Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

jueves, agosto 16

La libertad de expresión en peligro

La libertad de expresión va camino de convertirse en un lujo exclusivo de los poderosos, quienes en un futuro próximo podrán expresarse sin cortapisas ni temor a posibles responsabilidades penales, mientras que a todos aquellos que discrepen con su ideología y punto de vista serán, como de hecho ya ocurre, severamente castigados. Este fenómeno es cada vez más evidente y generalizado. Así lo vemos cuando cantantes son enjuiciados y enviados a la cárcel, cuando las personas son procesadas por hacer chistes, cuando las críticas a la autoridad son constitutivas de delito, cuando periódicos, radios y librerías son cerrados sin que siquiera en muchas ocasiones sea llevado a cabo juicio alguno, cuando ciertas revistas son confiscadas, cuando las personas que hacen determinados comentarios en las redes sociales son detenidas, etc. Son claros indicadores que nos muestran que la libertad de expresión es cada vez más una ficción jurídica.

Todo lo anterior parece que va camino de agravarse a tenor de la última campaña mediática en torno a las denominadas noticias falsas (fake news en el argot periodístico anglosajón). Los regímenes parlamentarios occidentales ya no dudan en admitir que la libertad de expresión reconocida en sus constituciones sólo es un instrumento político de los poderes constituidos para manipular a la población, y que esto sólo es admisible cuando dicha manipulación es ejercida por las elites dominantes de estos países. Las consecuencias de esto previsiblemente las veremos a corto y medio plazo, ya que los Estados occidentales, bajo el pretexto de injerencias extranjeras, plantean abiertamente establecer fuertes restricciones a la libertad de expresión con la creación de organismos específicos dirigidos a supervisar los contenidos que son publicados y difundidos a través de diferentes medios. Ciertamente ya existen en estos países agencias dedicadas a funciones supervisoras en el terreno de la cultura y la información, pero la magnitud y alcance de esta nueva iniciativa que quiere ponerse en marcha bajo la excusa de la seguridad nacional será, en caso de materializarse, mucho mayor. De esta manera, abierta y descaradamente, el poder establecido se encargará de decir según su propio criterio e intereses qué es verdad y qué es mentira, y determinará la forma en la que la población debe entender la realidad y el mundo en el que vive. Esto ya ocurre pero de un modo encubierto a través del adoctrinamiento del sistema educativo, la universidad, los más importantes medios de comunicación, etc., que se ocupan de imponer la ideología dominante.

La dinámica impuesta por las políticas y medidas de las instituciones en este ámbito tan decisivo como el de la libertad de expresión no está desprovista de un efecto especialmente preocupante como es, sin duda, la normalización de comportamientos censores y sectarios en el seno de la sociedad. Las palabras y las ideas que las palabras tratan de representar no delinquen, y cualquier cortapisa a la libertad de expresión es absolutamente inaceptable. En este sentido podemos afirmar que se ha establecido una mentalidad liberticida en la sociedad en la que cada individuo y colectivo se afana en reivindicar la libertad para sí mismo, para expresar sus ideas y opiniones, al mismo tiempo que se la niega a los demás. Este fenómeno es especialmente preocupante en tanto en cuanto reproduce las mismas dinámicas de la dominación pero a un nivel mucho más básico que es el de las relaciones sociales e incluso personales.

Un ejemplo evidente de lo anterior es lo que a día de hoy ocurre en los ambientes de la disidencia política donde se ha impuesto el sectarismo, la censura y la autocensura, todo lo cual ha contribuido en sobremanera a ahogar cualquier tipo de debate, diálogo constructivo y reflexión como consecuencia de la asunción de una innumerable cantidad de dogmas, mitos y axiomas de diferente tipo que en la práctica han dado origen a estructuras ideológicas semejantes a las religiones, y que por ello mismo podemos llamar con toda justicia religiones políticas. Así pues, la dominación reaparece igualmente en los medios de la disidencia en la que emergen los apóstoles de estas religiones, generalmente pastores de rebaños que se dedican a pontificar con su palabrería y a censurar a todos los que discrepan con ellos al considerarlos una amenaza para su autoridad ideológica. Esto es llevado hasta el extremo de incluso ejercer presiones para impedir que los discrepantes puedan expresarse libremente en distintos medios: revistas, portales de noticias, foros, ateneos, etc. De esta forma ya no sólo no se asume la posibilidad de que existan voces discrepantes, sino que su mera existencia es inaceptable y constituye un motivo de reprobación y persecución a través del boicot, la censura, la difamación, etc.

Pero lo peor es que este comportamiento sectario, inquisitorial y liberticida es interiorizado por una gran parte del público y reproducido en sus relaciones, lo que aboca a un encerramiento frente al mundo, a la endogamia (tanto ideológica como relacional), y en última instancia a la destrucción de la convivencia al introducir la distinción política amigo-enemigo en las relaciones personales sobre la base de determinados postulados ideológicos y políticos, de manera que todo se reduce a lo siguiente: o estás conmigo o estás contra mí. ¿En qué se diferencia todo esto de lo que hace el poder establecido?. En nada.

Pero lo cierto es que este tipo de actitudes y comportamientos se reproducen en los ambientes disidentes que pretenden constituir una alternativa emancipatoria y transformadora al actual sistema de dominación. ¿Es posible la emancipación si reproducimos la dominación en nuestra práctica cotidiana?. Desde luego que no. Si no estamos dispuestos siquiera a asumir la existencia de puntos de vista o planteamientos contradictorios con los nuestros, e incluso abogamos por su silenciamiento, no somos diferentes de los poderosos que también reprimen a quienes discrepan o cuestionan el orden establecido.

La autocomplacencia, y muy especialmente la autocomplacencia ideológica que no deja de ser una forma de narcisismo, no es inteligente y sobre todo es inmoral. Es muy fácil seguir la corriente, permanecer en esa zona de confort que eventualmente nos suministran los círculos ideológicos o sociales en los que nos desenvolvemos y que, en definitiva, constituyen el gueto del que formamos parte. Nada de esto nos permite avanzar como personas ni como colectivo. La endogamia, la ortodoxia y el monolitismo ideológico nunca han permitido avanzar a las personas y sociedades porque las ha conducido al estancamiento, a su fosilización y en último término a su desmoronamiento interno. Todos estos son rasgos inherentes a las denominadas sociedades cerradas que desafortunadamente también se manifiestan en los ámbitos de la disidencia. El pluralismo en el terreno de las ideas es necesario, pero este es imposible sin libertad de expresión para exponer estas ideas, sean cuales sean. La libertad de expresión permite el debate, la discusión, el intercambio de ideas y puntos de vista, y como consecuencia de la confrontación entre planteamientos e ideas contradictorias cada parte involucrada se ve obligada a mejorar sus argumentos, a enfocar las cosas y situaciones de diferente manera, a reformular sus ideas e incluso a cambiar su posición respecto a determinadas cuestiones.
El rechazo del debate es el rechazo del cambio, de la posibilidad de mejora, es cerrar la puerta a la evolución porque no se quiere nada de esto y lo que en realidad se persigue no es otra cosa que la imposición. En el fondo se trata de una derrota ideológica porque comporta el abandono de la batalla de las ideas.

Y las razones que explican esto son varias. La más habitual es pura y simple pereza mental. Rehuir el combate ideológico no supone ningún esfuerzo, siempre es más fácil conformarse con nuestras supuestas verdades en vez de confrontar nuestras ideas con las de otros que piensan distinto. La confrontación ideológica exige ponerse en el lugar del otro para conocer los razonamientos que le han conducido a las conclusiones y argumentos que sostiene, y esto supone un esfuerzo considerable que por lo general no se está dispuesto a llevar a cabo porque entraña cierta dificultad. Reflexionar y cuestionarse algunas cosas que se daban por sentado no es una actividad especialmente agradable, y exige informarse acerca de lo que piensan los otros. Resulta mucho más sencillo caer en el insulto que es, por lo demás, el último, y muchas veces también el único, recurso de los incompetentes.

En otro lugar nos encontramos con quienes se oponen a cualquier debate bajo la excusa de que de lo contrario se da pábulo y publicidad a adversarios políticos e ideológicos, y que el mejor modo de combatirlos es censurándoles, silenciándoles, haciendo boicot, etc., para excluirles de determinados ámbitos, pues de lo contrario lo que se consigue es legitimarlos. Esta argumentación, por el contrario, encubre las razones inconfesables que se ocultan detrás de este planteamiento. La primera de ellas es la inseguridad que produce el miedo a entrar en un debate de ideas y perderlo. Esto demuestra que no se tienen argumentos, ni ideas que merezcan la pena ser sometidas a debate y confrontadas con otras ideas antagónicas. Un debate público y abierto, sin violencia física, en el que cada una de las partes pueda presentar sus ideas sin ninguna cortapisa, produce un enorme desasosiego entre quienes temen ser rebatidos y quedar en ridículo. Pero el mayor tormento para los defensores de este punto de vista es la posibilidad de la deserción del rebaño. No olvidemos que todo gueto político e ideológico constituye un entorno que unos pocos controlan, pues desafortunadamente en esta sociedad sobran personas con mentalidad de rebaño mientras que no faltan aquellas otras que aspiran a pastorear a los demás. Es por esto que hay que proteger a las ovejas de los posibles lobos, no vaya a ser que se las coman o que les dé por seguir a otro pastor.

Para los defensores de este enfoque coercitivo el mundo se divide entre buenos y malos. Ellos son los buenos y a los malos no hay que permitirles respirar, por lo que hay que combatirles sin cuartel hasta destruirlos completamente. Sus ideas son malas y no deben tener cabida en la sociedad, por lo tanto no hay que permitirles expresarlas. Este es exactamente el mismo razonamiento que sigue el poder establecido en su relación con todos aquellos que lo cuestionan o que discrepan al no compartir su ideología y manera de explicar la realidad. La cobardía es, así, disfrazada de una supuesta superioridad moral que en realidad no existe. Sólo es una forma de justificar una imposición más. En ambos casos no interesa que las personas pensemos por nosotras mismas y que lleguemos a nuestras propias conclusiones.

Por el contrario, un debate de ideas, público y abierto, en el que todas las partes puedan expresarse libremente y confrontar sus puntos de vista, es una oportunidad extraordinaria para rebatir las ideas de los adversarios y demostrar el error en el que se encuentran. La batalla de las ideas no hay que rehuirla sino por el contrario aceptar los envites que pueda presentar, porque es la forma de exponer ante la opinión pública los argumentos sobre los que se apoyan las distintas posturas para que cada cual saque sus propias conclusiones. Es, también, una manera de llegar a más personas que de otro modo seguirían ignorando determinados planteamientos e ideas. Sin embargo, al poder no le interesa el debate abierto de ideas y por eso lo impide. Encarcela, silencia, censura, boicotea, etc., a quienes cuestionan las verdades establecidas y el sentido común imperante. Algo parecido, aunque a otro nivel, ocurre con los pastores de rebaños ideológicos. Si queremos construir un mundo libre no debemos incurrir en el error de reproducir las mismas dinámicas liberticidas que definen al poder, porque ninguna sociedad libre es posible sobre la base de la censura y la coacción.


Esteban Vidal

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