Cuando la multitud hoy muda, resuene como océano.

Louise Michel. 1871

¿Quién eres tú, muchacha sugestiva como el misterio y salvaje como el instinto?

Soy la anarquía


Émile Armand

domingo, noviembre 23

La nostalgia de los orígenes

“Recios descendientes de Dárdano, la tierra que vio brotar la cepa de vuestros padres aguarda vuestro retorno; id a buscar a vuestra madre antigua.”
Virgilio, La Eneida


La disolución de todos los lazos sociales no reducibles a transacción que conlleva el reinado total de la mercancía sobre la vida humana suscitó dos tipos de reacción: uno, racional, y otro, ajeno a la Razón. El primero se concretó en un democratismo radical que se separaba del liberalismo burgués para desembocar en un anticapitalismo socialista, siendo la escuela anarquista naturista, a nuestro parecer, su primera variante más incisiva. Pero la aniquilación de la memoria que corre pareja a la colonización mercantil favorece la irracionalidad en detrimento de la reflexión y de la crítica histórica, por eso la legítima resistencia al capital, sobre todo cuando proviene de grupos sociales rurales, se ha manifestado a menudo de manera sentimental, conservadora y ultramontana. Aunque el anticapitalismo en sus primeros balbuceos habla con frecuencia el lenguaje de la religión, es una lucha a la que sólo falta la conciencia de lo que hace para ser revolucionaria. El repliegue local en torno a “las viejas leyes”, a la tradición, o a la monarquía absoluta, obedeció a las mismas causas que las revueltas campesinas milenaristas o los motines ludditas de los tejedores y mineros, ocurridos en diversos puntos de la geografía ibérica durante el siglo XIX. Las raíces más profundas del nacionalismo periférico penetran en esa época, y en el caso vasco son bien evidentes, pero el nacionalismo propiamente dicho se manifiesta de muy diversas maneras según los intereses de clase que lo utilizan como paraguas ideológico y político, según el peso específico del proletariado y según el desarrollo capitalista alcanzado. En la actualidad, cuando el proceso de industrialización ha culminado transformando la sociedad misma en una industria global, cuando el rodillo uniformizador de la cultura de masas ha suprimido las diferencias, y cuando el desarraigo excita la nostalgia de la identidad perdida, muchos son los que parten en busca de su “madre antigua”, y, el nacionalismo, a menudo mezclado con otras ideologías, vuelve a la palestra.

La pregunta sobre qué relación pueden mantener la polémica nacionalista con los proyectos de emancipación social tiene diferentes respuestas según el tipo de nacionalismo que se trate y el momento histórico preciso. De entrada podemos decir que actualmente la casi totalidad de los nacionalismos y patriotismos identitarios son en la práctica alternativas políticas al desarrollo capitalista regulado por un Estado central, por lo que su relación con la libertad y el fin de la opresión es nula. Precisamente la parte más interesante del nacionalismo, y la más progresista en sentido humano, la de sus orígenes románticos, es decir, la defensa de los usos y costumbres antiguas, las instituciones comunitarias, el igualitarismo, el rechazo al proceso de industrialización y, en general, todo lo que constituye realmente el hecho diferencial, es el lastre del que éste se desprende en pro de una modernización económica extrema que han de dirigir y tutelar Estados periféricos. La mayoría de los nacionalistas de hoy no quieren defender su identidad preservando su territorio de los flujos financieros mundiales, sino creando una ventajosa franquicia local que los atraiga. El desarrollo de sistemas metropolitanos regionales como nodos de las redes del capitalismo globalizado vendría a proporcionarles el mejor argumento secesionista: las conurbaciones-Estado son la forma política más adecuada de la mundialización económica, la que proporciona mayores beneficios. Éste nacionalismo defiende pues los intereses de las oligarquías locales en conexión íntima con las finanzas mundiales; las diferencias que los nacionalistas mantienen entre sí, en la medida que tienen un sentido, obedecen al peso variable de las clases medias emergentes en sus esquemas, más o menos proclives a la independencia según menor o mayor sea la necesidad o el temor al centro.

El nacionalismo se basa en la suposición de la existencia de un pueblo diferente, étnico, homogéneo, con intereses propios, que habla una lengua propia, tiene su propia cultura y por tanto constituye una nación. Por “derecho histórico” le corresponde desarrollar sus propias instituciones soberanas fruto de la voluntad popular en el marco de un Estado independiente, con su parlamento, sus funcionarios, su policía, su ejército, sus magistrados y sus fronteras.

Intentaremos demostrar que todo ello es una falacia. Todo lo que podía definir un pueblo hace tiempo que no existe y por consiguiente, tampoco existe ninguna voluntad popular. La necesidad de un mercado nacional creó al Estado central, arruinó las economías locales no capitalistas y derogó sus leyes. El campo se fue empobreciendo, las instituciones “históricas” fueron suprimidas, el folklore popular y las tradiciones se fueron perdiendo junto con todas las relaciones sociales exteriores a la economía (basadas en la reciprocidad, el apoyo mutuo, la donación, la redistribución, el trueque…), se desamortizaron las tierras comunales, se disolvieron los gremios, surgieron las clases, se desencadenaron movimientos migratorios y, en fin, el individuo fue arrancado de su comunidad y arrojado al mercado. En el tránsito de una sociedad precapitalista a otra capitalista, los pueblos fueron progresivamente homologados y uniformizados, es decir, transformados en clase social, proletarizados. Desapareció cualquier comunidad o armonía de intereses que hubiera podido existir entre los estamentos del Antiguo Régimen, borrada por la intromisión capitalista en la sociedad. El interés económico privó sobre cualquier otro, la cultura popular pasó a mejor vida y la lengua dejó de usarse entre las élites. A pesar de los meritorios renacimientos culturales ligados a la intelligentsia local o a sectores burgueses en conflicto con el Estado (debido al desarrollo desigual de las clases dominantes), lo cierto es que el proceso continuó, y con la aparición de la cultura de masas, o sea, del espectáculo, del entretenimiento generalizado, de los mass media, etc., la lengua perdió su validez como vehículo de cultura y herramienta de comunicación -cualquier lengua- acabando su papel de última seña de identidad superviviente. La institucionalización contemporánea de la cultura y la enseñanza de las lenguas periféricas tiene el mismo efecto que la institucionalización de la cultura castellana y la promoción de la lengua estatal: ningún lenguaje sirve para comunicarse. Las condiciones modernas de existencia impiden cualquier comunicación de envergadura; lengua y comunicación ya no van parejas.

La uniformidad conseguida bajo el capitalismo significó el final de los pueblos y las naciones. El contenido real de la resistencia popular a lo que implicaba tal uniformización, es decir, la resistencia a la creación de un mercado del dinero, de la tierra o de la mano de obra, fue desnaturalizado por la burguesía y la pequeña burguesía locales mediante la confección de estereotipos étnicos y mitos nacionales, la manipulación de la historia y la invención de una tradición espuria amalgamada con residuos folklóricos. Los nacionalistas necesitan una Edad de Oro de donde extraer imágenes idílicas y visiones de fábula que sirvan de modelo a la imaginación patriótica de su electorado. No obstante, nunca basta con eso y la presencia activa del proletariado militante, factor nuevo, forzó los nacionalismos a definirse respecto a él. No faltó quien hallara en la clase obrera revolucionaria al único sujeto capaz de resolver la cuestión nacional. El proletariado, en tanto que “pueblo trabajador” y mayoría social, se veía convertido en depositario de las esencias patrias. En general, las diversas tendencias socialistas reaccionaron en contra. Los anarquistas, por ejemplo, se oponían a la independencia en nombre de la unidad del proletariado, y a la formación de un nuevo Estado en nombre de sus principios. La CNT llegó en su día a rechazar el estatuto catalán a pesar de que la mayoría de sus afiliados había votado al partido nacionalista ERC porque obedecía a directrices capitalistas. La verdadera independencia era la revolución social. El federalismo proletario iba más lejos que la secesión estatista, la cual desviaba la atención de los trabajadores y dejaba la explotación tal como estaba. La CNT reconocía al “pueblo catalán”, pero no a la burguesía catalana; Cataluña era un país, pero no una nacionalidad. Nación y Estado eran sólo artificios. Cataluña sería libre solamente como conjunto de municipalidades federadas, sin fronteras, no como Estado. La defensa de la lengua y la cultura catalanas oprimidas eran perfectamente compatibles con la lucha de clases, pues aunque el proletariado fuera internacionalista y no tuviese patria -su patria era el mundo-, sí que tenía lengua. En efecto, nunca fue más libre Cataluña que los dos meses y medio que fue regida por el Comité de Milicias Antifascistas, pero esa no era la clase de libertad que deseaban los diversos intereses camuflados con la bandera del catalanismo, a excepción de aquellos representados por el POUM. Tales intereses se transformaron durante la guerra civil en la vanguardia de la contrarrevolución, cavando una fosa entre los trabajadores y el nacionalismo catalán todavía no colmada. El efímero resurgimiento del movimiento obrero en los años sesenta y setenta destapó nuevamente el nacionalismo de tinte socialista, incluso dio pie a cierto anarcopatriotismo que desgraciadamente apenas aportó nada al debate identitario y aún menos contribuyó a la renovación teórica libertaria. El señuelo de las raíces perdidas le hizo caer en la trampa de la “identidad” recobrada, avalando con más o menos apetito la parafernalia nacionalista más sospechosa, el neofolklore, las banderas, los himnos, las “normalizaciones” y la cultura subvencionada, todo ello presentado por la oligarquía local como recuperación de la nacionalidad, no siendo en cambio más que el currículum obligatorio suplementario del súbdito deseoso de prosperar en el nuevo marco político.

Hoy -en Iberia y, en general, en los países donde reinan las condiciones modernas de producción y consumo- no quedan pueblos, y para demostrarlo señalamos el descenso de la tasa de natalidad de la población autóctona, el envejecimiento indiscutible de la población y la avalancha de inmigrantes que garantizan el nivel de explotación que el funcionamiento de la economía requiere. Tampoco quedan lugares o paisajes específicos; la urbanización sin límites fusionó el campo con la ciudad destruyendo ambos y esparciendo por la geografía un modelo depredador de ocupación territorial único. La movilidad permanente ha hecho el resto. No hay raíces que valgan, ni etnias particulares, ni intereses nacionales, ni mayor identidad que la que proporciona la forma de vida uniforme generalizada. Bajo el dominio absoluto del capital, en plena mundialización de la economía, lo que asemeja a las gentes de cualquier procedencia es mucho mayor que lo que las separa. Variarán los niveles de consumo o el grado de opresión, pero las tendencias uniformizantes anulan cada vez más las diferencias. Por decirlo de alguna forma, todos acabarán tarareando la “Macarena” o execrándola. También la mezcla racial y el mestizaje son el resultado involuntario del dominio planetario de las finanzas.

En cada conurbación están presentes más de cincuenta idiomas. El interés nacional no es más que el interés del capital internacional representado en el territorio “nacional” por su oligarquía político económica. Solo los oprimidos son nación. ¿Significa esto que la reivindicación nacionalista es reaccionaria? No necesariamente; al menos no en su vertiente anticapitalista y anticentralista. No en tanto que referencia histórica de una vida al margen del mercado y ajena al Estado burgués. Sí en tanto que mistificación burguesa y coartada de dirigentes. Sí en tanto que espectáculo. La lucha contra la opresión de la marea globalizadora es una esencialmente una lucha local y una lucha por la relocalización, pero en todas partes es la misma; la libertad ha de empezar desde abajo, concretándose en formas locales, relaciones directas, en comunidades hablando sus lenguas, y eso, sin desviarnos de las exigencias cosmopolitas presentes, nos conduce al descubrimiento verídico del pasado. No se trata de volver a él, de desenterrar una sociedad extinguida, de dar vida a un pueblo momificado, olvidándonos del resto del mundo. No es un retorno como el que el dios Apolo indicaba a Eneas en la cita de Virgilio. Mejor es cuestión de recobrar la memoria, encontrando el punto en que la sociedad empezó su carrera demente, descubriendo en los viejos saberes y las viejas prácticas colectivas de los pueblos, pero no solo en ellas, las formas de una libertad perdida, con la intención de bregar por ella en los combates anticapitalistas modernos. En esa conexión histórica entre pasado y presente, entre experiencia local y realidad mestiza, a establecer por las verdaderas luchas radicales -las luchas que van a la raíz- hallaremos todos las señas de nuestra identidad futura.

Miquel Amorós.
18 de octubre de 2007

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