Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

jueves, septiembre 27

Un Universo sin propósito


No podemos soportar la implicación básica de este mundo nuevo y extraño. Si la humanidad surgió sólo ayer como una pequeña ramita de una rama de un árbol floreciente, entonces la vida no puede, en ningún sentido genuino, existir para nosotros o debido a nosotros. Quizá únicamente somos una idea tardía, una especie de accidente cósmico, sólo una fruslería en el árbol de Navidad de la evolución

Durante buena parte de la historia de la humanidad se ha concebido el devenir del mundo, ya sea del mismo universo, ya de los avatares humanos, como si formara parte de una suerte de relato, con sus protagonistas y antagonistas, encaminado hacia un fin concreto. Pensemos, por ejemplo, en el éxito occidental del cristianismo y su relato mitológico: un Dios infinitamente bueno, omnipotente y omnisciente creó el cosmos ex nihilo, y más tarde a los seres vivos, culminando en el hombre y la mujer. A causa del pecado original, la desobediencia a Dios de Adán y Eva por consumir el fruto prohibido, éstos fueron expulsados del Edén y toda su descendencia condenada a ser pecadora. Dios, más tarde, se encarna en la Tierra bajo la forma del Hijo, Jesucristo, para morir en la cruz y redimir a todo el género humano del pecado original. Finalmente, habrá un Juicio Final en el que Dios prevalecerá sobre las fuerzas del mal y todos serán juzgados.

Según la perspectiva cristiana, pues, la historia natural y humana tienen un sentido o un propósito, un significado divino: la alabanza a Dios y el cumplimiento de su Plan. La importancia del hombre en este esquema está clara: es el producto más elaborado de Dios, sólo por debajo de los ángeles en majestad y poder, y creado a imagen y semejanza divina. La teología secular de Hegel, en su Fenomenología del Espíritu (1807), muestra también la estructura de un relato, en el que el Espíritu (Geist) es el protagonista, que se despliega dialécticamente en una odisea, a través del progreso de la historia humana (el reino del accidente) hasta comprenderse a sí mismo como Espíritu Absoluto.

El auge del darwinismo supuso un mazazo a estas visiones teleológicas de la historia. Si la física contemporánea nos cuenta que el universo y el espacio-tiempo surgieron y se expandieron hace 13.700 millones de años a causa del Big bang, y que nuestro sistema solar se formó hace unos 4.600 millones de años; la biología evolucionista nos dice que la diversidad de la vida en la Tierra, que probablemente se originó a partir de organismos muy antiguos, dio lugar, a través de una lenta y ciega evolución gradual, a primates con grandes capacidades cognitivas y pensamiento abstracto desde hace unos 140.000 o 200.000 años, los Homo sapiens.

Ese mecanismo físico-químico tan complicado que es el ser humano, en palabras de J. J. C. Smart, desde el darwinismo contemporáneo nos aparece como un robot (o una máquina de supervivencia) conformado por sus genes y el ambiente. No tiene un estatus ontológico especial ni es, por consiguiente, superior ni inferior a otras máquinas de supervivencia. De hecho, como suele comentar Stephen Jay Gould:


Vivimos rodeados de ramitas contemporáneas del árbol de la vida. En el mundo de Darwin, todos (como supervivientes de un juego duro) tienen un cierto derecho a un status igual. ¿Por qué razón, entonces, elegimos generalmente construir una ordenación de mérito implícito (por supuesta complejidad, o cercanía relativa al hombre, por ejemplo)

Una consecuencia del darwinismo para nuestra cosmovisión es, pues, concebirnos como una entidad (temporal y efímera) fruto de la contingencia, no como una tendencia de un presunto progreso evolutivo. Ni siquiera la inteligencia, uno de nuestros atributos más preciados, tiene por qué ser la meta final de la evolución. De hecho, el psicólogo Steven Pinker compara la búsqueda de seres inteligentes del proyecto SETI (Search for ExtraTerrestrial Intelligence) con la búsqueda de un hipotético astrónomo de un Planeta de los Elefantes de trompas de elefantes por toda la galaxia. La inteligencia humana, la trompa de los elefantes, los electrorreceptores de los ornitorrincos, la danza de las abejas o la ecolocación de algunos murciélagos son adaptaciones o exaptaciones biológicas funcionales (o disfuncionales) en entornos concretos, aunque existan numerosos ejemplos de evolución convergente, como las alas en aves, murciélagos y pterosaurios.

Esta visión, que deriva de la imagen científica del mundo, tiene un poder de desencantamiento similar a la oscuridad infinita del espacio que atemorizaba a Pascal. Desde la ciencia actual ni el universo ni la existencia humana tienen un propósito ni un sentido último, sino que más bien la búsqueda y elaboración de sentidos, patrones y de narrativas son capacidades que posee nuestra mente. El filósofo Alexander Rosenberg, de hecho, nos categoriza como “teóricos de la conspiración” por naturaleza, ya que tendemos a ver intenciones en todas partes y esto, seguramente, está imbricado en nuestras circunvoluciones cerebrales y, por ende, en nuestros genes. Nuestro mundo es un mundo sin proyecto, como argumenta Zamora Bonilla, y esperar que el universo sea guiado por un deseo o una función es erróneo porque, de hecho, los deseos, las funciones y la búsqueda de propósito son resultados (no perseguidos) de la evolución biológica, como la respiración o la digestión. La vida simplemente es y se puede contemplar como un río de genes o replicadores que se reproducen, siempre que sea posible, a la siguiente generación:
 
En todo el fastuoso espectáculo de la evolución en la Tierra, en nuestra vida no menos y no más que en la del gorrión que pasa volando por encima de nosotros, o en las bacterias que tratamos de eliminar cada vez que nos lavamos las manos, o en el virus del sida que está arrasando en muchos lugares del mundo, el significado es el mismo. El significado de todo se reduce a los genes, a su deseo de sobrevivir y reproducirse

Curiosamente, algunos autores han detectado una serie de convergencias entre la cosmovisión que nos lega el darwinismo y el pensamiento de Heidegger o el del existencialismo francés. El más elocuente al respecto ha sido el sociobiólogo David P. Barash, que ha acuñado el concepto de “existencialismo evolucionista”. Efectivamente, la biología establece que somos un producto contingente de la historia natural, una colonia de genes “triunfadores” que han conseguido permanecer en el ser. Como abogan los existencialistas, el ser humano es arrojado (Geworfenheit) al mundo sin propósito alguno. No depende de su voluntad empezar a existir (y, mucho menos, de la de un Dios), sino que ya existe existiendo, aunque pueda decidir acabar con su vida. Por ello llega a decir Albert Camus que la única cuestión seria en filosofía es la del suicidio que, al fin y al cabo, es un acto de rebelión contra el hecho de ser arrojados a un cosmos extraño, indiferente y absurdo. El Dasein o ser humano en su existencia concreta, en su vida (ser-ahí), no tiene una esencia fija ni inmutable ni para la biología ni para el existencialismo, sino que es un ser-para-la-muerte (Sein-zum-Tode) o, en palabras de Dawkins, un receptáculo efímero de una serie de replicadores (genes) que lo “emplean” para su beneficio.

El universo no tiene ningún sentido último, ni “avanza” hacia ningún objetivo, como el cumplimiento de un presunto Plan Divino, ni tampoco hacia un mayor progreso en términos absolutos de la vida o de la inteligencia, al estilo del Punto Omega de Teilhard de Chardin o de otros. La ilusión de ver propósito en la historia natural o la humana podría deberse a nuestros sesgos psicológicos: nuestra capacidad innata para percibir agencia intencional (y narrativas) y racionalizar post-hoc. La sociobiología nos describe como máquinas de supervivencia, sometidas a la contingencia, que habitan en un cosmos tan indiferente, ciego y absurdo como el de los existencialistas, un universo sin propósito a cuyo dominio ni siquiera podemos oponer nuestra voluntad.


Paulo José Hernández en “En defensa del nihilismo darwinista. Un enfoque sociobiológico” (pág 14-21)

3 comentarios:

  1. Muy interesante lectura.
    Prefiero leer los textos con fondo claro desde la propia bandeja de correo, pero siempre visito la web original.

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  2. unos hombres buenosseptiembre 30, 2018

    Admiro tu razonamiento, y no te falta brillantez en tus planteamientos, pero creo que hay una falacia en tu argumentación. El hecho de que no conozcamos mecanismo preciso o el alcance en una escala mayor de la evolución no implica que no lo tenga. Solo llamamos azar a aquello que no conocemos, y todo lo que podemos decir de la evolución es que su destino último escapa a nuestro entendimiento. Sin embargo, sería de una cegazón imperdonable negar que la aparición de seres inteligentes como nosotros, o la aparición de formas de inteligencia en el seno de la vida no apunta hacia formas de organización superiores que pueden estar conectados con ordenes superiores a escala universal. El nihilismo no es una forma de compresión superior del universo, es solo un reflejo de nuestra deseseperación ante la incertidumbre. Tanto el deseo irrefenable de toda vida por preservarse a si misma, como el deseo de la raza humana por trascender su existencia finita son razones suficientes para pensar que en este universo hay un camino marcado que nos conecta con el infinito y que nos liga al destino de lo eterno. Es posible que las intuiciones sobre lo trascendente que se reflejan en la doctrina cristiana, o en otras religiones o sistemas de pensamiento hayan generado formas de organización colectiva imperfectas, tiranícas. Pero más tiranicas e inhumanas han sido las que se han derivado del nihilismo pesimista que se infiere del existencialismo, y que han sido la base misma de sistemas políticos que han hecho del ese nihilismo su forma última de pensamiento y que no han dudado en apoyarse en él para negar la soberanía y la nobleza de la naturaleza humana, y que les han llevado a exterminar inclementemente a pueblos enteros, privados del más elemental respeto por la vida.

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    1. unos hombres buenosseptiembre 30, 2018

      como apunta Jordan Peterson, fueron dostoievski y nietzsche los que descubrieron pronto que cuando el hombre piensa que no hay algo superior a él que lo vigila y lo previene de convertirse en un tirano el camino hacia el nihilismo y la barbarie queda abierto y no tardará a presentarse en forma de genocida.

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