Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

martes, mayo 14

[Libro] La Montaña - Élisée Reclus


                                             CAPÍTULO I

                                               EL ASILO

Me encontraba triste, abatido, cansado de la vida; el destino me había tratado con dureza, arrebatándome seres queridos, frustrando mis proyectos, aniquilando mis esperanzas: hombres a quienes llamaba yo amigos, se habían vuelto contra mí al verme luchar con la desgracia: toda la humanidad, con el combate de sus intereses y sus pasiones, desencadenadas, me causaba horror. Quería escaparme a toda costa, ya para morir, ya para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi espíritu en la soledad.

Sin saber fijamente adónde dirigía mis pasos, salí de la ruidosa ciudad y caminé hacia las altas montañas, cuyo dentado perfil vislumbraba en los límites del horizonte.

Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteniéndome al anochecer en apartadas hospederías. Me estremecía el sonido de una voz humana o de unos pasos; pero cuando seguía solitario mi camino, oía con placer melancólico el canto de los pájaros, el murmullo de los ríos y los mil rumores que surgen de los grandes bosques.

Al fin, recorriendo al azar caminos y senderos, llegué a la entrada del primer desfiladero de la montaña. El ancho llano rayado por los surcos se detenía bruscamente al pie de las rocas y de las pendientes sombreadas por castaños. Las elevadas cumbres azules columbradas en lontananza habían desaparecido tras las cimas menos altas, pero más próximas. El río, que más abajo se extendía en vasta sábana rizándose sobre las guijas, corría a un lado, rápido e inclinado entre rocas lisas y revestidas de musgo negruzco. Sobre cada orilla, un ribazo, primer contrafuerte del monte, erguía sus escarpaduras y sostenía sobre su cabeza las ruinas de una gran torre, que fue en otros tiempos guarda del valle.

Por vez primera, después de mucho tiempo, experimenté un movimiento de verdadera alegría. Mi paso se hizo más rápido, mi mirada adquirió mayor seguridad. Me detuve para respirar con mayor voluptuosidad el aire puro que bajaba de la montaña.

En aquel país ya no había carreteras cubiertas de guijarros, de polvo o de lodo; ya había dejado la llanura baja, ya estaba en la montaña, que era libre aún. Una verdadera trazada por los pasos de cabras y pastores, se separa del sendero más ancho que sigue el fondo del valle y sube oblicuamente por el costado de las alturas. Tal es el camino que emprendo para estar bien seguro de encontrarme solo al fin. Elevándome a cada paso, veo disminuir el tamaño de los hombres que pasan por el sendero del fondo. Aldeas y pueblos están medios ocultos por su propio humo, niebla de un gris azulado que se arrastra lentamente por las alturas y se desgarra por el camino de los linderos del bosque. [...]

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