Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

sábado, febrero 21

“La indignación actual es para defender los privilegios, no para acabar con el modelo que los produce”. Entrevista a Juanma Agulles

El pasado mes de octubre Juanma Agulles, miembro de Cul de Sac, fue entrevistado por el periódico gallego Sermos Galiza aprovechando su presencia en Santiago de Compostela con motivo de su participación en las XXII Jornadas Libertarias. Ofrecemos a continuación la traducción al castellano (también la puedes descargar).

Tu participación en estas jornadas tiene como eje tu último libro Los límites de la conciencia. Ensayos contra la sociedad tecnológica, donde vuelves a tratar cuestiones sobre las que ya te habías detenido con anterioridad.

El título viene de la obra de Günther Anders Más allá de los límites de la conciencia. Anders mantuvo correspondencia con uno de los pilotos de la tripulación que lanzó la bomba de Hiroshima, el único que se arrepintió y que por eso fue internado en un psiquiátrico, mientras el resto fueron tratados como héroes. La reflexión central de Günther Anders, y la que a mí me interesa, es hasta qué punto un solo sujeto o un grupo de sujetos pueden hacerse cargo de las consecuencias de los actos que pueden llevar a cabo a través de la técnica. 

Hasta qué punto somos conscientes de los efectos de esos actos. Anders habla sobre el lanzamiento de la bomba atómica, que es un ejemplo extremo (aprietas un botón y matas a cien mil personas en segundos), pero esa reflexión puede extenderse a toda nuestra vida cotidiana desde el momento en que se acelera la industrialización. Ese proceso hace que sea difícil comprender y asumir esa responsabilidad en torno a cómo las acciones individuales, dentro de un entramado técnico pensado a nivel de todo el planeta, tiene unos efectos que no somo capaces de aprehender. Esa idea de cuáles son los límites de la conciencia le interesaba mucho a Anders. Y sigue siendo una reflexión a tener en cuenta en un mundo plenamente integrado en cuanto a la producción capitalista.

¿Cómo llegar a ser consciente a estas alturas del desarrollo de las inmensas repercusiones de nuestros actos más pequeños?

Anders empleaba la expresión “vergüenza prometeica” para referirse a cómo el ser humano se ve superado por su propia obra técnica. Frente a esto, veía la imaginación como una vía necesaria para pensar un mundo distinto, para poder salir de la vía en la que estamos y que parece avanzar por inercia.

¿Cómo una lucha obrera clásica, por ejemplo la minería en el Estado español, puede llevarse a cabo sin tener en cuenta las consecuencias de su modelo extractivo? ¿Cómo puede llevarse a cabo esa lucha por la defensa de unas condiciones de vida que dependen de ese modelo extractivo, y tener en cuenta los perjuicios para todos de ese mismo modelo? Eso requiere, creo, una conciencia mucho mayor que la que se requería para luchar por las condiciones de trabajo dentro del modelo industrial.

Pero ese nivel de concienciación es cada vez más difícil en la sociedad actual…

En los meses previos a mayo del 68 había un lema que decía Vietnam está en nuestras fábricas. Se ha dado una imagen de mayo del 68 como una revuelta juvenil, pero creo que es importante no ignorar que previamente había comités contra la guerra de Vietnam o con anterioridad contra la presencia de Francia en Argelia, que fueron bases importantes para una movilización social. Y ahí sí que se tenía esa capacidad para entender que lo que acontecía en Vietnam tenía que ver con, por ejemplo, la industria aeronáutica de la zona de París.

Toda lucha tiene sus límites y ahora parece por esa interconexión que es más difícil, nos vemos superados. Y en el modelo que se propone en los países desarrollados de economías de servicios en lugar de industriales –que fueron el campo de formación de los movimientos obreros– vemos cómo se ha formado una masa de consumidores. Eso hace que sea más difícil articular una respuesta. No recuerdo quién dijo aquello de que el capitalismo quería a los proletarios propietarios; a los trabajadores consumidores; y a los revolucionarios urbanitas.

También has analizado la indignación que se dio en estos años desde una perspectiva crítica, lo que tú consideras su canalización en movimientos electorales, organizaciones que pretenden entrar en el parlamento, el ciudadanismo…

El libro 15M: obedecer bajo la forma de la rebelión, lo firmamos entre varias personas que estábamos en aquellos momentos participando en algunas acampadas en distintos lugares. Nace de una correspondencia entre nosotros en la que nos preguntábamos por la naturaleza de lo que estaba ocurriendo, porque las primeras semanas nadie sabía bien hacia dónde se dirigía ese movimiento. Yo creo que pese al esfuerzo e implicación de alguna gente que quería llevar eso que estaba pasando hacia algún lugar, la reivindicación básica era volver a antes de 2008, a antes del estallido de la “crisis”. Ese era el mapa común, lo que hizo que ese movimiento fuese masivo y heterogéneo. Que comenzase con las acampadas en plazas de distintas ciudades fue un componente distinto al de la clásica manifestación. Pero el tiempo de la indignación es el tiempo de la defensa de los privilegios, no de ir contra el modelo que los produce. Ir contra ese modelo implicaría perder las prebendas que ofrece esta sociedad tecnológica. Y eso no es algo que desee la mayoría, ese 99% del que se habla. Lo que piden mayoritariamente, desde luego, no es una revolución, es volver a la burbuja de antes de 2008.

Pero hubo también otras visiones diferentes sobre ese movimiento.

También hubo visiones y reflexiones totalmente opuestas a esta que yo hago. Un compañero que vivió aquellos días en Madrid, en la primera correspondencia que manteníamos, me comentaba: “Llevos dos meses acampado y aquí está pasando algo distinto”. Pero conforme fue derivando ese movimiento –y con la aparición de Podemos, que intenta capitalizar parte de aquello y de algún modo lo ha enterrado– se disolvió ese “algo distinto” o aquello que podía llegar a ser distinto en aquellas protestas. Nosotros fuimos muy duros con los “indignados” en su momento porque queríamos reflexionar desde nuestro ámbito que es el libertario. La pregunta que nos hacíamos era: ¿Se puede conceder crédito a una movilización por el hecho de que mucha gente esté en la calle? Que haya una movilización de masas o que las decisiones sean tomadas en asamblea no quiere decir que sean emancipadoras. Entonces, decíamos, no nos ceguemos con el método ni seamos tontos útiles de la pedagogía del asamblearismo, porque en realidad las cosas que se reclamaban –cambiar la ley electoral, que nos gobiernen otros…– entendemos que entraba en colisión con la naturaleza del propio método asambleario.

En torno a esto hubo alguna discusión. Pero hoy en día, conforme estamos viendo las cosas… pues casi podríamos empezar a echar de menos al 15-M. Con todo lo críticos que fuimos, por lo menos había más gente en la calle y no viendo tertulias políticas en la televisión o pendientes de lo que ciertos líderes dicen por el samrt-phone.

Planteas la pregunta de cómo una izquierda que dice que quiere cuestionar el capitalismo puede hablar de la crisis como si hubiese comenzado en 2008 y antes hubiese otra cosa.

Un compañero que vive en Francia, antiguo componente de Los amigos de Ludd, me mandó hace años un artículo publicado allí titulado Que la crisis se agrave. ¿Qué nos hace pensar que antes de 2008 no había una crisis? Este modelo tiene sus límites internos y externos. Podemos hablar de las desigualdades, de la represión, pero eso es algo que siempre ha estado presente en el capitalismo, no apareció en 2008 con la crisis financiera. Lo que sucede es que, según lugares y momentos históricos, la herramienta de la represión deja paso a la de la seducción, a través del crédito y el consumo, por ejemplo. Pero era relativamente sencillo calcular hasta qué punto de 2001 a 2008 pudo darse en el Estado español una burbuja financiera a partir de la cual el capital se internacionalizó a expensas de la situación en Latinoamérica y el ajuste estructural. Eso permitió que empresas nacionales se internacionalizasen por el desplazamiento de la “crisis” allí. No ver que el crecimiento económico se daba aquí por las condiciones que se plantearon, por ejemplo en Argentina en 2001, no puede ser una disculpa. Era un estado de abundancia sostenido en el crédito, mientras allí se llegaban a reproducir situaciones de hambruna. Y eran los mismos capitales en ambos lugares: el BBVA, Telefónica, Banco Santander… 

Nosotros teníamos aquí un balón de oxígeno mientras allí se hundían. Y ahora cambiaron las tornas, y el capitalismo en Latinoamérica está creciendo de nuevo, afrontando un nuevo periodo de modernización. Pero eso es el juego del capital, es decir, desarrollos regionales diferenciados de donde se extrae la ganancia, precisamente movilizando inversiones según se precise. Por eso, cuando la izquiedra pone el acento en comenzar a hablar de la crisis desde 2008 yo creo que provoca una gran carcajada en lugares como Latinoamérica.
Y un apunte más: ahora se habla de pobreza, cómo ha crecido en estos años; ¿cuándo el capitalismo generó riqueza? La supuesta riqueza que produce está cargada de todas las nocividades que nos afectan a todos.

Tradicionalmente la izquierda tuvo a las ciudades como un lugar de emancipación frente a un mundo rural preso de atavismos. Ese discurso, afirmas, ya no vale, si es que valió en algún tiempo, y preguntas si la ciudad es un territorio ya no de emancipación, sino simplemente vivible.

La ciudad como hecho antropológico ha existido antes del capitalismo. Tradicionalmente tenía una relación muy orgánica con eso que se llamaba campo o mundo rural. De hecho, la existencia de la ciudad dependía del campo. Y la fertilidad del llamado alfoz de la ciudad dependía en gran medida de la actividad humana que se propiciaba en la ciudad, y se enriquecía por el hecho de la concentración humana que allí se daba. No quiere decir que fuese un desarrollo exento de conflictos. Desde el siglo XI hasta el XVI se fue desarrollando en toda Europa una sociedad urbana en la que hubo multitud de conflictos, en algunos casos sangrientos, con ciudades autónomas, enfrentadas a veces entre sí y generalmente con el poder monárquico centralista que se fue imponiendo.

Con el proceso de industrialización, ese campo y esa ciudad van a pasar a una escala totalmente distinta, primero en el estado-nación, después en el capitalismo global, internacionalizado. Y ahí ya se entra de lleno en el proceso de urbanización, cuyas ciudades crecen desaforadamente y crecen también por sus colonias, ahí ya hablamos de metrópolis y la ciudad pierde su nombre. El proceso de urbanización destruyó tanto el mundo rural como la ciudad, las dos cosas. Ese equilibrio que mantuvieron se rompio y del él hoy no queda rastro.

Hablas también del miedo como elemento de control, pero también del discurso “de la seguridad”.

Están muy presentes. Los argumentos sobre la seguridad han calado mucho. Hasta el punto de interiorar y asumir que no hay nada que asegure tu supervivencia, si no es el salario o el consumo. Los lazos comunitarios han sido destruidos, por eso algunos movimientos centran su demanda en los servicios públicos, en el reparto de la riqueza. Por eso quien diga que no es esa la vía de cambiar las cosas, que no se trata de ese tipo de reivindicaciones, se quedará solo y como un loco. Alguien dirá: “¿es que no te importa la gente?” Y no se trata de eso. A mí me gusta esa frase de Walter Benjamin que dice que “algo se perdió cuando la revolución se comenzó a hacer por el futuro de nuestros hijos y no por las humillaciones infligidas a nuestros padres”. Yo creo ver ahí una diferencia fundamental en lo que sería una revolución por la libertad o por la seguridad.

El discurso del miedo funciona muy bien. Ahora tenemos un ejemplo con el ébola, pero antes fue la gripe A, la gripe aviar… Se genera una sensación de que sin un poder que garantice nuestra seguridad, que nos proteja, estamos perdidos. Finalmente estas grandes alertas, que se presentan como un cataclismo universal tienen una incidencia más o menos acotada. Pero ese estado de alerta, de tensión, después de relajación y alivio, provoca una especie de indefensión aprendida. Cuanto más grande es la amenaza, más férreo el control necesario y más por tanto el poder de quien debe combatirla. Porque contra el ébola, ¿qué puedes hacer tú por ti mismo?

Y eso es continuo. Abres la prensa y lees que se detectan concentraciones de plomo en lactantes… ¿cómo luchas contra eso? Estás indefenso por el miedo, por el riesgo, por tu salud, por tu situación social, por tu empleo… con todo esto se logra que al final se valore mucho más la seguridad que la libertad. Y eso nos deja en una situación compleja.

En Sociología, estatismo y dominación social, cuestionas de raíz el papel de los sociólogos y teóricos sociales por acabar legitimando aquello que quieren cuestionar. No es emancipadora su labor aunque crean que sí, apuntas, pero tú eres sociólogo…

El nacimiento de la Sociología no se puede desligar del problema del estado social, de la reforma solidarista que comenzó en Francia, de las Reglas del método sociológico de Durkheim y demás. Todo esto tiene que ver con el despegue de un tipo de sociedad muy concreta que es la capitalista industrial, de un modo de producción y de cultura material específico. Casi todos los teóricos sociales tienden a naturalizar ese estado para intentar explicarlo, inclusive desde las mejores intenciones por transformarlo. Pero, claro, igual que los economistas acaban naturalizando la economía de mercado. Durkheim acuñó una regla que decía que había que tratar los fenómenos sociales como si fuesen cosas, pero no igual que cosas.

El otro día hablaba con una gente del ámbito de la arquitectura que me llamaron para un coloquio sobre la participación en los procesos de reforma urbana dentro de las ciudades. Como sabían que era sociólogo me llamaron. Pero no se puede sustituir el tejido social de una comunidad, de un barrio, un tejido que se perdió porque ya no hay ni ese barrio ni esa ciudad. Yo soy de Alicante y Alicante ya no existe, ya no es una ciudad, es más parecido a una franquicia de Ryanair.

Esa situación no se puede revertir mediante ningún tipo de “ingeniería social”, no se puede diseñar un proceso de participación, eso no tiene sentido. Hay sociólogos que sí, que lo intentan con la mejor de las voluntades, pero creo que al final acaban justificando no sólo la existencia del Estado, la burocracia y la administración, sino que justifica también la figura del “experto”, que viene a decirte cómo te tienes que organizar. Y si te tienen que decir cómo te tienes que organizar, mal asunto.

Escribes que “el anarquismo es un producto de la modernidad que es al mismo tiempo moderno y anti-moderno”. En una sociedad posmoderna, como tú mismo la calificas, ¿cuál es el papel del anarquismo?

Si el anarquismo tiene algo que decir tendría que ser a partir del cuestionamiento de las dos vertientes que tuvo históricamente. Una, en la que dentro del proyecto moderno y a través de las organizaciones se luchaba por las mejoras en el puesto de trabajo, y que lo hacía sin cuestionar de raíz la sociedad industrial que se estaba formando; en muchos casos con argumentos productivistas, basados en que los trabajadores desarrollarían mucho mejor ese modelo que los “capitalistas parásitos”; ese discurso de poner las máquinas al servicio del bienestar, etc.

Y también hay en el anarquismo una parte anti-moderna, que no tiene por qué identificarse solamente con el anarquismo individualista, ya que apostaba también por la organización agraria, el municipalismo libertario o la asociación de municipios libres. Hay ahí una parte muy interesante que se relacionaba incluso con gente que hablaba de la “ciudad jardín”, de economías regionales, que en principio no venían del anarquismo. A mí esa me parece una vía interesante, porque no apela a la razón de Estado, porque aunque tenga que lidiar con instituciones locales tiende a pensar en un horizonte de sociedad distinta, menos compleja y menos productivista.

Pero hay un trabajo grande por hacer, porque una gran mayoría no apuesta por esta vía. Por lo general se está pidiendo más sociedad industrial, más seguridad económica por parte del Estado y más producción para poder repartir la “riqueza”. Y un argumento que vaya contra eso, que afirme que más producción no nos hará libres, que el trabajo tampoco lo hará, no es ciertamente muy popular.

Habría que cambiar demasiadas cosas de la organización social y volver en parte a recuperar esas ideas que se tenían previas al despegue del capitalismo a partir de 1945 y que ya en esos momentos planteaban interrogantes de lo que iba a venir, que alertaban acerca de adónde nos encaminábamos. Creo que sería necesaria una revisión en cuanto a la herencia obrerista y de desarrollo industrial. Ponerla en cuestión por lo menos. No es igual un motín de tejedores en Silesia en el siglo XIX que la defensa de la producción en una fábrica de coches del siglo XX. La reducción de la producción industrial es lo que sería revolucionario. Sobre todas estas cuesitones hay un libro muy interesante de José Ardillo que recomiendo: Ensayos sobre la libertad en un planeta frágil.

En “La crisis como momento de la dominación social” aseguras que una de las consecuencias más nefastas de la crisis es la reaparición del izquierdismo…

Ese artículo lo escribí para el Ekintza Zuzena en el 2009, y nada hacía prever que finalmente el izquierdismo fuese a tener tanta importancia como estamos viendo hoy. La crisis reforzó mucho esos argumentos que insisten en que hay que reindustrializar el país –pero sin mencionar nunca en torno a qué sectores–, esas llamadas a “los de abajo” contra “los de arriba”… todas esas ideas que no se pueden entender sin un encuadramiento en la sociedad del trabajo e industrial.

Creo que son argumentos que suponen una vuelta al discurso de la seguridad: precisamos más producción, más estado del bienestar, mejor reparto de la riqueza… ya, pero es que el capitalismo no produce riqueza: produce escasez y un gran número de nocividades, entre ellas el trabajo asalariado. ¿Cómo se puede proponer que gestionando mejor el capitalismo va a dar algo fundamentalmente distinto? Históricamente nunca ha sido así.

También soy consciente de que en un momento de recesión las críticas anti-industriales quedan marginadas, claro, ¿cómo vas a hacer una crítica al trabajo asalariado cuando hay cerca de seis millones de parados?
Pero eso no puede impedir que se diga que el izquierdismo tiene unas miras muy estrechas. Vi la entrevista de Jordi Évole a Pablo Iglesias. Cuando Iglesias hablaba de la necesidad de reindustrializar el país, de fortalecer los sectores de la producción, Évole dejó caer la reflexión (por otro lado tópica) de que “igual con tanto capitalismo nos vamos a cargar el planeta” e Iglesias le respondió con “muy bien, pero primero hay que dar de comer a la gente y luego preocuparnos por el planeta”. A eso me refiero con lo de las miras estrechas. No se tiene en cuenta lo que es obvio: para dar de comer a la gente, primero tiene que haber gente, y para eso deberían conservarse las condiciones de vida en el planeta. Y eso es lo que el capitalismo industrial destruye desde hace dos siglos.


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