno de un proceso revolucionario. El mundo cambia de fundamentos; una civilización vieja se derrumba, una civilización nueva aparece. Por más que las mentalidades rígidas y las conductas arcaicas traten de perpetuarse bajo un sucedáneo de modernidad, un nuevo Renacimiento emerge en el seno de una historia cuya inhumanidad pone en entredicho ante nuestra vista. Y esta se vuelve poco a poco más nítida. Entonces descubre en la mujer, el hombre y el niño una capacidad de experimentar inocentemente innovaciones inauditas, energías insólitas, formas de resistencia a la muerte, universos que ninguna imaginación se había atrevido a poner en marcha en el pasado.
Aquí estamos, ¡al comienzo de todo!
Raoul Vaneigem, 17 de noviembre de 2019
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